Leyendo Mindscan, de Robert J. Sawyer…
Robert J.
Sawyer es uno de los más afamados escritores canadienses de ciencia ficción de
todos los tiempos, quizás incluso el mejor. Sin lugar a dudas, es uno de los
autores más premiados y respetados de la actualidad, a nivel mundial. Ha
escrito más de una veintena de novelas de ciencia ficción, y ha ganado
tropecientos premios, incluidos los prestigiosos Nebula, Hugo y Aurora, entre otros. Sus
libros se han traducido a multitud de idiomas y hace ya muchos años que se ha
convertido en una referencia incuestionable en el género. Un autor de lo más
recomendable si buscas ciencia ficción de la buena, de calidad y actual.
Pues estaba yo
leyendo Mindscan, una novela de
Robert J. Sawyer publicada en español en el 2007, con traducción de Rafael Marín Trechera
(otro de los grandes de la ciencia ficción, esta vez del terruño), cuando me
topé con una de esas parrafadas que me confirmaron, una vez más, que la ciencia
ficción es el mejor género literario para abrirte la mente y hacerte pensar.
No te voy a
contar de qué va la novela. Si quieres averiguarlo, búscatela y léela. Lo que
si te contaré es la perla de pensamiento con la que me encontré.
En uno de los
primeros capítulos de la novela, el protagonista se encuentra con una amable y
simpática ancianita con la que se pone a charlar. Bien avanzada la charla, el
prota descubre que la ancianita es la autora de MundoDino, una serie de novelas juveniles que a él le encantaban
cuando era jovencito. La anciana asiente con aquiescencia y acepta los halagos
de su incondicional fan.
Entonces el
protagonista le comenta a la escritora sobre el príncipe Escamas, uno de sus
personajes favoritos y que más vívido le resultó. Le pregunta en quién está
basado el personaje, y la autora le responde que en nadie, es sólo un producto
de su imaginación.
Él no acaba de
aceptar eso. Piensa que un personaje tan bien elaborado tiene que tener una
base real. Pero la escritora insiste. Escamas fue sólo una invención. No estaba
basado en nadie real, no era el retrato ni la parodia ni la proyección de
nadie. Él se muestra incrédulo. Ella sacude la cabeza con resignación y responde:
—La gente se desespera creyendo que los escritores
basamos nuestros personajes en personas reales, que las cosas que pasan en
nuestras novelas sucedieron de verdad, disfrazadas de alguna forma.
—Ah —dice el prota—. Lo siento. Yo…
supongo que es cosa de ego. No puedo imaginar crear una historia publicable, así
que no quiero creer que haya otros que tengan esa capacidad. Talentos como ése
hacen que el resto de nosotros nos sintamos inadecuados.
—No —responde la escritora—. No, si
no le importa que lo diga, es algo más profundo, creo. ¿No lo ve? La idea de
que pueden crearse personas falsas va justo al corazón de nuestras creencias
religiosas. Cuando digo que el príncipe Escamas no existe de verdad, y que
usted solo se ha engañado al creer que sí, planteo la posibilidad de que Moisés
no existiera… de que algún escritor lo inventara. O de que Mahoma realmente no
dijera ni hiciera las cosas que se le atribuyen. O que Jesucristo sea también
un personaje ficticio. Toda nuestra existencia espiritual se basa en la
asunción no expresada de que los escritores registran, pero no fabrican… y que, aunque lo hagan, podríamos notar la
diferencia.
Interesantes
palabras, ¿verdad? De esas que hacen que te rasques el magín.
Quizás sea por
eso que en los regímenes totalitarios, religiosos o seudoreligiosos (todos lo
son de una forma u otra) los escritores son criaturas miradas con suspicacia, a
menudo con directa y abierta censura; y a la población no se le alienta
precisamente a que lea, sino más bien al contrario, ¿no crees? ¿Será que los
escritores son una amenaza para el sistema?
¿A ti qué te
parece?
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