jueves, 30 de marzo de 2017

Sirenas (capítulo 1 de 9)

Las sirenas atraen con su canto y sus voluptuosas promesas a los marineros que surcan los siete mares, abocándolos a un fatal destino.

Pero no todos los mares son iguales, ni las sirenas aparecen siempre donde cuentan las viejas historias.
El grupo de soldados al mando del teniente Herrero, envueltos en una guerra que no es la suya, acabarán por descubrirlo.

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Presentamos aquí el primer capítulo de una nueva obra de Juan Nadie, que se adentra en el peligroso mundo del terror bélico.

Es algo más que un relato o un cuento, pero, al menos por extensión, no llega a la categoría de novela. Quizá ni tan siquiera de novela corta.

Es más bien una noveleta dividida en 9 capítulos.

Cada jueves (más o menos) colgaremos el siguiente capítulo de esta inusual e inédita aventura.
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Capítulo 1 

El viento aullaba entre las dunas. Veloces y diminutos granos de arena se estrellaban con un sonido de lijas contra la basta tela de la tienda de campaña, pintada con las manchas amarillas y pardas del camuflaje del desierto. En el interior de la tienda dos hombres vestidos con uniforme militar de faena, moteado de marrón y beige, observaban con detenimiento un detallado mapa topográfico que se abría sobre el suelo. En el cuello de sus chaquetas aparecía el emblema de Infantería del Ejército de Tierra, una espada y un arcabuz cruzados en forma de aspa, entre los que resaltaba una corneta de cazadores. Sobre las hombreras portaban las divisas que denostaban su rango: las dos estrellas doradas de seis puntas para el teniente y los dos galones amarillos, en sardineta y bordeados de rojo, para el brigada. Todo en el interior de la tienda, lo que incluía a los dos hombres, sus ropas y sus rostros estaba cubierto de una fina capa de polvo. El olor a sudor y pedernal caliente llenaba el aire.
—Debemos estar por esta zona —dijo el teniente mientras señalaba el mapa con un dedo de uña renegrida—. ¿Qué cree usted Ramírez?
—Yo diría que más o menos por aquí, mi teniente. Llevamos dos días atravesando la hamada casi en línea recta hacia el suroeste. Y por lo poco que hemos podido ver antes de acampar, hemos llegado al borde de…
—¿Atravesando la qué? —preguntó el teniente con un levantar de cejas.
—La hamada, mi teniente, el desierto pedregoso. Hemos estado rodando sobre piedras durante los últimos ciento cincuenta kilómetros. Creo que hemos llegado a esta zona de aquí —señaló el brigada con un dedo grueso y no más limpio que el de su oficial superior—. Una zona de dunas móviles. O al menos eso es lo que parecía cuando paramos. Claro que desde que la tormenta de arena nos alcanzó anteayer, la visibilidad es más bien escasa.
—Una tormenta del desierto, sí señor. Y una de las buenas, además —replicó el teniente con un suspiro—. No podría ser más adecuada. Resulta casi poético, teniendo en cuenta el nombrecito que le han colocado a esta puta guerra.
—Y usted que lo diga, mi teniente.
Era el 14 de enero de 1991. Dos días más tarde comenzaría la campaña militar de la coalición internacional liderada por Estados Unidos, como respuesta a la invasión del emirato de Kuwait por parte de Iraq, y que sería conocida a través de los medios de comunicación de todo el mundo como Operación Tormenta del Desierto. El teniente Alberto Herrero, al mando de una sección de veinticuatro hombres, perteneciente al cuerpo de Brigadas de Infantería Ligera del Ejército de Tierra, se encontraba en algún punto del desierto arábigo, a no demasiados kilómetros de la frontera con Iraq.
—¿Qué hay del sistema NAVSTAR? —preguntó el teniente Herrero. Se pasó el dorso de la mano por la frente, con lo que sólo consiguió variar el dibujo de los churretes de suciedad que la surcaban.
El teniente se refería al NAVSTAR-GPS, por su acrónimo en inglés, el sistema de posicionamiento global que permitía localizar la situación de cualquier persona u objeto sobre la superficie del planeta gracias a la red de satélites que lo orbitan sin cesar. Por aquel entonces era un secreto a voces. Utilizado por prácticamente todos los ejércitos y grupos militares y paramilitares del mundo, pero aún no demasiado conocido por el gran público.
—La tormenta parece interferir con la señal del satélite, mi teniente. No hemos podido emplazar nuestra posición exacta —respondió el brigada Ramírez con un ligero tono de desaliento en la voz.
—¡Jodida tormenta! —exclamó el teniente. Escupió al suelo arenoso de la tienda un salivazo mezclado con microscópicas partículas de polvo.
La cremallera de la tienda de campaña se abrió y a través de la apertura surgió una figura polvorienta junto con una nube de arena y olor a sílice triturado. El visitante cerró con rapidez la cremallera tras de sí, se levantó las gafas protectoras sobre la ancha ala del chambergo y se bajó el pañuelo que le embozaba el rostro. Realizó el ritual saludo que resultó casi cómico al ser ejecutado a medio agachar en el angosto espacio de la tienda.
—Con su permiso, mi teniente —dijo el intruso.
Herrero asintió con un leve movimiento de cabeza.
—¿Qué ocurre, cabo primero? —preguntó el brigada.
—Creo que tenemos un problema, mi brigada.
—¿Crees? ¿Cómo que crees? ¿Qué coño pasa? —casi gritó el suboficial.
—Está bien, Ramírez —dijo el teniente con un ligero ademán de la mano—. ¿Qué ocurre, Castillo? —preguntó al azorado cabo primero.
—Se trata de Ortega y Peláez, mi teniente. Hace casi una hora que abandonaron el campamento y todavía no han vuelto.
—¿Y se puede saber por qué abandonaron el campamento? —preguntó el brigada con aire osco.
—Verá, mi brigada. Estábamos acabando de montar la tienda del sanitario y nos disponíamos a preparar algo para cenar, cuando a Peláez le pareció ver un movimiento entre las dunas, a pocos metros de donde estaban los vehículos. Lo mandé junto con Ortega para que echasen un vistazo —explicó Castillo tras tragar en seco con esfuerzo.
El brigada soltó un juramento por lo bajo.
—De noche y con esta tormenta no se ve un puto carajo, cabo primero. Lo único que pudo haber visto Peláez eran sombras entre la arena —dijo con mal disimulada cólera.
—Eso pensé yo, mi brigada. Por eso les dije que sólo echasen un vistazo y volviesen lo antes posible, pero de eso ya hace un buen rato.
—¿Llevaban los walkie-talkies? —preguntó Ramírez.
—Eso creo, mi brigada —asintió el cabo primero con ansiedad.
El brigada lanzó una mirada de interrogación a su oficial superior.
—No. Sería demasiado arriesgado —replicó el teniente Herrero—. Alguien podría interceptar la señal de radio y revelar nuestra presencia aquí.
—¿Y si se encuentran en peligro, mi teniente? —preguntó Castillo con un deje de angustia en la voz.
—¡Entonces que llamen ellos! —replicó el teniente con un ladrido—. Vamos afuera —ordenó.
Los tres hombres emergieron de la tienda a un mundo oscuro y turbio. La tormenta parecía haberse recrudecido desde que acamparon. Las partículas de arenisca volaban en todas direcciones, clavándose en la piel expuesta como miríadas de diminutas agujas. Se embozaron la cara y se cubrieron los ojos con las gafas protectoras.
—¿Hacia dónde fueron? —preguntó el teniente, casi a gritos para hacerse oír por encima del aullido del viento y el raspar de la arena.
—Hacia allí, mi teniente —señaló Castillo hacia el campo de dunas, fantasmas ondulados que se perdían en la oscuridad de la noche.
El teniente miró a su alrededor. Las luces de los faros de los vehículos blindados apenas conseguían horadar la espesa sopa del aire del desierto en plena tormenta nocturna. A pocos metros de los coches, dos pequeñas tiendas de campaña se sacudían ante los embates del viento. Una era la suya, la otra lucía en sus costados el símbolo internacional de la cruz roja, apenas visible entre las nubes de polvo. Era la tienda del sanitario, donde el sargento Carrasco, el enfermero de la unidad, cuidaba del soldado de primera Sebastián González, el único herido que habían tenido en la rápida incursión en territorio iraquí. González había recibido un balazo en una pierna. La herida era limpia; la bala entró y salió del muslo. Pero había roto el fémur y estuvo a punto de seccionar la arteria femoral. Carrasco lo había cosido lo mejor que pudo, dadas las circunstancias, pero tenían que regresar a la base lo antes posible, antes de que el calor y la gangrena le pudriese la pierna.
—¿Salimos a buscarlos, mi teniente? —gritó el cabo primero Castillo.
—¡No! Lo más probable es que se hayan perdido entre las dunas. Si mandamos más hombres tras ellos acabarán también perdidos. Tenemos que esperar a que amanezca.
—¿Y si los ha atrapado una patrulla iraquí?
—Muchos cojones tendrían que tener esos moros para andar de patrulla en una noche como esta —replicó el teniente con desprecio—. Además, si los han atrapado, poco podemos hacer ya por ellos.
Tras unos segundos de reflexión, Herrero se giró hacia su segundo al mando.
—¡Ramírez!
—Sí, mi teniente.
—Que recojan las tiendas y metan a González en uno de los BMR. Todo el mundo a pasar la noche en el interior de los vehículos. Quiero imaginarias de una hora.
—¡A la orden, mi teniente! —replicó el brigada llevándose la mano con los dedos juntos y estirados a la sien derecha.
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2017.
Los eventos, sucesos, lugares, personajes y situaciones descritos en esta historia son por completo ficticios e imaginarios. El qué, el cómo y el dónde de lo que se narra en esta novela son únicamente el fruto a medio madurar de los ocasionales conatos de imaginación en la polvorienta y destartalada mente del autor. Cualquier semejanza con personajes y situaciones reales es, casi con total seguridad, una pura coincidencia; todo lo más, una levísima serendipia. Si alguien, persona, animal, cosa o entidad, individuo u organismo, institución, empresa o corporación, humano o inhumano, se siente identificado, descrito, mencionado y/o interpretado por, mediante o con los personajes y situaciones aquí narrados… ¡enhorabuena!... y que lo disfrute.
Esta novela no pretende hacer mofa, burla, escarnio, promoción o apología de nada ni de nadie. Se trata tan sólo de una obra de entretenimiento. Las interpretaciones de cada lector al lector pertenecen; la autora no puede ni deber ser culpada por ellas.
Este libro y los personajes que contiene no podrán ser reproducidos ni total ni parcialmente sin previo consentimiento del autor.
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 0811091272760, con fecha de 9 de noviembre de 2008.
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Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.