jueves, 25 de agosto de 2016

La onírica búsqueda de la musa perdida (relato)



Hablar de las musas no es más que otro eufemismo para nombrar aquello que desconocemos: los intrincados procesos neuroeléctricos que ocurren en el cerebro de un escritor en el transcurso de la creación de su obra.
Procesos que no sabemos cómo ocurren y que no podemos controlar, pero que están ahí, más allá del límite de nuestra conciencia.
Un infinito de conexiones, en apariencia al azar, que nos llevan a veces hasta el borde de un abismo de absurdo e imposibilidad.

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AVISO: la lectura de este relato puede dar lugar a conexiones neuronales inesperadas de efectos imprevisibles e inciertos.
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La onírica búsqueda de la musa perdida


Todos esos días que pasé sentado en la falda del mundo no sirvieron para nada. Intenté hacer de vigía, de oteador y de trampero, sin darme cuenta de que mi propia ceguera me impedía ver aquello que tanto deseaba encontrar. Esperé en vano y durante largo tiempo. Nunca pasó por allí y nunca habría de pasar. Debería haberlo sabido hacía ya mucho tiempo.
De nada sirven disculpas ahora, ni pretender que la negligencia no fue mía. Si bien es cierto que yo no elegí el estragado camino que me condujo a este lugar, también es cierto que las melindrosas circunstancias me empujaron sin piedad hasta el abismo del desacierto. Pero el último paso, ese salto en el vacío desde el borde del piélago, es total y exclusivamente responsabilidad mía.
Yo soy el dueño y señor de mis decisiones y el único condenado por ellas.
Ahora es demasiado tarde, no se puede volver atrás. Ni agua pasada mueve molino, ni beso perdido retorna a los labios. La ocasión está desperdiciada. La recompensa para los que fallan es ineludible: seguir buscando.
Hay muchos que se preguntan por qué la buscamos, por qué insistimos en esta exploración sin fin, en esta búsqueda sin pausa, en este empeño sin satisfacción. El porqué, aunque muchos no lo crean, es el anhelo de la sabiduría, no su hija bastarda: la vanidad.
La sabiduría que nos dice qué son las diferencias y nos muestra cómo establecer castas y tomar decisiones. La sabiduría que nos ha enseñado a pensar. Porque dime, pequeño mortal, ¿no estás de acuerdo conmigo en qué si fuéramos todos tontos, todos seríamos felices?
Tal vez en tu mente hayan surgido también las preguntas, las ansias y los desvelos. Ese husmeador sombrío que se retuerce en las oquedades del fondo, enzarzado en el perenne afán de sosegar una sed que nunca se apaga. Piénsalo con firmeza y, si hallas las respuestas, tal vez te encuentres a un paso de alcanzar la inmortalidad. Y quizás, sólo quizás, puede que no naufragues en la misma empresa en la que yo fracasé.
Sí, ¡yo he fallado en mi búsqueda! Esta vez no conseguí llegar a buen puerto. Pero ya da igual. Ya no tienen importancia ni el dónde ni el cuándo, ni el paso inexorable de los segundos sobre la esfera del reloj. Pues por muchas veces que caiga, el fénix siempre vuelve a remontar el vuelo. No se puede aniquilar aquello que es imperecedero. Aunque todo esto no deja de ser vana ilusión. Como siempre, el disimulo de la indiferencia es un buen aliado para compartir el peso del desengaño, aunque nunca elimina la losa del todo.
Ahora estoy en esa tierra de nadie, ese campo yermo y baldío que hay que atravesar sin remedio para llegar a la antesala de los frondosos huertos cargados de frutos. Es el no-tiempo entre el último segundo de vida de aquello que nunca vendrá y el primer instante de la no-muerte de lo que está a punto de surgir. Un tiempo atemporal, un espacio sin lugar, una enormidad minúscula que se hace insoportable como una página en blanco.
En este reino difuminado de las glorias caídas bajo el intolerable yugo de los gusanos devoradores de despojos retóricos, con el fin de la esperanza a mis espaldas, trataré de hurtarme al advenimiento de la apatía que intenta apuñalarme en el pecho. Entonces, mi brumosa sangre hecha de palabras se derramará a borbotones por las babeantes fauces del monstruo del sueño eterno, que camina sobre el crepúsculo y atraviesa mi cerebro con los miles de agujas punzantes de relatos de placer y de dolor. Cuando el orgasmo cósmico llegue a su cenit y la cópula entre el bien y el mal se conviertan en un fuego plasmático que devora las entrañas, se producirá la germinación planetaria de la sustancia nunca antes vista, nunca antes escrita. Y la fama y la gloria, que marchan cogidas de los cabellos, serán empaladas entre la basta superficie de la miseria y la iniquidad. Cuando la trascendencia pase a ser intrascendente y la primigenia luz blanca limpie los profundos poros de las circunvoluciones del espíritu, la preeminencia de la imaginación destacará como un faro encendido sobre el putrefacto y pestilente mar de los sargazos, hecho con los millares de cadáveres de todas las historias que nunca fueron.
Entonces las cenizas del pájaro de fuego volverán a brillar de nuevo.
Abriéndose paso entre los escombros aparecerá la inspiración, subida a horcajadas entre la obscenidad y el refinamiento, lo que proporcionará un renovado aroma de estrellas y pintará de color engaño las mentes vacías de los idiotas que se arrastran en el fango.
En ese momento, cuando la prostitución de la creatividad haya alcanzado el grado de máxima incoherencia, se producirá el estallido inconformista de las voces de los viejos árboles sabios, que hunden sus raíces en las longevas líneas de la experiencia, intentando una vez más mover el atascado engranaje de la mente, sortear el malfuncionamiento crónico de las articulaciones efímeras que mueven los instintos.
Cuando por fin la brutalidad abra su vientre para ser fecundada por la racionalidad y de a luz la inconmensurable grandeza de la inteligencia, cuando la verdad aparezca clara y distinta, cuando el absurdo y la cordura se hagan entendibles, cuando la última gota del lago esté a punto de secarse, entonces, y sólo entonces, una nueva aurora acariciará mis cabellos con sus rosados dedos. Y una vez más, de puntillas y con sigilo, la espora del conocimiento será lanzada a la inmensidad oceánica del transcurso de los tiempos.
Sentado en la falda del mundo, miro a lo lejos.
Sólo los que buscamos lo sabemos, pero en la más alta cumbre de la montaña de los olvidados se encuentra el diccionario de las palabras ciertas, muchas veces erradas por las zancadillas de los microbios de la farándula. Pero rodeando el monte se encuentra el bosque de las liturgias y las palabras santas, que enredan a todo aquel que intenta pasar, ahogándolo y arrojándolo al pozo de la fe incuestionable. Los muy pocos que han logrado salvar las barreras y llegar al libro, han encontrado que no hay una sola palabra irrefutable en sus cientos de páginas. Nada es cierto ni absoluto. El bien y el mal no existen; el blanco y el negro son colores imposibles. Sólo la mutable opinión permanece.
Por eso las hojas del libro están vacías, impolutas y desiertas, salvo la primera. En ella, con menuda y curvada letra, en una esquina, y apenas resaltando sobre la amarillenta blancura del pergamino, alguien escribió: «...es, no es...».
Cierro el libro y me limpio las babas de los gusanos que se han quedado adheridas a mis ropas. Regresaré al origen, me digo a mi mismo. Al principio y al fin de todo. Al camino mil veces transitado y nunca recorrido por segunda vez. Hay un mundo entero de páginas que llenar y una multitud de personajes que engendrar. Y para ello necesitaré la ayuda de todos los manantiales de ingenio que las etéreas deidades tengan a bien poner a mi alcance.
Es hora de empezar a buscar de nuevo.

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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2016. Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1608248997695, con fecha de 24 de agosto de 2016. Todos los derechos reservados. All rights reserved. Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.