Ser capaz de ver más allá de lo que los ojos nos
muestran es el anhelo secreto que muchos codiciamos.
Pero tener una habilidad tal no resulta fácil, pues
siempre exige el pago de un precio, un precio medido en dolor.
Aunque tal vez la recompensa por todo ese dolor
merezca la pena: ayudar al departamento de homicidios de la policía a atrapar a
los criminales más abyectos.
A pesar de todo, hasta el dolor tiene un final, y
llega un día en que no es necesario pagar más. Se pierde algo, pero también se
gana. El valor de lo ganado y lo perdido, a cada cual le corresponde
establecerlo.
Un nuevo relato inédito de Juan Nadie, esta vez
adentrándonos en el terreno de la novela negra paranormal.
Disponible en Wattpad. Pincha en la portada o sigue para abajo y a leer.
LOS OJOS DEL
DOLOR
Esta
vez me llevan a la escena del crimen en una ambulancia. Las luces del techo y
las sirenas están apagadas, silenciosas. No hay prisa. Cuando me llaman a mí,
ya todo ha ocurrido. Yo soy el último recurso del departamento de policía.
El
macizo vehículo se desplazaba con suavidad por las despejadas calles de la
ciudad a media mañana. Disfruto a través del parabrisas de la luminosa quietud
de un día de octubre. La gente está ya en el trabajo, los niños en la escuela.
La hora punta ha pasado y las avenidas y aceras se vuelven tranquilas, más
amigables y acogedoras; el señorío de jubilados que calientan al sol su sangre
fría de lagartos.
Me
encojo un poco en el asiento y miro de soslayo al conductor a mi lado. Es un
hombre joven, con una magnífica barba frondosa y el pelo ridículamente tieso a
base de gel fijador. Se mantiene concentrado en la conducción del vehículo sin
desviar la mirada. Apenas me ha dirigido un par de palabras desde que me subí a
la ambulancia. Debe pensar que soy una loca. Una chiflada extraña que no
debería estar allí y jugar con algo con lo que no se debe jugar. ¡Pobrecito! No
le culpo. No es el único, desde luego. Muchos piensan como él. Pero alguien ha
debido dar la orden y no ha tenido más remedio que obedecer.
Cruzamos
el centro de la ciudad a través de grandes avenidas festoneadas de bancos y
tiendas de lujo, para dejarlo atrás y adentrarnos en las zonas residenciales.
—¿Dónde
lo han encontrado? —le pregunto al notar que nos dirigimos a una de las vías
rápidas que ciñen la metrópolis.
—En
la zona industrial más allá del aeropuerto —responde sin volver el rostro hacia
mí.
En
las afueras, por supuesto. Siempre los encuentran en sitios así. En esos parajes
que se vuelven vacíos y desangelados tras la caída del sol. Traseras de
barracones de metal ondulado, baldíos y descampados salpicados de escombros,
callejones húmedos y apestosos de orines. La oscuridad y la miseria atraen a las
mentes perturbadas como la miel a las moscas.
Esos
lugares son los escenarios del horror y de la muerte.
La
ambulancia se para en el aparcamiento junto a una enorme nave industrial
pintada de blanco con un logotipo comercial en chillonas letras rojas. Hay
varios coches de policía aparcados de cualquier modo, como juguetes tirados al
azar sobre la superficie del asfalto cuarteado. Hacia el fondo se ve la
agitación de un buen número de personas en movimiento, todos con caras adustas
y serias. Un par de monos blancos delatan al personal médico del equipo
forense. La escena se ilumina un instante con los destellos del flash de una
cámara, que registra para la eternidad de los archivos policiales la atrocidad
que allí ha ocurrido.
Entonces
lo veo. A él. Al comisario Antonio Mohedano. Está allí, hablando con un policía
de uniforme junto a la sempiterna cinta de plástico amarillo que circunda y
limita la escena del crimen. Sobre la cinta, en gruesas y bien visibles letras
negras, las palabras «no pasar policía» aparecen repetidas hasta el infinito. Camino
hacia él y noto como el corazón se me acelera en el pecho.
Se
da cuenta de mi presencia cuando estoy a unos metros de él. Levanta la mirada y
una sonrisa triste se dibuja en su rostro anguloso y varonil, y hace que se
destaque aún más el delicioso hoyuelo del mentón. Tiene el traje y la corbata
flojos y arrugados, las mejillas oscurecidas por la barba de dos días y unas
profundas ojeras bajo los ojos. Unos ojos grises como la bruma sobre el mar,
llenos de calidez y misterio. Los miro y se me coge un pellizco en la boca del
estómago.
—Hola,
Antonio —le saludo con la más encantadora voz que soy capaz de modular y la más
encantadora de las sonrisas que puedo elaborar.
Responde
al saludo con una alegría que quiero pensar que es auténtica.
—Hola,
Carmen. Gracias por venir.
Me
pone la mano en el brazo y siento como una descarga me recorre entera desde la
raíz del cabello a los dedos de los pies. Lo único en lo que puedo pensar en
ese momento es ¿estaré bien?, ¿se me notará demasiado culo con estos vaqueros? Cuando
llamó esta mañana para decir que la ambulancia me recogería en veinte minutos,
me puse nerviosa como una colegiala. ¡Ja! ¡A mi edad! Una colegiala de cuarenta
y tantos tacos. Es para reír o llorar; o quizás ambas cosas. Después de la
llamada, me cambié tres veces de ropa sin acabar de decidirme y apenas tuve
tiempo de aplicarme el maquillaje, sombra de ojos, un poco de rímel y un ligero
toque de carmín en los labios. Discreto, pero a la vez evidente. Siento un
retortijón de culpabilidad. Son pensamientos demasiado banales dada la razón de
mi presencia aquí. Las circunstancias no son las adecuadas para dar paso a la
risa…, ni al ridículo.
—¿Qué
ha sido esta vez? —le pregunto sin disimular mi temor.
—Ven
—contesta con desánimo. El cansancio se le nota en los ademanes.
Me
lleva del brazo hasta el cuerpo caído tras unos bidones de metal oxidados. Es
una chica joven, casi una niña, tendida sobre la suciedad en una postura
incongruente. La impúdica desnudez de las ropas desgarradas deja a la vista una
piel blanca, como de marfil, con manchas azules donde la golpearon y costrones
de sangre seca donde la rajaron. No puedo evitar un estremecimiento y me agarro
con fuerza al brazo de Antonio.
—¿Ves
algo? —pregunta.
Tras
unos segundos, quizás minutos, en los que lucho contra las náuseas, niego con
frustración.
—Nada.
Tengo que acercarme. A veces eso ayuda —digo con una voz que es apenas un hilo de
aire que sale de mi garganta.
Avanzo
unos pasos y me agacho junto a la desdichada joven. Antonio se queda atrás, a
unos metros, pero puedo sentir su presencia a mis espaldas. Me viene a la
memoria el día en que nos conocimos. Aquel fue el día en que el mundo volvió a
tener color de nuevo.
Todo
comenzó tras el accidente de tráfico en el que perdí a mi marido y a mi hija,
de esto hace ya casi siete años. Nunca imaginé que se pudiese sentir un dolor
tan grande, tan monstruoso. El dolor de una madre es el pozo más negro y más
profundo que existe. Y yo lo sentí. Viví en ese pozo. Durante meses. Durante
años. Un dolor que me abría las entrañas como con un hierro candente, cada noche
y cada día; que cubrió mi vida con una mortaja gris de tristeza.
Luego
llegaron las visiones.
Pesadillas
de horror y violencia que no acertaba a comprender de dónde venían, pero que
después veía reflejadas en los titulares de los periódicos o las noticias de la
televisión. Hasta que al fin me decidí a hablar con la policía. Al principio pensaron
que era una loca, pero tuvieron que rendirse a la evidencia. Mis descripciones
coincidían con la escena del crimen, a pesar de que yo no había estado nunca
allí. Gracias a mis visiones, consiguieron atrapar al asesino. Después del
primer caso, me convertí, de forma oficiosa, en la médium, o vidente, o como
quiera llamarse, del departamento de policía. Todo llevado con la máxima
discreción, por supuesto, lejos del alcance de los medios que pudiese airear la
sabrosa noticia de que la policía atrapaba a los criminales más violentos
gracias a la ayuda de una chiflada que sufre pesadillas. Las visiones no
mitigaron el dolor, pero el saber que con mi ayuda un asesino, un violador o un
pedófilo pagaba por su crimen, me ayudaba a seguir respirando un día más.
En
el último caso apareció él, el comisario Antonio Mohedano. Guapo, brillante y
triste, recién ascendido y trasladado desde otra ciudad a la brigada de
homicidios.
Desde
la primera vez que lo vi sentí una conexión entre nosotros, algo especial, algo
que no había sentido en mucho, mucho tiempo. Nuestras conversaciones se
prolongaban hasta tarde, tras un duro día de trabajo, sobre humeantes tazas de
café. Él nunca me tiró los tejos de manera clara, pero parecía alegrarse cada
vez que yo aparecía por la comisaría, visitas que en ese último caso se
volvieron más frecuentes de lo habitual. Era tímido y reservado, así que yo no
estaba segura de cuáles eran sus sentimientos hacia mí. Hasta que un día una de
sus compañeras de oficina me miró de esa manera que todas las mujeres sabemos
reconocer, esa mirada que nos lanzamos unas a otras cuando hay un hombre de por
medio. Ese día me sorprendí a mí misma silbando una cancioncilla mientras subía
las escaleras de mi apartamento. Volví a sentir una alegría que no creía
posible de nuevo en mi vida.
De
rodillas junto al blanco cadáver sacudo la cabeza para despejar las
ensoñaciones y trato de concentrarme en mi tarea. Deslizo la mirada por su
carita de muñeca rota, por su cuerpo ultrajado. Durante silenciosos minutos
contemplo con toda su crudeza la brutalidad más abyecta de la que es capaz el
ser humano. Pero no logro ver nada. Las imágenes no acuden a mi mente como
tantas otras veces. Sólo siento amargura y tristeza. La pena por esa pobre
niña, cuya vida ha sido truncada, arrancada de cuajo, por la manía homicida de
un depravado.
Entonces
lo comprendo. Una súbita inspiración, una luz que se enciende de pronto en mi
mente. Lo percibo con la misma claridad y certeza de los vislumbres de horror y
violencia que me han perseguido hasta ahora.
Esta
sería la última vez que la policía reclamase mis servicios. Las visiones se
habían ido.
El
dolor se iría con ellas.
Me
incorporo y miro a Antonio con los ojos arrasados en lágrimas. Sacudo la cabeza
con energía. Él abre los brazos y yo hundo el rostro en su pecho. Noto su olor
de hombre mezclado con el desodorante.
Tras
unos instantes eternos, alzo la mirada y me sumerjo en esos ojos grises como el
mar entre la niebla. Sonríe y yo le devuelvo la sonrisa. Hay un futuro en esos
ojos. Un futuro sin dolor.
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2016. Obra inscrita en el Registro de la Propiedad
Intelectual de Safe Creative con el número 1008056983598,
con fecha de 05 de agosto de 2010. Todos los derechos reservados. All rights
reserved. Ilustración de la portada: fotomontaje del
autor.
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