jueves, 27 de abril de 2017

Sirenas (capítulo 4 de 9)

Las sirenas atraen con su canto y sus voluptuosas promesas a los marineros que surcan los siete mares, abocándolos a un fatal destino.
Pero no todos los mares son iguales, ni las sirenas aparecen siempre donde cuentan las viejas historias.
El grupo de soldados al mando del teniente Herrero, envueltos en una guerra que no es la suya, acabarán por descubrirlo.


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Cuarto capítulo de esta noveleta de terror bélico.

Capítulos anteriores:

 



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Capítulo 4


En el desierto, los días eran tórridos y sofocantes, con el sol cayendo a plomo sobre el mundo y la arena incrustándose en el fondo de la garganta. Pero las noches eran hermosas y frescas, bellas y mágicas como salidas de un cuento de Las Mil y Una Noches.
Poco después del anochecer, el convoy se detuvo en medio de una zona elevada donde las dunas eran de una altitud algo menor, con pendientes suaves. Bajo un manto de miles de estrellas, y alumbrados por una luna en cuarto creciente, los hombres encendieron un pequeño fuego sobre la arena con trozos de carbón vegetal para barbacoas. Las danzarinas llamas sirvieron para calentar las latas de judías pintas con tocino de las raciones de campaña del ejército. Los hombres las engulleron con ansia, cada uno utilizaba su propia cuchara, una de las pocas posesiones personales que llevaban encima.
Tras las órdenes del teniente Herrero, varios de los soldados de la sección montaron guardia alrededor del campamento, tendidos sobre las crestas de las dunas y provistos de gafas de visión nocturna. Sobre las torretas de los BMR, tres hombres vigilaban con las ametralladoras dispuestas.
—No habrá más sorpresas esa noche —se dijo el brigada Ramírez.
El teniente decidió que se podían arriesgar a montar las tiendas, lo que permitiría un mejor cuidado del herido González por parte del sargento enfermero y, al propio teniente, disfrutar de unas horas de sueño en posición horizontal, en vez de recostado sobre los incómodos asientos del blindado.
—¿Cómo va eso, González? ¿Te duele la pierna? —preguntó el sargento Carrasco mientras empezaba a cambiar el vendaje de la herida de González.
—Me duele una pasada, mi sargento. ¿No podrías darme algo de morfina? —replicó el veterano soldado con una sonrisa estúpida en el semblante.
—La morfina es sólo para casos de extrema necesidad, por si tengo que sacarte las tripas y hacer un nudo marinero con ellas. Además, si la pierna te duele, eso es bueno. Quiere decir que todavía no se te ha podrido.
—Eres un grandísimo hijo de puta, mi sargento. ¿Lo sabías?
—¡Vigila tu lengua, soldado! —replicó Carrasco con una risotada—. Por insultar a un superior te pueden caer varios meses en el castillo. Te aconsejo que me guardes el debido respeto, si quieres que te conserve la pierna.
—Vete a la mierda, mi sarg… ¡Aaaaargh! ¡Hostia puta! Eso ha dolido.
—No seas nenaza, González. ¡Aguanta coño!
Con diligencia y rapidez, Carrasco cambió el vendaje de la pierna. A pesar de sus comentarios, le administró a González una buena dosis de analgésicos. No le gustó el aspecto de la herida, aun así, se guardó de hacerle ningún comentario al veterano. Pero una cosa tenía clara, si no llegaban pronto al campamento base, González volvería a casa con una pierna menos.
El sargento sanitario estaba acabando de vendar la herida cuando desde el exterior de la tienda se escuchó el característico sonido de lijas frotándose, como si algo se deslizase sobre la arena.
—¿Has oído, sargento? —dijo González—. Ahí fuera hay alguien.
—Será el Murciano, haciendo la guardia.
—¿Estás seguro?
—Estate calladito —replicó Carrasco llevándose el índice a los labios.
El sargento sacó la pistola reglamentaria de su funda y levantó el pestillo del seguro con el pulgar. Con cautela, se acercó a la entrada de la tienda y se asomó, apenas unos centímetros, por la abertura. La pistola lista en la mano. El dedo curvado sobre el gatillo.
Entonces lo oyeron. El sonido. La música. Una cascada de notas imposibles y extrañas, pero a la vez tremendamente familiares y conocidas. Un sonido que los dos hombres no habían escuchado nunca, pero que reconocieron como salido de la noche de los tiempos. Era una canción, una cascada de melodías cristalinas, en la que adivinaban un impulso atávico, una avidez ancestral y única. Un deseo sofocante.
—¿Qué es eso, mi sargento? —preguntó González desde su camastro de campaña con la voz atenazada por la angustia—. ¿Quién está ahí afuera? ¿Quién canta?
Carrasco bajó la mano que sostenía el arma y se quedó en la entrada de la tienda, quieto e inmóvil como una estatua de sal.
—¡Sargento! —suplicó González revolviéndose en su lecho. La ansiedad se retorcía en su garganta como un gusano en el fango.
El sargento sanitario Carrasco volvió la cabeza para mirar por última vez al soldado González. Su cara era una máscara inexpresiva que no reflejaba emoción alguna. Los ojos estaban abiertos al máximo, sin parpadear; las pupilas dilatadas hasta casi cubrir el iris por completo. Un hilillo de baba salía de su boca entreabierta y corría por su mentón.
La pistola de Carrasco cayó sobre la arena con un ruido blando.
Salió de la tienda.


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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2017.
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 0811091272760, con fecha de 9 de noviembre de 2008.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.



jueves, 20 de abril de 2017

Sirenas (capítulo 3 de 9)

Las sirenas atraen con su canto y sus voluptuosas promesas a los marineros que surcan los siete mares, abocándolos a un fatal destino.
Pero no todos los mares son iguales, ni las sirenas aparecen siempre donde cuentan las viejas historias.
El grupo de soldados al mando del teniente Herrero, envueltos en una guerra que no es la suya, acabarán por descubrirlo.


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Tercer capítulo de esta noveleta de terror bélico.


Aquí puedes leer el primer capítulo.

Aquí puedes leer el segundo capítulo
 





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Capítulo 3

El teniente Herrero contempló con incrédula consternación los resultados de la búsqueda que el brigada sostenía delante de él. Tras unos segundos de duda, dirigió su mirada hacia Carrasco, el sanitario.

—Sargento, hágase cargo de los restos.
—¡A la orden, mi teniente! —respondió el sargento, tras abrir los ojos como platos y superar unos instantes de vacilación.
—Todo el mundo a los vehículos —ladró el teniente—. Nos vamos de aquí pero ya.
—¿Qué ocurre con Ortega y Peláez, mi teniente? —se aventuró a preguntar Castillo.
—Ortega y Peláez son dos valientes que han dado su vida por el éxito de la misión y han caído en acto de servicio. Pero ya poco podemos hacer por esos desdichados. Lo que sí podemos hacer es evitar que acabemos como ellos.
—Pero, mi teniente…
—He dicho que a los vehículos y en marcha. ¿O está cuestionando mis órdenes, cabo primero?
—No…, no, mi teniente. ¡A la orden, mi teniente!
Los motores diésel rugieron en el aire del desierto. Un jeep todoterreno, con un remolque adosado para el transporte de pertrechos y municiones, seguido por tres BMR, se internaron entre las dunas. La velocidad, quizás un tanto excesiva, hacía que los vehículos saltaran en el aire al alcanzar las crestas de las dunas, para caer con lentitud sobre la ladera del otro lado y provocar una pequeña avalancha de granos de sílice y cuarzo. BMR es el acrónimo de Blindado Medio sobre Ruedas, un vehículo ligero de combate con seis enormes ruedas, tres a cada lado, utilizado por el ejército de tierra en multitud de misiones por todo el globo. Cada BMR tenía capacidad para transportar hasta diez personas, incluyendo a sus dos tripulantes, portaban morteros, de 81 y 120 milímetros y una ametralladora M-2 de 70 mm en el techo, accionada a través de una pequeña escotilla. Los BMR de la sección del teniente Herrero tenían además placas adicionales de blindaje y un sistema de defensa bacteriológica y química.
Conforme la mañana se adentraba en la tarde, la tormenta de arena fue perdiendo intensidad hasta que se disipó por completo. El aire del desierto volvió a ser tan intangible y cristalino como el suspiro de un hada. La tormenta se desvaneció como un mal sueño. El mar de dunas se extendía más allá del horizonte. Un espejismo de verdes oasis y voluptuosas huríes parecía amenazar detrás de cada montículo.
A eso del mediodía, el teniente Herrero, en el jeep de cabeza, decidió hacer una parada de descanso. A su señal, todos los vehículos se detuvieron al unísono. Con disciplinada eficacia, producto de largas horas de entrenamiento, la mitad de los hombres de cada BMR se bajaron y dispusieron un círculo defensivo alrededor del convoy. Las culatas de los fusiles pegadas a las mejillas. Los dedos engarfiados en los gatillos.
El brigada Ramírez se bajó del BMR de cola.
—Todo en orden, mi brigada —gritaron cada uno de los soldados desplegados en el círculo defensivo.
—Mantened la guardia —ordenó el suboficial.
Ramírez se aproximó al jeep. El teniente había salido del vehículo y había desplegado el mapa topográfico de la zona sobre el capó.
—¿Ha conseguido situar nuestra posición con el NAVSTAR? —preguntó el oficial.
—No, mi teniente. El receptor no parece funcionar como debiera. Se habrá estropeado a causa de la arena.
—¡Maldita sea! Menos mal que aún nos quedan la brújula y el mapa. Anticuados, pero son todavía más fiables que esas martingalas electrónicas modernas. Calculo que nos encontramos más o menos aquí —dijo el teniente y tocó el mapa con la punta de un índice polvoriento.
—Eso creo yo también, mi teniente. Hemos debido de adentrarnos en esta enorme región de dunas y arena.
—Si avanzamos más o menos en línea recta hacia el suroeste, deberíamos alcanzar el campamento base en menos de 48 horas.
—Pero entonces tenemos que cruzar buena parte del erg. Quizás fuese mejor que nos saliésemos de la zona de las dunas y la bordeásemos por el sur, mi teniente.
—Eso nos retrasaría mucho, Ramírez. Ya sabe de la importancia de mantener secreta esta misión. Una vez cumplido el objetivo, tenemos que volver a la base lo antes posible. Cuanto más tiempo tardemos, más oportunidades ofrecemos de ser descubiertos.
—¿Qué hay del ataque de anoche, mi teniente?
—Por la misma razón. Si una patrulla iraquí nos anda pisando los talones, lo último que tenemos que hacer es deambular arriba y abajo por este jodido desierto. Eso sólo les proporcionaría mejores oportunidades para atraparnos.
—¿Usted cree que fue una patrulla iraquí, mi teniente?
—¿Qué otra cosa podría ser, Ramírez? —respondió Herrero con excesiva brusquedad.
—No lo sé, mi teniente. No lo sé. Pero algo me dice que no deberíamos adentrarnos en esas dunas.
—Vamos, vamos, Ramírez. No me sea pusilánime, hombre. Es usted un veterano demasiado curtido para dejarse influir por premoniciones de vieja —replicó el oficial con una media sonrisa torcida—. Ordene a los hombres que vuelvan a los vehículos y en marcha. Hoy no se come hasta que nos detengamos al anochecer.



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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2017.
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 0811091272760, con fecha de 9 de noviembre de 2008.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.