Las
sirenas atraen con su canto y sus voluptuosas promesas a los marineros
que surcan los siete mares, abocándolos a un fatal destino.
Pero no todos los mares son iguales, ni las sirenas aparecen siempre donde cuentan las viejas historias.
El grupo de soldados al mando del teniente Herrero, envueltos en una guerra que no es la suya, acabarán por descubrirlo.
Cuarto capítulo de esta noveleta de terror bélico.
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Capítulo 4
En el desierto, los días eran tórridos y sofocantes,
con el sol cayendo a plomo sobre el mundo y la arena incrustándose en el fondo
de la garganta. Pero las noches eran hermosas y frescas, bellas y mágicas como
salidas de un cuento de Las Mil y Una
Noches.
Poco después del anochecer, el convoy se detuvo en
medio de una zona elevada donde las dunas eran de una altitud algo menor, con
pendientes suaves. Bajo un manto de miles de estrellas, y alumbrados por una
luna en cuarto creciente, los hombres encendieron un pequeño fuego sobre la
arena con trozos de carbón vegetal para barbacoas. Las danzarinas llamas
sirvieron para calentar las latas de judías pintas con tocino de las raciones
de campaña del ejército. Los hombres las engulleron con ansia, cada uno
utilizaba su propia cuchara, una de las pocas posesiones personales que
llevaban encima.
Tras las órdenes del teniente Herrero, varios de los
soldados de la sección montaron guardia alrededor del campamento, tendidos
sobre las crestas de las dunas y provistos de gafas de visión nocturna. Sobre
las torretas de los BMR, tres hombres vigilaban con las ametralladoras
dispuestas.
—No habrá más sorpresas esa noche —se dijo el brigada
Ramírez.
El teniente decidió que se podían arriesgar a montar las
tiendas, lo que permitiría un mejor cuidado del herido González por parte del
sargento enfermero y, al propio teniente, disfrutar de unas horas de sueño en
posición horizontal, en vez de recostado sobre los incómodos asientos del
blindado.
—¿Cómo va eso, González? ¿Te duele la pierna? —preguntó
el sargento Carrasco mientras empezaba a cambiar el vendaje de la herida de González.
—Me duele una pasada, mi sargento. ¿No podrías darme
algo de morfina? —replicó el veterano soldado con una sonrisa estúpida en el
semblante.
—La morfina es sólo para casos de extrema necesidad,
por si tengo que sacarte las tripas y hacer un nudo marinero con ellas. Además,
si la pierna te duele, eso es bueno. Quiere decir que todavía no se te ha
podrido.
—Eres un grandísimo hijo de puta, mi sargento. ¿Lo
sabías?
—¡Vigila tu lengua, soldado! —replicó Carrasco con una
risotada—. Por insultar a un superior te pueden caer varios meses en el
castillo. Te aconsejo que me guardes el debido respeto, si quieres que te
conserve la pierna.
—Vete a la mierda, mi sarg… ¡Aaaaargh! ¡Hostia puta!
Eso ha dolido.
—No seas nenaza, González. ¡Aguanta coño!
Con diligencia y rapidez, Carrasco cambió el vendaje
de la pierna. A pesar de sus comentarios, le administró a González una buena
dosis de analgésicos. No le gustó el aspecto de la herida, aun así, se guardó
de hacerle ningún comentario al veterano. Pero una cosa tenía clara, si no
llegaban pronto al campamento base, González volvería a casa con una pierna
menos.
El sargento sanitario estaba acabando de vendar la
herida cuando desde el exterior de la tienda se escuchó el característico
sonido de lijas frotándose, como si algo se deslizase sobre la arena.
—¿Has oído, sargento? —dijo González—. Ahí fuera hay
alguien.
—Será el Murciano, haciendo la guardia.
—¿Estás seguro?
—Estate calladito —replicó Carrasco llevándose el
índice a los labios.
El sargento sacó la pistola reglamentaria de su funda
y levantó el pestillo del seguro con el pulgar. Con cautela, se acercó a la
entrada de la tienda y se asomó, apenas unos centímetros, por la abertura. La
pistola lista en la mano. El dedo curvado sobre el gatillo.
Entonces lo oyeron. El sonido. La música. Una cascada
de notas imposibles y extrañas, pero a la vez tremendamente familiares y
conocidas. Un sonido que los dos hombres no habían escuchado nunca, pero que
reconocieron como salido de la noche de los tiempos. Era una canción, una
cascada de melodías cristalinas, en la que adivinaban un impulso atávico, una
avidez ancestral y única. Un deseo sofocante.
—¿Qué es eso, mi sargento? —preguntó González desde su
camastro de campaña con la voz atenazada por la angustia—. ¿Quién está ahí afuera?
¿Quién canta?
Carrasco bajó la mano que sostenía el arma y se quedó
en la entrada de la tienda, quieto e inmóvil como una estatua de sal.
—¡Sargento! —suplicó González revolviéndose en su
lecho. La ansiedad se retorcía en su garganta como un gusano en el fango.
El sargento sanitario Carrasco volvió la cabeza para
mirar por última vez al soldado González. Su cara era una máscara inexpresiva
que no reflejaba emoción alguna. Los ojos estaban abiertos al máximo, sin
parpadear; las pupilas dilatadas hasta casi cubrir el iris por completo. Un
hilillo de baba salía de su boca entreabierta y corría por su mentón.
La pistola de Carrasco cayó sobre la arena con un
ruido blando.
Salió de la tienda.
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2017.
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