Las sirenas atraen con su canto y sus
voluptuosas promesas a los marineros que surcan los siete mares, abocándolos a
un fatal destino.
Pero no todos los mares son iguales, ni las
sirenas aparecen siempre donde cuentan las viejas historias.
El grupo de soldados al mando del teniente
Herrero, envueltos en una guerra que no es la suya, acabarán por descubrirlo.
Presentamos el segundo capítulo de esta
noveleta ambientada en el subgénero del terror bélico.
Aquí
puedes leer el primer capítulo.
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Capítulo 2
A la mañana siguiente, el sol era una antorcha
mortecina en un cielo de color café con leche. La tormenta había disminuido en
intensidad, pero la visibilidad apenas llegaba aún a los doscientos metros. La
arena estaba por todas partes, entre la ropa, dentro de las pesadas botas, en
el suelo del interior de los vehículos.
Tras un rápido y frío desayuno, el teniente Herrero
mandó a uno de los tres pelotones de la sección, al mando del brigada Ramírez,
en busca de los desaparecidos alrededor de la zona del campamento, mientras el
resto se quedaba aguardando junto a los vehículos blindados.
No encontraron a nadie, ni amigo ni enemigo.
Los hombres andaban en silencio por entre las dunas,
con los CETME, los fusiles de asalto oficial del ejército, prestos a disparar
en cualquier momento, los ojos entrecerrados tras las gafas protectoras trataban
de escudriñar el denso aire en busca de una invisible amenaza, con la tensión y
el cansancio reflejados en sus rostros.
Tras varias horas de infructuosa búsqueda, volvían al
campamento cuando una voz se alzó sobre la cresta de una duna.
—¡Aquí! ¡Aquí!
El brigada Ramírez y el resto del pelotón se acercaron
a la carrera.
—¿Qué pasa, Cardoza? ¿Has visto algo? —preguntó el suboficial.
—¡He encontrado algo, mi brigada! ¡Mire! —respondió el
soldado y señaló al suelo.
Ramírez se agachó y extrajo algo semienterrado en la
arena. Era la chaqueta del uniforme de un soldado de la infantería española.
Una de las mangas estaba casi del todo desgarrada, hecha jirones. El cuello y
la pechera estaban manchados de oscuras manchas rojizas, del color de los
antiguos ladrillos de adobe. Sobre el bolsillo frontal izquierdo aparecía cosida
la etiqueta con el nombre de su dueño.
—Esa es la chaqueta de Ortega, mi brigada —dijo uno de
los soldados con la voz preñada de espanto.
—Ya me he dado cuenta —replicó Ramírez con hosquedad.
En ese momento, algo cayó a la arena de entre los
pliegues de la prenda.
Ramírez se agachó, lo recogió y se incorporó
sosteniéndolo entre el índice y el pulgar.
—¡Hostia puta! ¿Qué coño es eso, mi brigada? —gritó
uno de los hombres.
—¡Es un dedo! Es un jodido dedo cortado; el puto dedo
cortado de Ortega —replicó otro de los soldados al borde de la histeria.
El brigada Ramírez contempló con incredulidad el
seccionado miembro. Era sin duda alguna un dedo humano. En uno de sus extremos
se podría apreciar una pequeña astilla de hueso blanco que sobresalía entre el
rosado tejido. La carne alrededor del hueso aparecía desgarrada, como roída por
algún animal.
—Esos cabrones de iraquíes debieron de cazar anoche a
Ortega y a Peláez. Debieron degollarlos en la oscuridad, por eso no oímos
ningún disparo y por eso la chaqueta está manchada de sangre —dijo un joven
soldado con un claro tono de histeria en la voz.
—¿Por qué le cortaron un dedo? —preguntó el cabo
primero Castillo, que parecía mantener algo más de serenidad que sus compañeros.
—Eso es que después de matarlos los descuartizaron.
Esos jodidos moros son peores que animales —respondió Cardoza masticando las
palabras.
Ramírez dobló la chaqueta y envolvió con ella el
seccionado dedo. Miró a sus hombres con un brillo de furia en las pupilas.
—¡Callaos de una puta vez, coño! Dejad de decir
gilipolleces —casi gritó.
—Seguro que están por aquí, mi brigada. Puede que
incluso nos estén vigilando en este momento. Esos hijos de puta saben bien como
camuflarse en el desierto —replicó Cardoza casi en un susurro.
Antonio Torres, uno de los soldados más bisoños de la
sección, se alejó unos pasos hasta llegar a la cima de la duna. Apuntó con su
CETME hacia el turbio aire circundante y apretó el gatillo. El familiar
tableteo del arma interrumpió por unos segundos el constante jadear del viento.
—¿Dónde estáis, hijos de puta? —gritó al vacío—. ¡Venid
aquí si tenéis cojones, moros de mierda!
En apenas un par de trancadas, el brigada se colocó
junto a Torres. Con el canto de la mano golpeó al enajenado soldado en la nuca.
El hombre cayó rodando ladera abajo.
Ramírez se acercó al soldado, que permaneció tendido
en la arena, como un galápago panza arriba con la cara alelada. Lo agarró por
las solapas y casi lo levantó en vilo. Las caras de ambos hombres quedaron a
unos pocos centímetros de distancia.
—Si vuelves a hacer una tontería como esta te meto un
consejo de guerra que vas a pasar el resto de tus días en un calabozo. ¿Te
enteras? —dijo el brigada apretando los dientes. Diminutas gotas de saliva
cayeron sobre el consternado rostro de Torres.
—Sí…, sí, mi brigada.
Ramírez soltó al soldado, que se alejó a gatas en
busca de su fusil. En ese momento, sonó la voz del teniente Herrero a través
del walkie-talkie del brigada.
—¿Ramírez? ¿Qué demonios está pasando ahí? ¡Responda,
Ramírez!
—Aquí Ramírez, mi teniente —dijo el suboficial tras
apretar el botoncito rojo del aparato.
—¿Qué han sido esos disparos?
—Ha sido una falsa alarma, mi teniente. Volvemos de
inmediato al campamento. Corto y cierro.
El brigada miró a su alrededor. Torres parecía
recuperado, al menos en parte, y se limpiaba los mocos con el dorso de la mano.
Los hombres oteaban sin cesar el desdibujado paisaje del erg, el interminable
mar de dunas. Las armas se movían nerviosas en todas direcciones, listas para
ser usadas al menor indicio de amenaza.
—¿Qué hacemos, mi brigada? —preguntó el cabo primero.
—De vuelta al campamento. ¡Y cagando leches!
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© Juan
Nadie, Planeta Tierra, 2017.
Obra
inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative
(www.safecreative.org) con el número 0811091272760, con
fecha de 9 de noviembre de 2008.
Todos
los derechos reservados. All rights
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Ilustración
de la portada: fotomontaje del autor.
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