¿Quieres ayudar a tu país en la lucha contra la pandemia?
La SECOP (Secretaría de Estado para el Control de Plagas) te necesita.
Para ser contratado por la
SECOP no necesitar sacar unas oposiciones, pero tendrás que someterte a un intenso y
especializado entrenamiento.
Aquí puedes hacerte una idea
de en qué consiste ese entrenamiento que te convertirá en un experto en la
defensa anti-zombis.
Lección 1
Lección 2
Lección 3
Lección 4
Lección 5
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Entrenamiento
Zombi
Lección 6
El penúltimo día
de su entrenamiento en el centro de la SECOP en Tres Cantos, Antonio pasó uno
de los peores momentos de su vida.
El instructor,
Federico López de Aguirre, llevó a toda la clase a través del amplio y
desangelado patio en el que dos días antes estuvieron realizando las prácticas
de tiro con las Heckler & Koch USP Compact.
Federico los
colocó en fila al fondo del patio. Entregó la pistola y un cargador a cada uno
de los alumnos. Les pidió que insertasen el cargador, amartillasen el arma y
colocasen el seguro.
—Hoy es su
penúltimo día de entrenamiento en el centro de Investigación y Formación de
Tres Cantos —dijo el instructor con su voz tonante tras el inmóvil mostacho,
las manos cruzadas en la espalda, el mentón erguido y desafiante—. Mañana se
les realizará un chequeo médico. A partir de entonces, serán plenos
funcionarios de la Secretaría de Estado para el Control de Plagas. Después
serán enviados a los destinos que sus superiores consideren convenientes.
Aunque tengo entendido que algunos de ustedes ya han solicitado dicho destino.
¿No es así, señorita Peláez y señor Galán?
Los compañeros
miraron a Antonio y Elena con sorpresa y algo de curiosidad. Antonio miró a la
pequeña y pecosa Elena con las cejas enarcadas de puro asombro. ¿Elena también?
No lo podía creer.
—Ustedes han
solicitado un destino al sur del paralelo 38º. ¿Estoy en lo cierto? —preguntó
Federico.
—Así es —asintió
Antonio.
—Sí…, sí, don
Federico —replicó Elena en voz baja.
Un murmullo de
asombro mezclado con expresiones de espanto recorrió al resto de los miembros
de la clase.
—Las razones que
tengas ustedes para tal cosa, suyas son —dijo el instructor—. Pero ahora son
funcionarios de la SECOP. Ustedes no son militares, ni personal de seguridad.
Pero trabajan para un ministerio como nunca ha existido antes otro. Hoy
recibirán la última lección de este periodo de entrenamiento. Se podría decir
que, hoy, recibirán su baño de fuego —una sonrisa extraña se intuyó tras el
mostacho.
Los rostros de la
fila se llenaron de inquietud.
—Usted será el
primero, señor Galán —ordenó Federico López de Aguirre—. Acompáñeme, por favor.
El resto esperen aquí. Vendré a por ustedes cuando les llegue el turno.
Antonio acompañó
al instructor a través de una puerta al fondo del patio que hasta ahora había
estado siempre cerrada. Federico la abrió con una llave que sacó del bolsillo y
ambos hombres entraron en una sección del centro de entrenamiento en la que
ninguno de los alumnos había estado antes.
Cuando llegaron
por primera vez al centro de Tres Cantos, Antonio pudo ver en la entrada de las
instalaciones el logotipo del CSIC, el Consejo Superior de Investigaciones
Científicas, y las siglas de la SECOP. La Secretaría dependía del Ministerio
del Interior, mientras el CSIC dependía de la Secretaría de Estado de
Investigación, Desarrollo e Innovación, dentro del Ministerio de Economía y
Competitividad. La crisis zombi ha ocasionado extrañas alianzas ministeriales,
pensó Antonio. El Instructor les explicó que las instalaciones de Tres Cantos
eran un centro de adiestramiento y de investigación.
—¿Qué tipo de
investigaciones realizan aquí, don Federico? —preguntó Guillermo Lluch con su
habitual aire de enteradillo.
—¿Es usted un
científico, señor Lluch? —replicó Federico López de Aguirre.
—No.
—Pues entonces ya
sabe todo lo que tiene que saber sobre las investigaciones de este centro.
Durante diez
días, vivieron, comieron y durmieron sin salir de las instalaciones. Apenas si
se trataban con el resto del personal del centro, pues la mayor parte del
tiempo estaban ocupados con las interminables lecciones que les proporcionaba
el ex guardia civil. Comían en un amplio comedor, que casi siempre estaba
vacío, donde tenían que coger una bandeja y servirse ellos mismos la comida.
Dormían en pequeños catres de estilo militar en un barracón con el forjado del
techo a la vista. Los camastros de las tres chicas del grupo estaban separados
por una improvisada cortina, hecha con sábanas colgando de una cuerda, para
darles una cierta ilusión de intimidad. Las duchas estaban separadas por sexos,
pero se convirtió en algo común cruzarse por el pasillo con compañeros o
compañeras de pelo húmedo y desnudez cubierta únicamente por una toalla. Eso
creó un cierto ambiente cachazudo y bromista, de camaradería y buen rollito
entre los miembros de la clase. Una especie de mezcla entre colegio mayor y
servicio militar improvisado. Antonio no había hecho la mili, aunque imaginó
que debía ser algo así, aunque sin chicas y sin las constantes bromas picantes
que al final no conducían a nada.
Era una vida
encerrada y controlada. Casi espartana. Apenas tenían tiempo libre para ver la
tele, leer un libro o simplemente charlar un rato en la cantina junto a un
café. Pues además de las clases eran incontables los documentos y dosieres que
tenían que estudiar, comentar y resumir. Incluido La balsa de piedra, de José Saramago que, por alguna razón nunca
demasiado bien explicada, se había convertido en el libro de cabecera del
Ministerio Zombi.
Los alumnos se
quejaron desde el primer minuto por las condiciones tan estrictas y, según
ellos, tan duras de su entrenamiento. Pero nunca hubo ninguna protesta formal.
A fin de cuentas, eran sólo diez días. No es que los hubiesen mandado a una
misión de paz en Afganistán o encerrado en una plataforma petrolífera en el mar
del Norte durante medio año. Y teniendo en cuenta donde pensaba ir tras el
entrenamiento, Antonio pensó que no vendría mal acostumbrarse un poco a
condiciones de vida no tan cómodas como a las que estaba acostumbrado.
La puerta que
Federico López de Aguirre abrió con la llave daba a otro patio. Este era más
pequeño, pero los muros, de cemento sin pintar, eran más altos y estaban
coronados por una tupida malla de alambre de espino curvada hacia dentro.
El patio estaba
dividió en dos por una verja metálica de gruesos barrotes de acero con manchas
de orín. No se observaba apertura alguna en la verja. Al otro lado de la misma,
se podía ver un gran portón metálico.
Federico colocó a
Antonio a poco menos de dos metros de la verja, mirando hacia el portón.
—Quédese aquí un
momento y espere —ordenó el instructor.
Después
retrocedió tres o cuatro pasos alejándose de su alumno.
Antonio no tenía
ni idea de que iba todo aquello, pero una cosa tenía claro. No le gustaba en
absoluto. Esperó con un pellizco de angustia en la boca del estómago.
El instructor
habló a sovoz mientras se presionaba el pinganillo que tenía en su oreja
derecha.
Se oyó el zumbido
de un motor eléctrico y el portón metálico al otro lado de la verja corrió con
esfuerzo y un quejido metálico sobre sus raíles oxidados. Tras él se abrió un
hueco enorme y oscuro.
El zombi salió
por la abertura y se dirigió a toda carrera hacia Antonio.
El monstruo chocó
con tanta fuerza contra la veja, que los barrotes de acero, casi tan gruesos
como la muñeca de un hombre, temblaron y por un momento pareció que iban a
venirse abajo.
El tremendo golpe
no pareció afectar en lo más mínimo al zombi, que con una furia ciega se
aplastaba contra la verja y alargaba los brazos a través de los barrotes,
tratando de alcanzar su presa. La punta de los dedos de la criatura quedaba a
menos de un metro del rostro de Antonio, blanco como la cera y descompuesto por
el espanto.
Durante unos
segundos, que luego recordó como si hubiesen sido siglos, Antonio permaneció
quieto, mudo y paralizado. Su mente y su cuerpo trataban de comprender el
horror que tenía ante sus ojos. Un hilillo de voz, como el quejido de una cría
de rata al morir, se escapó de su garganta.
Antonio había
visto a los zombis en el telediario, en los vídeos subidos a internet, incluso
en ediciones piratas de las escenas más truculentas y sangrientas que se
vendían en el top manta. Eso sin contar la especial selección de grabaciones
que Federico les había hecho contemplar como parte de su entrenamiento.
Pero nada era
comparable a ver un zombi real ante uno.
¡Nada!
El pálido y
aterrorizado alumno comprendió por qué su instructor les había dado a tomar esa
mañana una nueva dosis de las píldoras ATEPT.
El patio estaba
en silencio. Los únicos sonidos era el incesante golpetear del zombi contra los
barrotes y el martillear desbocado del corazón de Antonio.
Se obligó a sí
mismo a mirar aquella atrocidad cara a cara.
Una gruesa
argolla de hierro le rodeaba el cuello. De la argolla partía una cadena de
fuertes eslabones que se perdía en la oscuridad tras el portón, pero era lo
suficientemente larga para no entorpecer la carrera ni los movimientos del
zombi.
El zombi era una
mujer. O, mejor dicho, lo había sido. Las ropas estaban sucias y rotas, pero
aún se podía apreciar que eran de buena calidad y a la moda. Bajo esas ropas
todavía se dibujaba una figura de curvas atractivas, con cintura estrecha,
caderas redondeadas y firmes muslos. Tenía el pelo oscuro y largo, y durante la
frenética carrera ondeó tras ella como una bandera al viento. Pero el rostro.
¡Dios, el rostro! Su rostro casi había desaparecido por completo. Los ojos
seguían ahí, muertos e inmóviles, con las pupilas dilatadas, cubiertos de un
velo blanquecino. Pero bajo ellos no había cara, sólo había hueso, mandíbula,
tendones, dientes encajados en encías de color oscuro, un agujero negro donde
debía estar la nariz. Un fluido oscuro y viscoso le goteaba entre los dientes y
se escurría por su barbilla, o por lo que quedaba de ella.
Una mujer hermosa
y bella, probablemente joven, convertida en aquella monstruosidad.
Antonio sintió
como sus esfínteres se aflojaban y tuvo que realizar un esfuerzo sobrehumano
para mantenerlos cerrados.
Entonces le llegó
el olor. No era demasiado intenso, ni sofocante. Pero estaba allí. Innegable.
Un olor a desechos podridos, a ropa sucia, a cuarto cerrado durante demasiado
tiempo. Olor de muerte y decadencia. Un mazazo de nausea le subió desde las
tripas y lo obligó a inclinarse mientras se sujetaba el estómago con una mano.
Cerró las mandíbulas y tragó con fuerza para no vomitar.
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Fragmentos
de la novela IBERIAN PARK, la respuesta zombi a la crisis, en concreto
los correspondientes los capítulos Palco.1, Palco.2 y Palco.4.
En
estos extractos podrás conocer el entrenamiento estándar al que son sometidos
los funcionarios del Ministerio Zombi.
Una
novela única que te permitirá contemplar la Matrix a la que estás enchufado sin
remedio (el sistema monetario) desde una perspectiva diferente.
Y sí,
como en toda buena novela de zombis, encontrarás tripas y sesos desparramados a
mansalva. Y muchas otras cosas más que no te imaginas.
Pincha en la portada de la novela si
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