jueves, 28 de junio de 2018

Diamante sin mácula (relato sicalíptico de RR)


La serendipia, la sicalipsis y el albur se confabularon una noche para darle a Adelaida un fulgurante canto del cisne en su segunda adolescencia.

Pero los afanes sin mente del azar y la contingencia (únicos dioses verdaderos) a veces se amalgaman para dar lugar a un ente con forma de duendecillo abstruso y cabroncete.

A pesar de la fatalidad, la aventura de Adelaida no tardó en convertirse en leyenda.

Por las noches, en los vertederos de amor que son las barras de los bares, aún se pueden escuchar los ecos de esa leyenda.

https://drive.google.com/drive/u/0/folders/1uOsWuFcJAAG3PRUYFS3Cjerz8ZJAh3X5

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DIAMANTE SIN MÁCULA

Cuenta la leyenda que, una noche de parranda, Adelaida Bermudíñez ligó.
Adelaida, funcionaria desde su juventud, soltera y sin compromiso, acostumbraba a salir con su panda de amigas de toda la vida. Eran un grupo de mujeres afianzadas económicamente, aunque sin nadar en la abundancia, atadas a costumbres ancestrales que ellas mismas habían ido desarrollando a lo largo de las décadas. Todas estaban ya bien entradas en su segunda adolescencia. Pertenecían a ese colectivo de mujeres que el consciente colectivo de nuestra sociedad actual llama, con cierto aire de desprecio y una pizca de burla, maduritas. Algunas lenguas un tanto viperinas podían llamarlas cuarentonas, no sin un cierto sonsonete de descrédito. A pesar de las posibles opiniones externas a ellas, las componentes de la panda llevaban ya al menos un par de lustros repitiéndose unas a otras que todavía estaban de muy buen ver.
Solían reunirse cada tercer viernes de mes para celebrar esa prolongada amistad femenina mezcla de Sex & the city y Mujeres al borde de un ataque de nervios. Celebración que, en un deje de no-originalidad de clase media, se llevaba a cabo mediante una buena cena en un restaurante no demasiado caro en la zona del centro de la ciudad, o en sus proximidades.
Eran unas veladas amenas, llenas de agradable conversación y de esa chispa de euforia que producía una copa (puede que dos, pero no más) de un vino de gama medianeja. Cenas que trascurrían entre risitas poco disimuladas, chascarrillos, chistes con mucha sal gorda, puñaladas traperas a conocidos (y sobre todo conocidas) comunes que no se hallaban presentes a la mesa, y comentarios sobre lo bueno que estaba (o que no estaba) el camarero de turno. Eran cenáculos exclusivamente femeninos, como ellas proclamaban sin descanso a los cuatro vientos, sobre todo entre ellas. Quedadas sólo para chicas, decían sus bocas. Aunque sus gestos y sus miradas dijesen algo muy distinto. Tampoco es que tuviesen muchas opciones. Chicos disponibles, interesantes e interesados solía haber pocos. Al menos según los mínimos estándares que ellas mismas habían fijado.
Tras la cena marchaban caminando, que no era cuestión de elevar el gasto de la velada en taxis o tiques de aparcamiento, a uno o dos de los pubs próximos al restaurante, donde tomaban algún cóctel no demasiado cargado para facilitar la digestión y la perseveración de la charla.
Fue en uno de esos pubs, uno de esos terceros viernes de mes, donde Adelaida Bermudíñez ligó.
Mientras las amigas se quedaron parloteando y riendo sentadas en una mesa alta rodeada de taburetes, Adelaida se acercó a la barra para pedir su acostumbrado gin-tonic. Levantó la mano para llamar la atención de la camarera, una chica con pírsines en nariz, lengua y orejas, de envidiable juventud y firmeza mamaria, pero de risible estabilidad laboral, según los desordenados pensamientos que cruzaron como estrellas fugaces la mente de Adelaida en esos momentos.
 El gesto de la mano de Adelaida fue imitado de forma simultánea y casi exacta por un tipo que se hallaba, coincidencias cósmicas aparte, justo al lado de ella y un poco por detrás, aunque la funcionaria no se había percatado de su presencia. El tipo pidió un bourbon con hielo.
Durante un mágico par de segundos, la confusión reinó en el rostro de la camarera, que no supo decidirse a que cliente atender primero.
La ligera y un tanto forzada comicidad de la situación hizo que Adelaida y el extraño se mirasen y se sonriesen mutuamente durante un instante. Algo, profundo, oscuro y soterrado, trepidó en las habitaciones traseras de la mente de Adelaida, esas de cerradura atascada y bisagras oxidadas que hacía mucho que no se habrían. Algo que no palpitaba de verdad desde su primera adolescencia.
Galante, el tipo indicó a la camarera que atendiese primero a Adelaida quien, encantada, no rechazó el ofrecimiento. Mientras la servían a ella, él esperó paciente y con una sonrisa a que le llegase el turno de recibir la ansiada consumición.
Adelaida aprovechó la ocasión para echarle una mirada más a fondo al tipo. Lo hizo con esa ausencia de disimulo que aparenta ser un disimulo mal disimulado. Una manera de mirar que sólo concede la experiencia de los años.
Era guapo, aunque sin exagerar, con rasgos bastante varoniles, aunque sin llegar al cromañón y muy, muy lejos del palurdo asilvestrado. Tenía buena planta, pero no parecía uno de esos muñecos hipertrofiados de gimnasio ni uno de esos imitadores de galanes gomosos y almibarados de telenovela. Estaba bastante bueno el muy cabrón. Calculó a ojo, otra de esas habilidades que dan las décadas y la práctica, que sería más o menos un metro ochenta y poco y ochenta y tantos kilos de carne de macho de primera. Una buena comilona enfundada en ropa decente, normal y limpia, que no parecía pretender nada y olía sólo ligeramente a perfume masculino.
Para su sorpresa, el hombre no se alejó de la barra tras conseguir su copa, sino que le volvió a sonreír y le dirigió algún comentario banal.
La magia estaba en forma aquella noche.
Una hora y media más tarde, Adelaida seguía disfrutando de la amena charla con el tipo. Una conversación que no pudo dejar de calificar de entretenida, inteligente e interesante. El nombre no era en absoluto vanidoso ni se limitaba a hablar de sí mismo, de su trabajo o de sus aficiones. Al contrario. Sabía escuchar, lo que a Adelaida le supuso una experiencia de lo más placentera. No mencionó en términos peyorativos a ninguna exmujer, exnovia, o pasada relación sentimental. Tan sólo hizo vagas alusiones a parejas pasadas, para mostrarle que en ese momento estaba soltero, pero sin amargura ni resentimiento. No le gustaba el fútbol, ni la caza ni los toros. Ni tampoco le dio la brasa con modelos y marcas de coches o motos. La política, apenas lo suficiente para dejar claro que no era seguidor de ningún partido. Era el príncipe encantado hecho carne, se dijo Adelaida. Además, el cabrón está para follárselo vivo. Este debe ser de los que empotran, pero bien. Claro que para entonces los pensamientos de la funcionaria habían subido varios grados en el nivel de lascivia. Por supuesto, procuró que no se le notase nada de nada, o quizá sólo un poquito, pero poco.
En las difusas horas de la madrugada, las amigas se despidieron de Adelaida entre risitas y miradas de envidia.  Ella las despidió con un vago ademán que era una mezcla de «ya os contaré» y «luego nos vemos», bien embadurnado del orgullo del momento y la satisfacción de notar como los dardos del rencor chispeaban en los ojos de sus comadres. Arrollada por la locura del momento, quizá impulsada por los dos gin-tonics de más que se había trasegado, decidió que la mejor opción era continuar en tan grata compañía. No dejó de sorprenderse a sí misma cuando, no mucho más tarde, invitó al hombre a su casa para la última copa.
Hay días, y hay noches, cuando la locura apetece. Incluso a veces, la locura se pone de tu parte.
Adelaida acertó en sus predicciones. El tipo era un empotrador de calidad nada desdeñable. Casi tan bueno en la cama como en la conversación. Atento y generoso; firme, pero a la vez gentil. El tipo puso verdadero entusiasmo en hacerla disfrutar. Antes de que él se derramase dentro del resbaladizo condón, Adelaida alcanzó tres orgasmos como hacía mucho tiempo que no había disfrutado. Además, su rollito de una noche resultó ser un maestro en el cunnilingus. Apenas insistió en el sexo anal y ella solo tuvo que darle unas cuantas chupaditas en la polla antes de ponerlo boca arriba sobre las ya bien sudadas sábanas y cabalgarlo a fondo para otra sesión de maravillas orgásmicas.
Cuando despertó a la mañana siguiente, satisfecha, pegajosa y feliz, el amante ocasional había abandonado el dormitorio. Sintió una punzada de fastidio y a punto estuvo de dejar asomar la contrición y el desasosiego que intentaban hacerla sentir un poco sucia y un poco usada. A la mierda con los remordimientos, se dijo. Hacía tiempo que no se pegaba una buena follada como la de anoche.
Fue a mear, con cuidado de no pisar los condones que como medusas varadas adornaban el parqué del dormitorio. Se limpió el coño con una toallita higiénica y se encaminó hacia la nevera. Su estómago empezaba a rugir y a demandar sustento.
Para su sorpresa, el príncipe azul no había abandonado el domicilio. Lo encontró en la cocina, desnudo con el delantal puesto, preparándole el desayuno. El olor de los huevo y el café y la visión de ese culito prieto inundaron a Adelaida de dicha y complacencia.
El desayuno, aunque sencillo, fue contundente y le supo a gloria. El polvo de postre sobre la encimera le dejó una marca en la cadera con la que presumió al lunes siguiente delante de las compañeras de trabajo, que se mordieron la lengua de puros celos y mala leche. El príncipe encantador y Adelaida intercambiaron números de móvil y prometieron llamarse.
Contra el pronóstico de sus amigas, él cumplió su palabra.
Sin agobiarla, pero con una insistencia que revelaba una cierta necesidad de ella, la invitó a cenar a un restaurante de lo más chic. Esta vez, el postre se lo comieron en el apartamento de él. Adelaida esperaba alguna sorpresa que le hiciese fruncir el entrecejo. Restos de ropa de otras mujeres, maquillaje y compresas en el armario del baño, juguetes de niños, una habitación de torturas con látigos, esposas y mordazas (esto último casi, casi le hacía ilusión). Pero nada de nada. El pisito estaba limpio, ordenado, aunque sin demostrar obsesión. Resultaba acogedor, tranquilo y no olía a tabaco ni a basura acumulada bajo el fregadero.
Tras la follada, que fue tan buena como la de la primera noche, acordaron volverse a ver.
Así lo hicieron.
Pero la felicidad, como el orgasmo, es una criatura fugaz y efímera.
Adelaida empezó pronto a sentir los picotazos de la aprensión y la sospecha. Era demasiado perfecto para ser verdad. El pequeño demonio de su experiencia vital le decía que en algún lugar tenía que estar el truco, el fallo, la trampa. El defecto maligno que lo tiraría todo por la borda.
Seguro que su nuevo novio tenía algún lado oscuro, vicioso, oculto y sucio. Deudas de juego, esqueletos en el armario, hipoteca sin pagar, desempleo camuflado, adicciones a sustancias estupefacientes diversas, una caterva de hijos y exesposas a los que mantener. En algún lugar tenía que esconderse el gran montón de mierda.
Pero se equivocó de pleno.
Su príncipe azul era un auténtico mirlo blanco. Una joya casi única. Un diamante de muchos quilates que valía su peso en oro. Sin hijos y soltero, aunque no ajeno a las relaciones de pareja, tenía un trabajo estable que no le obligaba a viajar; no le daba a la bebida ni al juego, no tomaba drogas, no tenía patologías diagnosticadas ni antecedentes penales de ningún tipo. Le gustaba el sexo normal y a menudo. Le encantaba tenderse entre las piernas de ella y pasarse allí un rato bien largo comiéndole el coño mientras que alargaba una mano y le pellizcaba los pezones. Era atento, cariñoso y detallista, pero sin caer en el empalago ni en el amor cansino. Mantenía una relación con sus hermanos, padres y sobrinos todo lo sana que las relaciones familiares pueden ser. Y para colmo de virtudes, fumaba en pipa, lo que a Adelaida le parecía la cosa más masculina y sexy del mundo.
A pesar de la insistencia de sus amigas, tuvo que rendirse a la evidencia. Había encontrado un hombre que no era un gilipollas.
En la siguiente cena del tercer viernes de cada mes, Adelaida comunicó de forma oficial la noticia a sus amigas. Tenía pareja estable, así que no podía garantizar que pudiese asistir a estas cenas «sólo de chicas» con la asiduidad que lo había venido haciendo hasta entonces. Otras prioridades podrían reclamarla. Las felicitaciones y enhorabuenas salieron de las bocas de sus amigas. La bilis y las miradas asesinas se escondieron con cierto esfuerzo tras los besos y las sonrisas. Fue la mejor cena de Adelaida en muchos terceros viernes.
Los afanes sin mente del azar, la casualidad, la contingencia, la fatalidad y la serendipia (únicos dioses verdaderos) a veces se amalgaman para dar lugar a un ente con forma de duendecillo abstruso y cabroncete. Dos semanas después de que Adelaida realizase el gran anuncio en la última cena con la panda, el inquilino del quinto piso del bloque en el que ella vivía decidió que ya era tiempo de cambiar de vivienda. Melómano empedernido, aunque diletante, era el orgulloso poseedor de un piano de media cola herencia de su abuelo.
O bien los nudos no fueron realizados con la suficiente pericia, o bien la cuerda estaba demasiado desgastada, o bien el enganche de una de las poleas cedió. Sea como fuese, el piano aterrizó con un estremecedor estrépito al caer desde el quinto piso sobre la acera. Se hizo añicos por completo y sin esperanza alguna de recuperación.
Pero lo peor de todo fue que entre el piano y el pavimento se encontraba el novio de Adelaida, que en ese momento se agachaba en la acera para recoger con una bolsita de plástico las deposiciones del pequinés de su amada. Galante como siempre, el hombre se había ofrecido a sacar al tierno animalito. El perro tampoco sobrevivió.
La amalgama viscosa que se formó entre las piezas del piano y los dos cuerpos, humano y cánido, fue todo un desafío para el equipo forense.
Desde entonces, Adelaida Bermudíñez, sus amigas y toda mujer de semejante escala sociocultural y de similar franja de edad que ha escuchado esta historia salen con desesperación cada tercer viernes de mes a buscar por todos los pubs, bares, discotecas y locales de esparcimiento nocturno del reino. Su lógica es irrefutable y contundente como el rulo de una apisonadora. Si alguna vez existió un mirlo blanco, debe de haber otros en alguna parte.
Cuenta la leyenda que algunas han tenido suerte.




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© Rebeca Rader, junio 2018.
Rebeca Rader es miembro de FESNI (Fantástica Escritura Sicalíptica y Narrativa Impúdica), la asociación internacional de escritores hispanohablantes (e hispanoescribientes) especializados en literatura erótica, lúbrica, satírica, cínica y políticamente incorrecta.
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (safecreative.org) con el número 1806187432998, con fecha de 18 de junio de 2018.
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