El pasado es un espejismo que
se desdibuja cada vez más entre las brumas de la memoria.
El presente es un insecto
efímero, tan intangible y fugaz como la felicidad o el orgasmo.
El futuro es siempre
oscuridad, iluminada de vez en cuando con destellos de intuición.
Ni todo tiempo pasado fue
mejor, ni el futuro nos lleva de forma irremediable al desastre. Ni el devenir
de los siglos ha producido un avance constante de la humanidad, ni el futuro es
un ángel al rescate que resolverá todos nuestros problemas. Aunque algunos
opinen todo lo contrario.
Comparado con nosotros, el
protagonista de este relato vive en un futuro que dista de ser perfecto, aunque
es menos imperfecto de lo que pudiésemos esperar. Se trata más bien de un…
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FUTURO PLUSCUAMPERFECTO
El
estimulador neuronal ultrasónico en la cabecera de mi cama se activa a la hora
programada y mi cerebro pasa de la fase REM a la vigilia de forma casi
inmediata. Me desperezo con desgana para librarme del entumecimiento del sueño
y me revuelvo en la cama hasta quedar boca arriba. Con un cierto esfuerzo
entreabro los ojos y miro al techo. La proyección digital marca las diez de la
mañana. Hora de levantarse e ir al curro, ¡sí señor! Debo de haber estado
soñando algo agradable, pues con sorpresa noto que tengo una erección mañanera.
La saludo con una sonrisa y una agridulce alegría, como cuando se saluda a un
viejo amigo largo tiempo ausente. ¡Hola, ¿qué tal?, hace mucho que no te veía
por aquí! Tras el saludo, mi erección se va. En fin, suspiro con pesadumbre, fue
bonito mientras duró.
Me
incorporo en la cama de colchón de agua y noto el familiar tirón en la espalda.
Me llevo la mano a los riñones y con una mueca de dolor suelto por enésima vez
mi acostumbrada sarta de maldiciones matutinas. Esta jodida espalda me está
matando. Por más pastillas que tomo y más sesiones de terapia a las que asisto,
no hay manera de librarse de esta maldita tortura. Quizás tendría que cambiar
de cama. Comprarme una de esas placas sómnicas antigravedad. Por desgracia no
estoy en condiciones de hacer ningún gasto extra.
Me levanto
con un crujir de vértebras y toco la pequeña placa a los pies de la cama. El
mueble se retrae a su cubículo en la pared y vuelve a salir convertido en una
mesa de perfecta madera de imitación, et
voilà, mi dormitorio se transmuta al instante en un comedor-cocina de lo
más funcional.
Entro en
el cuarto de baño de dos por dos metros y, como manda el ritual, procedo a
soltar una larga y cálida meada que me hace arrugar la boca en una mueca de
satisfacción. Miro hacia abajo y frunzo el entrecejo. La orina tiene un
preocupante color pardusco. En el último chequeo médico de la empresa, el buen
doctor me dijo que mis desdichados riñones estaban empezando a fallar.
Demasiado alcohol, anfetaminas, antiinflamatorios y demás drogas sintéticas en
mi dieta habitual. Me recomendó que al menos una vez al mes me pasara por algún
ambulatorio de barrio para que me realizaran una diálisis. No tendría que pedir
cita, podía pagarlo en cómodos plazos mensuales y el proceso sería
completamente anónimo. Ventajas de la sanidad estatal semisubvencionada. Sólo
tengo que presentarme allí, dar los buenos días y en quince minutos me harán
una limpieza de sangre que le dará a mis estragados riñones un ligero respiro. A
ver si recuerdo el pasarme un día de estos. Pero luego me encojo de hombros
ante el tipo del espejo. Tampoco creo que sea nada grave. Después de todo hay
que reconocer que para tener ya ochenta y tres tacos no me encuentro nada mal,
me digo a mí mismo mientras me palmeo el orondo vientre.
Tras
vestirme con mi traje de un solo uso, fabricado con el mejor papel sintético
reciclable, arrimo mi butaca anatómica a la mesa y procedo a engullir el
desayuno de los campeones: café descafeinado de color magenta, dos cápsulas
para el dolor de espalda, una píldora azul de esteroides anabolizantes con un
ligero toque de anfetaminas para mantenerse a lo largo de la dura jornada, zumo
de naranja con casi un tres por ciento de naranja auténtica (según afirman los
anuncios publicitarios de la marca), una tableta de complementos vitamínicos y
nutricionales esenciales, y un par de huevos fritos sintéticos bajos en
colesterol de preparación casi instantánea. Pienso en sacar una rebanada de pan
de molde de la bolsa y mojarla en los huevos, pero me lo pienso mejor y me digo
que no. Al precio que está el pan semiauténtico, es un lujo que no me puedo
permitir todos los días.
Exclamo
la palabra «tele» en voz alta y la pared panorámica se ilumina, mostrándome el
repertorio de programas que amenizaban a los telespectadores a esa hora de la
mañana. Sonrío al pensar en la palabra. Es curioso que todavía la utilicemos, a
pesar de que la tecnología actual no tiene nada que ver con la de los pioneros
aparatos de televisión allá por el lejano siglo xx.
El vocablo tele sólo es una reliquia idiomática que nos negamos a abandonar. En
el fondo somos todos unos sentimentales.
Mediante
órdenes de voz hago un rápido muestreo de los diversos canales. Como es
habitual, la misma mierda de siempre. A esta hora todas las cadenas emiten el
mismo tipo de programa, de esos de vivencias personales que tan de moda están hoy
en día. Tengo para elegir entre una actriz porno que ha batido el record de
alguna exótica variedad de actividad sexual cuyo nombre no acabo de dilucidar,
una mujer de noventa y siete años que ha dado a luz trillizos, un representante
de la Iglesia
Galáctica Universalista, que sostiene que el nuevo mesías
será un ser de dos metros y ojos tentaculares procedente de la nébula de
Magallanes, y un documental especial, otro más, donde un conocido neo-ecologista
pronuncia un angustioso mensaje sobre la alarmante disminución de los glaciares
noruegos. Desde luego, la tele está cada día peor. No sé donde vamos a ir a
parar.
Salgo de
mi flamante apartamento de quince metros cuadrados y tecleo el código PIN en el
tablero de seguridad al lado de la puerta. La luz verde me dice que el sistema
de seguridad y la alarma están activados. Tomo el ascensor y bajo los sesenta y
tres pisos que me separan del nivel de la calle.
Al llegar
al vestíbulo saludo con una incómoda sonrisa a los dos porteros de guardia. La
armadura antidisturbios y los subfusiles automáticos les dan un aspecto más
bien inquietante. Uno de ellos me responde con una ligera inclinación de cabeza
y no puedo evitar soltar un a medias reprimido suspiro de alivio. En gesto de
buena voluntad, paso por debajo del arco detector de armas y explosivos, aunque
al salir del edificio no es necesario hacerlo, como tampoco someterse al cacheo
de los adustos porteros.
Al
atravesar el pequeño jardincito a la salida del bloque de apartamentos, no
puedo evitar fijarme en el aspecto ajado y deslustrado de los arriates. Pobres
plantas, la última lluvia ácida las ha dejado para el arrastre. A ver si mandan
a los jardineros, porque la verdad es que da pena verlas.
Pocos
minutos después de llegar a la parada, aparece el autobús con el zumbido
característico de su motor de hidrógeno líquido reciclado. Me subo entre los
respetuosos empujones del resto de pasajeros y deposito mi moneda de quinientos
euros en la ranura. Me agarro al pasamanos del techo y me sumerjo en el
familiar ensimismamiento de contemplar como pasa el perfil poligonal de la
ciudad.
Por fin
llego a la oficina, situada en el piso ciento doce de uno de los grandes
rascacielos de cristal y plástico de la zona business. Atravieso las enormes puertas acristaladas con el
logotipo de la empresa y saludo a Peggy Sue Pérez, la recepcionista, una chica
bastante mona de pelo castaño y ojos grises. Hace un par de años tuvimos una
pequeña aventura amorosa. Aquello que mi abuela solía llamar tener un rollito, un
follamigo o un polvo de paso. Fue por la época en la que Peggy Sue se hizo el
implante de su tercer pecho. Muchas mujeres se sumaron a la moda de tener tres
tetas, que hizo furor por aquel entonces. Por fortuna, la moda duró poco y
Peggy Sue volvió al número normal de glándulas mamarias. Pero la cosa no salió
del todo bien. Para la extirpación de la teta sobrante eligió a un cirujano de
los baratos, que le dejó una profunda cicatriz entre los dos senos naturales.
Ella se la pinta de rojo y la luce con exhibicionismo un tanto jactancioso.
Pero a mi me da no se qué mirarle esa gruesa raya roja en el escote.
Entro en
la enorme sala de grandes ventanales y decoración en colores pastel que
comparto con un par de docenas de empleados de la compañía. Miro a la pantalla
del reloj en la pared del fondo y me siento a mi mesa con un bufido. Son diez
minutos pasadas las once. Otro día que llego tarde. El tráfico estaba infernal
esta mañana. He tardado más de veinte minutos en recorrer los apenas noventa y
cinco kilómetros que separan mi casa del curro. Desde luego, los transportes
públicos están cada vez peor. A ver si estos inútiles de políticos que tenemos
hacen algo de provecho por una vez y consiguen arreglar el problema del tráfico,
que para eso les votamos. ¡Sí señor!, esos jodidos gobernantes tienen una
responsabilidad para con sus conciudadanos. Además, no se pueden quejar. En las
últimas elecciones se batieron todos los records y votó más de un cuatro por
ciento del electorado.
Poso la
mano sobre mi mesa, que reconoce el patrón de mis huellas dactilares y la
pantalla holográfica de mi terminal se activa. Lo primero, echar un vistazo a
las noticias. Cualquier mínima agitación del complejo tejido de la sociedad puede
provocar bruscos cambios en las cotizaciones de los valores de bolsa, y
mantener una perfecta puesta al día de esa información es esencial para un broker como yo.
Paseo la
mirada por los titulares de los periódicos más importantes de la red. No parece
que hay ninguna noticia particularmente excepcional. En las dos mayores
ciudades del país, Megamadrid y Barcelonópolis, las comunidades polaca, árabe, rumana
y groenlandesa hacen manifestaciones en las calles pidiendo que sus idiomas
sean nombrados lenguas cooficiales del estado, junto con el inglés-mandarín. En
Megamadrid la manifestación se encuentra con otra protagonizada por tran-transexuales
que solicitan que la tercera operación de cambio de sexo sea también cubierta
por la seguridad social. El encuentro causa algunos disturbios que hacen
necesaria la intervención policial. Las usuales docenas de heridos y detenidos,
quizás algún muerto. Nada fuera de lo común.
Miro el
índice de precios. El valor del barril de hidrógeno líquido ha subido otro dos
por ciento y las grandes compañías anuncian una subida importante del
combustible en sus estaciones de servicio. El presidente tercero de la nación
hace una apresurada aparición pública para tranquilizar a la población. Afirma con
total seguridad que los vaivenes del mercado del hidrógeno no afectarán
demasiado a las facturas de la energía doméstica. A fin de cuentas, el precio
del polonio enriquecido que traen de los asteroides para las centrales
nucleares se mantiene estable. En fin, la historia de siempre.
Me voy a
la página de las cotizaciones de bolsa. Veo que las acciones de la Iglesia Católica
Unificada han descendido varios enteros. Era de esperar. Las últimas
discusiones en el seno de la
Iglesia con la cuestión de los anticonceptivos han producido
un pequeño maremoto en los mercados. Por un lado, está la facción más progresista,
encabezada por las mujeres sacerdotes y las asociaciones de curas homosexuales,
que bogan por permitir que los feligreses puedan utilizar otros métodos
anticonceptivos además del únicamente permitido hasta ahora por la curia, el
condón, sin que ello conlleve la excomunión temporal del interesado ni la
pérdida de siete puntos en el carné de conducir. Por otro lado, está la facción
más conservadora, que de momento tiene más peso en el consejo de
administración, y que se niegan a la reforma aduciendo que la utilización de
otros métodos anticonceptivos supone un atentado contra la dignidad del ser
humano y las sagradas escrituras. Pero no me preocupo. Las acciones volverán a
subir en breve. Como suelo bromear a menudo con mis compañeros, nuestra Santa
Madre Iglesia cuenta con la ayuda de Dios, y desde que salió al mercado a
mediados del siglo pasado, sus acciones no han dejado de subir, de una forma
lenta, pero constante.
Miro el
resto de valores de las compañías más importantes. No hay grandes cambios. Me
digo que éste no va a ser un Miércoles Negro, como aquel que ocurrió hace seis
años, en el que se produjo uno de los mayores desplomes de las bolsas mundiales.
Fue el resultado de la lamentable combinación de una bajada del cero coma tres
por ciento en los tipos de interés en los Estados Unidos de América, México y
Canadá, y un incremento en los precios de los cereales saharianos debido a las
inundaciones. Es un alivio, pero me temo que hoy va a ser un día de lo más
aburrido.
Levanto
la mirada de mi terminal y veo como ese cretino toca pelotas de Roberto Carlos
Yun-Li se pavonea delante de las chicas enseñándoles su nuevo brazo
biomecánico. El muy tarugo perdió el brazo en un accidente de coche cuando se
le ocurrió la genial idea de alcanzar los cuatrocientos noventa en plena
autopista. Y míralo ahora, fatuo y vanidoso como un héroe de guerra. Como si
tener un implante biónico fuese una cosa del otro mundo. Aunque a juzgar por el
brazo, debe ser un modelo de los caros.
El pensar
en Roberto Carlos hace que se me revuelva el estómago. Marco la combinación del
cajón de mi mesa y saco unas cápsulas de antiácidos. Las pastillas que tomo
para la sinusitis crónica me hacen polvo el hígado y las tabletas que mastico
para mejorar la función hepática me dejan el estómago hecho una porquería. Así
que cada vez que me altero un poco, la úlcera empieza a molestarme. Menos mal
que siempre tengo una farmacia bien provista en el cajón.
Para
relajarme un poco, miro mi cuenta personal de correo. La marabunta usual de spam anunciando viajes astrales garantizados
en los que conoceré a mis ancestros y píldoras que me volverán rubio de la
noche a la mañana. Y los ya clásicos sobre la leyenda urbana de que el gobierno
va a levantar la ley seca y permitir que el consumo de tabaco sea otra vez
legal. ¡Ja! Parece mentira que todavía haya quien se crea esas chorradas. Hace
más de treinta años que fumar es ilegal en todos los países del planeta. Por eso
los sindicatos del crimen organizado que se dedican al contrabando de tabaco cotizan
tan bien en los mercados.
Activo el
filtro y borro los correos de un plumazo.
Hay un
correo de Petrovka Sánchez, la chica que conocí el otro día en un café retro-punk
de la zona lúdica de la ciudad. La cosa promete. Me propone una cita para esta noche
y no puedo reprimir un pequeño escalofrío de impaciencia. Menos mal que estamos
a miércoles y el fin de semana está a punto de empezar. Un merecido descanso
del guerrero después de una larga semana de duro trabajo. Hago nota mental para
recordar que tengo que pasarme por una farmacia al salir del gimnasio, por si
acaso la cita acaba entre las sábanas. Claro que entonces tengo que tener
cuidado con lo que me meto en el cuerpo. Las viagras de nueva generación son
una maravilla. Pero si los mezclas con ginebra, hachís y anfetaminas pueden
tener efectos secundarios de lo más desagradables. Serán drogas legales, pero
te dejan una resaca de mil demonios.
Por fin
llegan las dos y acaba mi extenuante jornada laboral de tres horas. Salgo del
laberíntico edificio de oficinas y empiezo a caminar por las no demasiado
sucias aceras hacia la estación del monorraíl. Me siento excitado y nervioso
por la cita de esta noche. Hace un día apacible, sin demasiado calor y disfruto
de la caminata. Miro hacia arriba y sonrío al cielo que me contesta en silencio
con su habitual color gris.
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© Juan
Nadie, Planeta Tierra, 2018
Obra
inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative
(www.safecreative.org) con el número 1102078440593, con fecha de 7 de febrero de
2011.
Todos los
derechos reservados.
Ilustración
de la portada: fotomontaje del autor.
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