jueves, 21 de junio de 2018

Futuro Pluscuamperfecto (relato)


El pasado es un espejismo que se desdibuja cada vez más entre las brumas de la memoria.
El presente es un insecto efímero, tan intangible y fugaz como la felicidad o el orgasmo.
El futuro es siempre oscuridad, iluminada de vez en cuando con destellos de intuición.

Ni todo tiempo pasado fue mejor, ni el futuro nos lleva de forma irremediable al desastre. Ni el devenir de los siglos ha producido un avance constante de la humanidad, ni el futuro es un ángel al rescate que resolverá todos nuestros problemas. Aunque algunos opinen todo lo contrario.

Comparado con nosotros, el protagonista de este relato vive en un futuro que dista de ser perfecto, aunque es menos imperfecto de lo que pudiésemos esperar. Se trata más bien de un…

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FUTURO PLUSCUAMPERFECTO
El estimulador neuronal ultrasónico en la cabecera de mi cama se activa a la hora programada y mi cerebro pasa de la fase REM a la vigilia de forma casi inmediata. Me desperezo con desgana para librarme del entumecimiento del sueño y me revuelvo en la cama hasta quedar boca arriba. Con un cierto esfuerzo entreabro los ojos y miro al techo. La proyección digital marca las diez de la mañana. Hora de levantarse e ir al curro, ¡sí señor! Debo de haber estado soñando algo agradable, pues con sorpresa noto que tengo una erección mañanera. La saludo con una sonrisa y una agridulce alegría, como cuando se saluda a un viejo amigo largo tiempo ausente. ¡Hola, ¿qué tal?, hace mucho que no te veía por aquí! Tras el saludo, mi erección se va. En fin, suspiro con pesadumbre, fue bonito mientras duró.
Me incorporo en la cama de colchón de agua y noto el familiar tirón en la espalda. Me llevo la mano a los riñones y con una mueca de dolor suelto por enésima vez mi acostumbrada sarta de maldiciones matutinas. Esta jodida espalda me está matando. Por más pastillas que tomo y más sesiones de terapia a las que asisto, no hay manera de librarse de esta maldita tortura. Quizás tendría que cambiar de cama. Comprarme una de esas placas sómnicas antigravedad. Por desgracia no estoy en condiciones de hacer ningún gasto extra.
Me levanto con un crujir de vértebras y toco la pequeña placa a los pies de la cama. El mueble se retrae a su cubículo en la pared y vuelve a salir convertido en una mesa de perfecta madera de imitación, et voilà, mi dormitorio se transmuta al instante en un comedor-cocina de lo más funcional.
Entro en el cuarto de baño de dos por dos metros y, como manda el ritual, procedo a soltar una larga y cálida meada que me hace arrugar la boca en una mueca de satisfacción. Miro hacia abajo y frunzo el entrecejo. La orina tiene un preocupante color pardusco. En el último chequeo médico de la empresa, el buen doctor me dijo que mis desdichados riñones estaban empezando a fallar. Demasiado alcohol, anfetaminas, antiinflamatorios y demás drogas sintéticas en mi dieta habitual. Me recomendó que al menos una vez al mes me pasara por algún ambulatorio de barrio para que me realizaran una diálisis. No tendría que pedir cita, podía pagarlo en cómodos plazos mensuales y el proceso sería completamente anónimo. Ventajas de la sanidad estatal semisubvencionada. Sólo tengo que presentarme allí, dar los buenos días y en quince minutos me harán una limpieza de sangre que le dará a mis estragados riñones un ligero respiro. A ver si recuerdo el pasarme un día de estos. Pero luego me encojo de hombros ante el tipo del espejo. Tampoco creo que sea nada grave. Después de todo hay que reconocer que para tener ya ochenta y tres tacos no me encuentro nada mal, me digo a mí mismo mientras me palmeo el orondo vientre.
Tras vestirme con mi traje de un solo uso, fabricado con el mejor papel sintético reciclable, arrimo mi butaca anatómica a la mesa y procedo a engullir el desayuno de los campeones: café descafeinado de color magenta, dos cápsulas para el dolor de espalda, una píldora azul de esteroides anabolizantes con un ligero toque de anfetaminas para mantenerse a lo largo de la dura jornada, zumo de naranja con casi un tres por ciento de naranja auténtica (según afirman los anuncios publicitarios de la marca), una tableta de complementos vitamínicos y nutricionales esenciales, y un par de huevos fritos sintéticos bajos en colesterol de preparación casi instantánea. Pienso en sacar una rebanada de pan de molde de la bolsa y mojarla en los huevos, pero me lo pienso mejor y me digo que no. Al precio que está el pan semiauténtico, es un lujo que no me puedo permitir todos los días.
Exclamo la palabra «tele» en voz alta y la pared panorámica se ilumina, mostrándome el repertorio de programas que amenizaban a los telespectadores a esa hora de la mañana. Sonrío al pensar en la palabra. Es curioso que todavía la utilicemos, a pesar de que la tecnología actual no tiene nada que ver con la de los pioneros aparatos de televisión allá por el lejano siglo xx. El vocablo tele sólo es una reliquia idiomática que nos negamos a abandonar. En el fondo somos todos unos sentimentales.
Mediante órdenes de voz hago un rápido muestreo de los diversos canales. Como es habitual, la misma mierda de siempre. A esta hora todas las cadenas emiten el mismo tipo de programa, de esos de vivencias personales que tan de moda están hoy en día. Tengo para elegir entre una actriz porno que ha batido el record de alguna exótica variedad de actividad sexual cuyo nombre no acabo de dilucidar, una mujer de noventa y siete años que ha dado a luz trillizos, un representante de la Iglesia Galáctica Universalista, que sostiene que el nuevo mesías será un ser de dos metros y ojos tentaculares procedente de la nébula de Magallanes, y un documental especial, otro más, donde un conocido neo-ecologista pronuncia un angustioso mensaje sobre la alarmante disminución de los glaciares noruegos. Desde luego, la tele está cada día peor. No sé donde vamos a ir a parar.
Salgo de mi flamante apartamento de quince metros cuadrados y tecleo el código PIN en el tablero de seguridad al lado de la puerta. La luz verde me dice que el sistema de seguridad y la alarma están activados. Tomo el ascensor y bajo los sesenta y tres pisos que me separan del nivel de la calle.
Al llegar al vestíbulo saludo con una incómoda sonrisa a los dos porteros de guardia. La armadura antidisturbios y los subfusiles automáticos les dan un aspecto más bien inquietante. Uno de ellos me responde con una ligera inclinación de cabeza y no puedo evitar soltar un a medias reprimido suspiro de alivio. En gesto de buena voluntad, paso por debajo del arco detector de armas y explosivos, aunque al salir del edificio no es necesario hacerlo, como tampoco someterse al cacheo de los adustos porteros.
Al atravesar el pequeño jardincito a la salida del bloque de apartamentos, no puedo evitar fijarme en el aspecto ajado y deslustrado de los arriates. Pobres plantas, la última lluvia ácida las ha dejado para el arrastre. A ver si mandan a los jardineros, porque la verdad es que da pena verlas.
Pocos minutos después de llegar a la parada, aparece el autobús con el zumbido característico de su motor de hidrógeno líquido reciclado. Me subo entre los respetuosos empujones del resto de pasajeros y deposito mi moneda de quinientos euros en la ranura. Me agarro al pasamanos del techo y me sumerjo en el familiar ensimismamiento de contemplar como pasa el perfil poligonal de la ciudad.
Por fin llego a la oficina, situada en el piso ciento doce de uno de los grandes rascacielos de cristal y plástico de la zona business. Atravieso las enormes puertas acristaladas con el logotipo de la empresa y saludo a Peggy Sue Pérez, la recepcionista, una chica bastante mona de pelo castaño y ojos grises. Hace un par de años tuvimos una pequeña aventura amorosa. Aquello que mi abuela solía llamar tener un rollito, un follamigo o un polvo de paso. Fue por la época en la que Peggy Sue se hizo el implante de su tercer pecho. Muchas mujeres se sumaron a la moda de tener tres tetas, que hizo furor por aquel entonces. Por fortuna, la moda duró poco y Peggy Sue volvió al número normal de glándulas mamarias. Pero la cosa no salió del todo bien. Para la extirpación de la teta sobrante eligió a un cirujano de los baratos, que le dejó una profunda cicatriz entre los dos senos naturales. Ella se la pinta de rojo y la luce con exhibicionismo un tanto jactancioso. Pero a mi me da no se qué mirarle esa gruesa raya roja en el escote.
Entro en la enorme sala de grandes ventanales y decoración en colores pastel que comparto con un par de docenas de empleados de la compañía. Miro a la pantalla del reloj en la pared del fondo y me siento a mi mesa con un bufido. Son diez minutos pasadas las once. Otro día que llego tarde. El tráfico estaba infernal esta mañana. He tardado más de veinte minutos en recorrer los apenas noventa y cinco kilómetros que separan mi casa del curro. Desde luego, los transportes públicos están cada vez peor. A ver si estos inútiles de políticos que tenemos hacen algo de provecho por una vez y consiguen arreglar el problema del tráfico, que para eso les votamos. ¡Sí señor!, esos jodidos gobernantes tienen una responsabilidad para con sus conciudadanos. Además, no se pueden quejar. En las últimas elecciones se batieron todos los records y votó más de un cuatro por ciento del electorado.
Poso la mano sobre mi mesa, que reconoce el patrón de mis huellas dactilares y la pantalla holográfica de mi terminal se activa. Lo primero, echar un vistazo a las noticias. Cualquier mínima agitación del complejo tejido de la sociedad puede provocar bruscos cambios en las cotizaciones de los valores de bolsa, y mantener una perfecta puesta al día de esa información es esencial para un broker como yo.
Paseo la mirada por los titulares de los periódicos más importantes de la red. No parece que hay ninguna noticia particularmente excepcional. En las dos mayores ciudades del país, Megamadrid y Barcelonópolis, las comunidades polaca, árabe, rumana y groenlandesa hacen manifestaciones en las calles pidiendo que sus idiomas sean nombrados lenguas cooficiales del estado, junto con el inglés-mandarín. En Megamadrid la manifestación se encuentra con otra protagonizada por tran-transexuales que solicitan que la tercera operación de cambio de sexo sea también cubierta por la seguridad social. El encuentro causa algunos disturbios que hacen necesaria la intervención policial. Las usuales docenas de heridos y detenidos, quizás algún muerto. Nada fuera de lo común.
Miro el índice de precios. El valor del barril de hidrógeno líquido ha subido otro dos por ciento y las grandes compañías anuncian una subida importante del combustible en sus estaciones de servicio. El presidente tercero de la nación hace una apresurada aparición pública para tranquilizar a la población. Afirma con total seguridad que los vaivenes del mercado del hidrógeno no afectarán demasiado a las facturas de la energía doméstica. A fin de cuentas, el precio del polonio enriquecido que traen de los asteroides para las centrales nucleares se mantiene estable. En fin, la historia de siempre.
Me voy a la página de las cotizaciones de bolsa. Veo que las acciones de la Iglesia Católica Unificada han descendido varios enteros. Era de esperar. Las últimas discusiones en el seno de la Iglesia con la cuestión de los anticonceptivos han producido un pequeño maremoto en los mercados. Por un lado, está la facción más progresista, encabezada por las mujeres sacerdotes y las asociaciones de curas homosexuales, que bogan por permitir que los feligreses puedan utilizar otros métodos anticonceptivos además del únicamente permitido hasta ahora por la curia, el condón, sin que ello conlleve la excomunión temporal del interesado ni la pérdida de siete puntos en el carné de conducir. Por otro lado, está la facción más conservadora, que de momento tiene más peso en el consejo de administración, y que se niegan a la reforma aduciendo que la utilización de otros métodos anticonceptivos supone un atentado contra la dignidad del ser humano y las sagradas escrituras. Pero no me preocupo. Las acciones volverán a subir en breve. Como suelo bromear a menudo con mis compañeros, nuestra Santa Madre Iglesia cuenta con la ayuda de Dios, y desde que salió al mercado a mediados del siglo pasado, sus acciones no han dejado de subir, de una forma lenta, pero constante.
Miro el resto de valores de las compañías más importantes. No hay grandes cambios. Me digo que éste no va a ser un Miércoles Negro, como aquel que ocurrió hace seis años, en el que se produjo uno de los mayores desplomes de las bolsas mundiales. Fue el resultado de la lamentable combinación de una bajada del cero coma tres por ciento en los tipos de interés en los Estados Unidos de América, México y Canadá, y un incremento en los precios de los cereales saharianos debido a las inundaciones. Es un alivio, pero me temo que hoy va a ser un día de lo más aburrido.
Levanto la mirada de mi terminal y veo como ese cretino toca pelotas de Roberto Carlos Yun-Li se pavonea delante de las chicas enseñándoles su nuevo brazo biomecánico. El muy tarugo perdió el brazo en un accidente de coche cuando se le ocurrió la genial idea de alcanzar los cuatrocientos noventa en plena autopista. Y míralo ahora, fatuo y vanidoso como un héroe de guerra. Como si tener un implante biónico fuese una cosa del otro mundo. Aunque a juzgar por el brazo, debe ser un modelo de los caros.
El pensar en Roberto Carlos hace que se me revuelva el estómago. Marco la combinación del cajón de mi mesa y saco unas cápsulas de antiácidos. Las pastillas que tomo para la sinusitis crónica me hacen polvo el hígado y las tabletas que mastico para mejorar la función hepática me dejan el estómago hecho una porquería. Así que cada vez que me altero un poco, la úlcera empieza a molestarme. Menos mal que siempre tengo una farmacia bien provista en el cajón.
Para relajarme un poco, miro mi cuenta personal de correo. La marabunta usual de spam anunciando viajes astrales garantizados en los que conoceré a mis ancestros y píldoras que me volverán rubio de la noche a la mañana. Y los ya clásicos sobre la leyenda urbana de que el gobierno va a levantar la ley seca y permitir que el consumo de tabaco sea otra vez legal. ¡Ja! Parece mentira que todavía haya quien se crea esas chorradas. Hace más de treinta años que fumar es ilegal en todos los países del planeta. Por eso los sindicatos del crimen organizado que se dedican al contrabando de tabaco cotizan tan bien en los mercados.
Activo el filtro y borro los correos de un plumazo.
Hay un correo de Petrovka Sánchez, la chica que conocí el otro día en un café retro-punk de la zona lúdica de la ciudad. La cosa promete. Me propone una cita para esta noche y no puedo reprimir un pequeño escalofrío de impaciencia. Menos mal que estamos a miércoles y el fin de semana está a punto de empezar. Un merecido descanso del guerrero después de una larga semana de duro trabajo. Hago nota mental para recordar que tengo que pasarme por una farmacia al salir del gimnasio, por si acaso la cita acaba entre las sábanas. Claro que entonces tengo que tener cuidado con lo que me meto en el cuerpo. Las viagras de nueva generación son una maravilla. Pero si los mezclas con ginebra, hachís y anfetaminas pueden tener efectos secundarios de lo más desagradables. Serán drogas legales, pero te dejan una resaca de mil demonios.
Por fin llegan las dos y acaba mi extenuante jornada laboral de tres horas. Salgo del laberíntico edificio de oficinas y empiezo a caminar por las no demasiado sucias aceras hacia la estación del monorraíl. Me siento excitado y nervioso por la cita de esta noche. Hace un día apacible, sin demasiado calor y disfruto de la caminata. Miro hacia arriba y sonrío al cielo que me contesta en silencio con su habitual color gris.

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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2018
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1102078440593, con fecha de 7 de febrero de 2011.
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Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.
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