jueves, 8 de marzo de 2018

Entrenamiento Zombi (lección 7)


¿Quieres ser funcionario del Ministerio Zombi?


¿Quieres ayudar a tu país en la lucha contra la pandemia?



La SECOP (Secretaría de Estado para el Control de Plagas) te necesita.


Para ser contratado por la SECOP no necesitar sacar unas oposiciones, pero tendrás que someterte a un intenso y especializado entrenamiento.

Esta es la última lección del temario para ser un funcionario del Ministerio Zombi.

Si te ha gustado este minicursillo de entrenamiento y te decides a luchar por tu país contra la pandemia zombi, no te olvides de repasar a conciencia el resto de lecciones.



Lección 1 

Lección 2

Lección 3

Lección 4  

Lección 5

Lección 6

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Entrenamiento Zombi

Lección 7

La criatura no gritaba, ni gruñía, ni chillaba. De su boca hedionda no salía sonido alguno. Su silencio era casi tan aterrador como su aspecto. Simplemente empujaba sin cesar contra la verja, golpeando los barrotes una y otra vez, una y otra vez, los dedos como garfios surcando el aire, tratando de agarrarlo. En su mano izquierda sólo tenía dos dedos.
Pudo notar el ansia, el hambre tan terrible que impulsaba a esa criatura, que la obligaría a perseguir a su presa durante toda la eternidad. No había más en esa criatura.
Eso era todo.
Hambre y ansia con una intensidad imposible encerradas en un cuerpo que antes fue un ser humano. Ahora convertida en una cosa infernal con un único propósito: alcanzarlo, morderlo, devorarlo.
Antonio empezó a sentir un ligero mareo.
—Dispare, señor Galán.
La voz del instructor tardó un par de latidos en alcanzar los oídos de Antonio a través de la nube de horror que lo rodeaba.
—Le he dicho que dispare, señor Galán. ¡Maldita sea! Tiene una pistola, úsela por los cojones de Cristo.
Con todo el esfuerzo del mundo, Antonio levantó la pistola y trató de apuntar al monstruo. El arma temblaba tanto que la tuvo que sujetar con las dos manos. No tuvo demasiado efecto en aquietar los saltitos del cañón.
Apretó el gatillo.
No pasó nada.
Antonio arrugó el entrecejo, confuso.
—¡Por Dios, señor Galán! No puede ser usted tan torpe. Levante el seguro del arma.
Con dedos trémulos, Antonio quitó el seguro, tiró de la corredera, volvió a apuntar y apretó el gatillo. El chasquido del disparo le resultó un sonido maravilloso. Vio de refilón el destello del casquillo al salir disparado de la recámara.
El monstruo ni siquiera se inmutó. Siguió manoteando el aire en su inagotable ansia por alcanzarlo.
Antonio volvió a disparar.
Nada. El zombi ni siquiera reculó.
Esta vez apuntó bien, el pulso quizás algo más firme. Consiguió recordar las lecciones. Dirigió el punto de mira de la pistola hacia la boca sin labios, el cañón ligeramente inclinado hacia arriba. Tenía que volarle a esa guarra el puto bulbo raquídeo. Apretó el gatillo.
Nada.
Volvió a disparar. Otra vez. Y otra. Y otra. Y otra. Hasta que el chasquido del percutor al golpear en vacío le avisó que ya no quedaban balas en el cargador.
El zombi parecía no haber notado las balas en lo más mínimo. Antonio lo miró desconcertado y temblando. La intensidad de las náuseas se incrementó hasta casi la agonía.
El instructor apretó con el índice el pinganillo en su oreja derecha y volvió a murmurar unas palabras en voz baja.
Del barracón donde salió el zombi se oyó de nuevo el sonido de un motor eléctrico al ponerse en funcionamiento. La cadena que se unía a la argolla del cuello empezó a tensarse hasta que terminó por arrastrar al zombi por el suelo de vuelta a su oscuro cubil, como el tiro de mulillas que arrastran el cuerpo del toro muerto para sacarlo de la arena del ruedo. Durante todo el trayecto, la criatura no dejó de patalear y revolverse, de tratar de incorporarse y volver a lanzarse contra la verja.
Cuando el zombi traspasó el umbral, el portón metálico volvió a cerrarse sobre sus rieles con un gemido.
Cuando se cerró por completo, una oleada de alivio recorrió el cuerpo de Antonio. Sintió que se mareaba. Dejó caer la pistola y se le doblaron las rodillas. Se quedó en el suelo, a cuatro patas, temblando y sudando. No pudo aguantar más. Abrió la boca y vomitó hasta la última partícula del desayuno.
Federico López de Aguirre reculó dos o tres pasos para evitar que sus inmaculados y brillantes zapatos se ensuciasen con gotitas amarillo verdosas.
Cuanto terminó de vomitar, Antonio se incorporó, aunque siguió con las rodillas clavadas en el suelo. Se limpió la boca con el dorso de la mano y miró a su instructor con el perfecto retrato de la desesperación en su rostro. Gruesos lagrimones caían sobre unas mejillas que aún no habían recobrado el color.
—Ni siquiera lo ha notado. Le he vaciado un cargador entero en la cabeza a esa puta cosa y ni siquiera lo ha notado —dijo con voz entrecortada.
—Las balas eran de fogueo —dijo Federico.
Antonio tardó un par de segundos en comprender y reaccionar.
—¿Qué ha dicho?
—Le digo, señor Galán, que las balas de su pistola eran de fogueo —dijo el instructor con las manos a la espalda, la voz atiplada y el mostacho hierático como si estuviese en medio del aula.
—¡De fogueo! —Antonio apretó los dientes con furia y el color pareció volver de pronto a sus pómulos—. Me ha enfrentado con un puto zombi de verdad con balas de fogueo.
—No nos podemos permitir el lujo de dañar un zombi cada vez que tengamos que entrenar a un nuevo funcionario de la SECOP, señor Galán. Ustedes no son la única promoción que requiere de entrenamiento. Resultaría demasiado caro, incluso para el presupuesto del ministerio.
—¡¿Demasiado caro?!
—No se imagina lo que cuesta traer aquí a uno de esos putos bichos. Eso sin contar con los gastos de transporte y el mantenimiento de los requisitos básicos de seguridad en las instalaciones.
—Pero eran balas de fogueo, cojones. Me cago en Dios. Un puto zombi real y me dan balas de fogueo. Debería denunciarles. Debería…
—No se altere tanto, señor Galán. Estaban la verja y la cadena. Ahora haga el favor de levantarse. Sus compañeros esperan su turno.
—Es usted un cabrón hijo de puta.
—Para eso me pagan, señor Galán.
El instructor condujo a Antonio fuera del patio a través de una pequeña puerta al fondo del mismo y le indicó que volviera al dormitorio comunal sin pasar por el patio mayor donde esperaban sus compañeros.
Antonio llegó al dormitorio y se dejó caer sobre el catre, las manos tras la nuca y la mirada clavada en los caballetes de hierro del techo. Durante un buen rato se quedó allí tumbado, tratando sin demasiado éxito de no pensar en nada. Sus dedos se deslizaban una y otra vez sobre la culata y el cañón de la vacía pistola. El repetitivo movimiento parecía ofrecerle un cierto consuelo.
Se sentía agotado y engañado. Se preguntó por enésima vez hasta qué punto era una locura la empresa en la que se estaba embarcando. Esa fue una de las veces en las que estuvo más cerca de abandonar.
Poco a poco, de uno en uno, fueron llegando sus compañeros. Todos traían el rostro descompuesto. Se limitaron a dejarse caer o sentarse sobre la cama. La mirada perdida y el silencio pesándoles como una losa. Antonio no les dirigió ningún comentario y ninguno hizo intento alguno de hablar. Guillermo Lluch y Carla Morales llegaron con grandes manchas de humedad en la entrepierna. Sin pronunciar una palabra, abrieron sus taquillas, cogieron una muda de ropa limpia y una toalla y marcharon hacia las duchas.
Por la tarde tuvieron la última sesión del cursillo de entrenamiento en el centro de investigación y formación de Tres Cantos. El patio del zombi contaba con una cámara de seguridad en la que ninguno de los alumnos había reparado. La clase consistió en visualizar el encuentro de cada uno de ellos con el encadenado monstruo.
Las reacciones de casi todos no fueron muy diferentes de la del propio Antonio. La única excepción fue Elena Peláez. Ese escuerzo pecoso y cegato había mantenido firme la pistola y vaciado el cargador sin apenas pestañear, el cañón del arma a pocos centímetros de la cara del zombi. Ni vómitos, ni temblores, ni meadas en los pantalones. Cuando el instructor le explicó que las balas eran de fogueo, Elena simplemente se encogió de hombros. Sus compañeros la miraron con una mezcla de respeto y temor que rayaban la superstición.
Estaban ya algo repuestos del encuentro matutino, por lo que las grabaciones desencadenaron una agria discusión con el instructor.
—Esto ha sido un atropello. Una auténtica salvajada.
—Se han aprovechado de nosotros.
—Esto va más allá de nuestras atribuciones como funcionarios de la SECOP. Han violado nuestros derechos fundamentales.
—Han puesto nuestras vidas en peligro. Esto no puede ser legal.
—¿Qué hubiese ocurrido si la verja hubiese caído, o el zombi hubiese roto la cadena? —exclamaba Guillermo Lluch con vehemencia—. Dígame, don Federico. ¿Qué hubiese pasado entonces? ¿Cubre nuestro seguro médico el ser atacado por un zombi?
Federico López de Aguirre aguantó el chaparrón con un estoicismo digno de mejor causa. El escudo de su bigote parecía volverlo inmune ante cualquier tipo de crítica.
Cuando la barahúnda de voces bajó unos cuantos decibelios, el instructor, ex guardia civil y superviviente del holocausto zombi en Andalucía, se plantó frente a su clase. Las piernas ligeramente separadas, el mentón erguido, las manos cruzadas a la espalda. Con voz de acero templado habló:
—Cuando se enfrenten de verdad a un zombi, no habrá verjas ni cadenas. No lo olviden.
Tres días más tarde, Antonio viajaba al sur, rumbo a Córdoba.

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Fragmentos de la novela IBERIAN PARK, la respuesta zombi a la crisis, en concreto los correspondientes los capítulos Palco.1, Palco.2 y Palco.4.
En estos extractos podrás conocer el entrenamiento estándar al que son sometidos los funcionarios del Ministerio Zombi.
https://relatosdejuannadie.blogspot.com.es/2014/07/iberian-park-la-respuesta-zombi-la.html
Una novela única que te permitirá contemplar la Matrix a la que estás enchufado sin remedio (el sistema monetario) desde una perspectiva diferente.
Y sí, como en toda buena novela de zombis, encontrarás tripas y sesos desparramados a mansalva. Y muchas otras cosas más que no te imaginas.
Pincha en la portada de la novela si quieres saber más.

Puedes encontrarla tanto en formato papel como electrónico y también en Amazon.

jueves, 1 de marzo de 2018

Entrenamiento Zombi (lección 6)

¿Quieres ser funcionario del Ministerio Zombi?


¿Quieres ayudar a tu país en la lucha contra la pandemia?


La SECOP (Secretaría de Estado para el Control de Plagas) te necesita.


Para ser contratado por la SECOP no necesitar sacar unas oposiciones, pero tendrás que someterte a un intenso y especializado entrenamiento.

Aquí puedes hacerte una idea de en qué consiste ese entrenamiento que te convertirá en un experto en la defensa anti-zombis.

Lección 1 

Lección 2

Lección 3

Lección 4  

Lección 5

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Entrenamiento Zombi

Lección 6

El penúltimo día de su entrenamiento en el centro de la SECOP en Tres Cantos, Antonio pasó uno de los peores momentos de su vida.
El instructor, Federico López de Aguirre, llevó a toda la clase a través del amplio y desangelado patio en el que dos días antes estuvieron realizando las prácticas de tiro con las Heckler & Koch USP Compact.
Federico los colocó en fila al fondo del patio. Entregó la pistola y un cargador a cada uno de los alumnos. Les pidió que insertasen el cargador, amartillasen el arma y colocasen el seguro.
—Hoy es su penúltimo día de entrenamiento en el centro de Investigación y Formación de Tres Cantos —dijo el instructor con su voz tonante tras el inmóvil mostacho, las manos cruzadas en la espalda, el mentón erguido y desafiante—. Mañana se les realizará un chequeo médico. A partir de entonces, serán plenos funcionarios de la Secretaría de Estado para el Control de Plagas. Después serán enviados a los destinos que sus superiores consideren convenientes. Aunque tengo entendido que algunos de ustedes ya han solicitado dicho destino. ¿No es así, señorita Peláez y señor Galán?
Los compañeros miraron a Antonio y Elena con sorpresa y algo de curiosidad. Antonio miró a la pequeña y pecosa Elena con las cejas enarcadas de puro asombro. ¿Elena también? No lo podía creer.
—Ustedes han solicitado un destino al sur del paralelo 38º. ¿Estoy en lo cierto? —preguntó Federico.
—Así es —asintió Antonio.
—Sí…, sí, don Federico —replicó Elena en voz baja.
Un murmullo de asombro mezclado con expresiones de espanto recorrió al resto de los miembros de la clase.
—Las razones que tengas ustedes para tal cosa, suyas son —dijo el instructor—. Pero ahora son funcionarios de la SECOP. Ustedes no son militares, ni personal de seguridad. Pero trabajan para un ministerio como nunca ha existido antes otro. Hoy recibirán la última lección de este periodo de entrenamiento. Se podría decir que, hoy, recibirán su baño de fuego —una sonrisa extraña se intuyó tras el mostacho.
Los rostros de la fila se llenaron de inquietud.
—Usted será el primero, señor Galán —ordenó Federico López de Aguirre—. Acompáñeme, por favor. El resto esperen aquí. Vendré a por ustedes cuando les llegue el turno.
Antonio acompañó al instructor a través de una puerta al fondo del patio que hasta ahora había estado siempre cerrada. Federico la abrió con una llave que sacó del bolsillo y ambos hombres entraron en una sección del centro de entrenamiento en la que ninguno de los alumnos había estado antes.
Cuando llegaron por primera vez al centro de Tres Cantos, Antonio pudo ver en la entrada de las instalaciones el logotipo del CSIC, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, y las siglas de la SECOP. La Secretaría dependía del Ministerio del Interior, mientras el CSIC dependía de la Secretaría de Estado de Investigación, Desarrollo e Innovación, dentro del Ministerio de Economía y Competitividad. La crisis zombi ha ocasionado extrañas alianzas ministeriales, pensó Antonio. El Instructor les explicó que las instalaciones de Tres Cantos eran un centro de adiestramiento y de investigación.
—¿Qué tipo de investigaciones realizan aquí, don Federico? —preguntó Guillermo Lluch con su habitual aire de enteradillo.
—¿Es usted un científico, señor Lluch? —replicó Federico López de Aguirre.
—No.
—Pues entonces ya sabe todo lo que tiene que saber sobre las investigaciones de este centro.
Durante diez días, vivieron, comieron y durmieron sin salir de las instalaciones. Apenas si se trataban con el resto del personal del centro, pues la mayor parte del tiempo estaban ocupados con las interminables lecciones que les proporcionaba el ex guardia civil. Comían en un amplio comedor, que casi siempre estaba vacío, donde tenían que coger una bandeja y servirse ellos mismos la comida. Dormían en pequeños catres de estilo militar en un barracón con el forjado del techo a la vista. Los camastros de las tres chicas del grupo estaban separados por una improvisada cortina, hecha con sábanas colgando de una cuerda, para darles una cierta ilusión de intimidad. Las duchas estaban separadas por sexos, pero se convirtió en algo común cruzarse por el pasillo con compañeros o compañeras de pelo húmedo y desnudez cubierta únicamente por una toalla. Eso creó un cierto ambiente cachazudo y bromista, de camaradería y buen rollito entre los miembros de la clase. Una especie de mezcla entre colegio mayor y servicio militar improvisado. Antonio no había hecho la mili, aunque imaginó que debía ser algo así, aunque sin chicas y sin las constantes bromas picantes que al final no conducían a nada.
Era una vida encerrada y controlada. Casi espartana. Apenas tenían tiempo libre para ver la tele, leer un libro o simplemente charlar un rato en la cantina junto a un café. Pues además de las clases eran incontables los documentos y dosieres que tenían que estudiar, comentar y resumir. Incluido La balsa de piedra, de José Saramago que, por alguna razón nunca demasiado bien explicada, se había convertido en el libro de cabecera del Ministerio Zombi.
Los alumnos se quejaron desde el primer minuto por las condiciones tan estrictas y, según ellos, tan duras de su entrenamiento. Pero nunca hubo ninguna protesta formal. A fin de cuentas, eran sólo diez días. No es que los hubiesen mandado a una misión de paz en Afganistán o encerrado en una plataforma petrolífera en el mar del Norte durante medio año. Y teniendo en cuenta donde pensaba ir tras el entrenamiento, Antonio pensó que no vendría mal acostumbrarse un poco a condiciones de vida no tan cómodas como a las que estaba acostumbrado.
La puerta que Federico López de Aguirre abrió con la llave daba a otro patio. Este era más pequeño, pero los muros, de cemento sin pintar, eran más altos y estaban coronados por una tupida malla de alambre de espino curvada hacia dentro.
El patio estaba dividió en dos por una verja metálica de gruesos barrotes de acero con manchas de orín. No se observaba apertura alguna en la verja. Al otro lado de la misma, se podía ver un gran portón metálico.
Federico colocó a Antonio a poco menos de dos metros de la verja, mirando hacia el portón.
—Quédese aquí un momento y espere —ordenó el instructor.
Después retrocedió tres o cuatro pasos alejándose de su alumno.
Antonio no tenía ni idea de que iba todo aquello, pero una cosa tenía claro. No le gustaba en absoluto. Esperó con un pellizco de angustia en la boca del estómago.
El instructor habló a sovoz mientras se presionaba el pinganillo que tenía en su oreja derecha.
Se oyó el zumbido de un motor eléctrico y el portón metálico al otro lado de la verja corrió con esfuerzo y un quejido metálico sobre sus raíles oxidados. Tras él se abrió un hueco enorme y oscuro.
El zombi salió por la abertura y se dirigió a toda carrera hacia Antonio.
El monstruo chocó con tanta fuerza contra la veja, que los barrotes de acero, casi tan gruesos como la muñeca de un hombre, temblaron y por un momento pareció que iban a venirse abajo.
El tremendo golpe no pareció afectar en lo más mínimo al zombi, que con una furia ciega se aplastaba contra la verja y alargaba los brazos a través de los barrotes, tratando de alcanzar su presa. La punta de los dedos de la criatura quedaba a menos de un metro del rostro de Antonio, blanco como la cera y descompuesto por el espanto.
Durante unos segundos, que luego recordó como si hubiesen sido siglos, Antonio permaneció quieto, mudo y paralizado. Su mente y su cuerpo trataban de comprender el horror que tenía ante sus ojos. Un hilillo de voz, como el quejido de una cría de rata al morir, se escapó de su garganta.
Antonio había visto a los zombis en el telediario, en los vídeos subidos a internet, incluso en ediciones piratas de las escenas más truculentas y sangrientas que se vendían en el top manta. Eso sin contar la especial selección de grabaciones que Federico les había hecho contemplar como parte de su entrenamiento.
Pero nada era comparable a ver un zombi real ante uno.
¡Nada!
El pálido y aterrorizado alumno comprendió por qué su instructor les había dado a tomar esa mañana una nueva dosis de las píldoras ATEPT.
El patio estaba en silencio. Los únicos sonidos era el incesante golpetear del zombi contra los barrotes y el martillear desbocado del corazón de Antonio.
Se obligó a sí mismo a mirar aquella atrocidad cara a cara.
Una gruesa argolla de hierro le rodeaba el cuello. De la argolla partía una cadena de fuertes eslabones que se perdía en la oscuridad tras el portón, pero era lo suficientemente larga para no entorpecer la carrera ni los movimientos del zombi.
El zombi era una mujer. O, mejor dicho, lo había sido. Las ropas estaban sucias y rotas, pero aún se podía apreciar que eran de buena calidad y a la moda. Bajo esas ropas todavía se dibujaba una figura de curvas atractivas, con cintura estrecha, caderas redondeadas y firmes muslos. Tenía el pelo oscuro y largo, y durante la frenética carrera ondeó tras ella como una bandera al viento. Pero el rostro. ¡Dios, el rostro! Su rostro casi había desaparecido por completo. Los ojos seguían ahí, muertos e inmóviles, con las pupilas dilatadas, cubiertos de un velo blanquecino. Pero bajo ellos no había cara, sólo había hueso, mandíbula, tendones, dientes encajados en encías de color oscuro, un agujero negro donde debía estar la nariz. Un fluido oscuro y viscoso le goteaba entre los dientes y se escurría por su barbilla, o por lo que quedaba de ella.
Una mujer hermosa y bella, probablemente joven, convertida en aquella monstruosidad.
Antonio sintió como sus esfínteres se aflojaban y tuvo que realizar un esfuerzo sobrehumano para mantenerlos cerrados.
Entonces le llegó el olor. No era demasiado intenso, ni sofocante. Pero estaba allí. Innegable. Un olor a desechos podridos, a ropa sucia, a cuarto cerrado durante demasiado tiempo. Olor de muerte y decadencia. Un mazazo de nausea le subió desde las tripas y lo obligó a inclinarse mientras se sujetaba el estómago con una mano. Cerró las mandíbulas y tragó con fuerza para no vomitar.

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Fragmentos de la novela IBERIAN PARK, la respuesta zombi a la crisis, en concreto los correspondientes los capítulos Palco.1, Palco.2 y Palco.4.
En estos extractos podrás conocer el entrenamiento estándar al que son sometidos los funcionarios del Ministerio Zombi.
https://relatosdejuannadie.blogspot.com.es/2014/07/iberian-park-la-respuesta-zombi-la.html
Una novela única que te permitirá contemplar la Matrix a la que estás enchufado sin remedio (el sistema monetario) desde una perspectiva diferente.
Y sí, como en toda buena novela de zombis, encontrarás tripas y sesos desparramados a mansalva. Y muchas otras cosas más que no te imaginas.
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