jueves, 1 de marzo de 2018

Entrenamiento Zombi (lección 6)

¿Quieres ser funcionario del Ministerio Zombi?


¿Quieres ayudar a tu país en la lucha contra la pandemia?


La SECOP (Secretaría de Estado para el Control de Plagas) te necesita.


Para ser contratado por la SECOP no necesitar sacar unas oposiciones, pero tendrás que someterte a un intenso y especializado entrenamiento.

Aquí puedes hacerte una idea de en qué consiste ese entrenamiento que te convertirá en un experto en la defensa anti-zombis.

Lección 1 

Lección 2

Lección 3

Lección 4  

Lección 5

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Entrenamiento Zombi

Lección 6

El penúltimo día de su entrenamiento en el centro de la SECOP en Tres Cantos, Antonio pasó uno de los peores momentos de su vida.
El instructor, Federico López de Aguirre, llevó a toda la clase a través del amplio y desangelado patio en el que dos días antes estuvieron realizando las prácticas de tiro con las Heckler & Koch USP Compact.
Federico los colocó en fila al fondo del patio. Entregó la pistola y un cargador a cada uno de los alumnos. Les pidió que insertasen el cargador, amartillasen el arma y colocasen el seguro.
—Hoy es su penúltimo día de entrenamiento en el centro de Investigación y Formación de Tres Cantos —dijo el instructor con su voz tonante tras el inmóvil mostacho, las manos cruzadas en la espalda, el mentón erguido y desafiante—. Mañana se les realizará un chequeo médico. A partir de entonces, serán plenos funcionarios de la Secretaría de Estado para el Control de Plagas. Después serán enviados a los destinos que sus superiores consideren convenientes. Aunque tengo entendido que algunos de ustedes ya han solicitado dicho destino. ¿No es así, señorita Peláez y señor Galán?
Los compañeros miraron a Antonio y Elena con sorpresa y algo de curiosidad. Antonio miró a la pequeña y pecosa Elena con las cejas enarcadas de puro asombro. ¿Elena también? No lo podía creer.
—Ustedes han solicitado un destino al sur del paralelo 38º. ¿Estoy en lo cierto? —preguntó Federico.
—Así es —asintió Antonio.
—Sí…, sí, don Federico —replicó Elena en voz baja.
Un murmullo de asombro mezclado con expresiones de espanto recorrió al resto de los miembros de la clase.
—Las razones que tengas ustedes para tal cosa, suyas son —dijo el instructor—. Pero ahora son funcionarios de la SECOP. Ustedes no son militares, ni personal de seguridad. Pero trabajan para un ministerio como nunca ha existido antes otro. Hoy recibirán la última lección de este periodo de entrenamiento. Se podría decir que, hoy, recibirán su baño de fuego —una sonrisa extraña se intuyó tras el mostacho.
Los rostros de la fila se llenaron de inquietud.
—Usted será el primero, señor Galán —ordenó Federico López de Aguirre—. Acompáñeme, por favor. El resto esperen aquí. Vendré a por ustedes cuando les llegue el turno.
Antonio acompañó al instructor a través de una puerta al fondo del patio que hasta ahora había estado siempre cerrada. Federico la abrió con una llave que sacó del bolsillo y ambos hombres entraron en una sección del centro de entrenamiento en la que ninguno de los alumnos había estado antes.
Cuando llegaron por primera vez al centro de Tres Cantos, Antonio pudo ver en la entrada de las instalaciones el logotipo del CSIC, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, y las siglas de la SECOP. La Secretaría dependía del Ministerio del Interior, mientras el CSIC dependía de la Secretaría de Estado de Investigación, Desarrollo e Innovación, dentro del Ministerio de Economía y Competitividad. La crisis zombi ha ocasionado extrañas alianzas ministeriales, pensó Antonio. El Instructor les explicó que las instalaciones de Tres Cantos eran un centro de adiestramiento y de investigación.
—¿Qué tipo de investigaciones realizan aquí, don Federico? —preguntó Guillermo Lluch con su habitual aire de enteradillo.
—¿Es usted un científico, señor Lluch? —replicó Federico López de Aguirre.
—No.
—Pues entonces ya sabe todo lo que tiene que saber sobre las investigaciones de este centro.
Durante diez días, vivieron, comieron y durmieron sin salir de las instalaciones. Apenas si se trataban con el resto del personal del centro, pues la mayor parte del tiempo estaban ocupados con las interminables lecciones que les proporcionaba el ex guardia civil. Comían en un amplio comedor, que casi siempre estaba vacío, donde tenían que coger una bandeja y servirse ellos mismos la comida. Dormían en pequeños catres de estilo militar en un barracón con el forjado del techo a la vista. Los camastros de las tres chicas del grupo estaban separados por una improvisada cortina, hecha con sábanas colgando de una cuerda, para darles una cierta ilusión de intimidad. Las duchas estaban separadas por sexos, pero se convirtió en algo común cruzarse por el pasillo con compañeros o compañeras de pelo húmedo y desnudez cubierta únicamente por una toalla. Eso creó un cierto ambiente cachazudo y bromista, de camaradería y buen rollito entre los miembros de la clase. Una especie de mezcla entre colegio mayor y servicio militar improvisado. Antonio no había hecho la mili, aunque imaginó que debía ser algo así, aunque sin chicas y sin las constantes bromas picantes que al final no conducían a nada.
Era una vida encerrada y controlada. Casi espartana. Apenas tenían tiempo libre para ver la tele, leer un libro o simplemente charlar un rato en la cantina junto a un café. Pues además de las clases eran incontables los documentos y dosieres que tenían que estudiar, comentar y resumir. Incluido La balsa de piedra, de José Saramago que, por alguna razón nunca demasiado bien explicada, se había convertido en el libro de cabecera del Ministerio Zombi.
Los alumnos se quejaron desde el primer minuto por las condiciones tan estrictas y, según ellos, tan duras de su entrenamiento. Pero nunca hubo ninguna protesta formal. A fin de cuentas, eran sólo diez días. No es que los hubiesen mandado a una misión de paz en Afganistán o encerrado en una plataforma petrolífera en el mar del Norte durante medio año. Y teniendo en cuenta donde pensaba ir tras el entrenamiento, Antonio pensó que no vendría mal acostumbrarse un poco a condiciones de vida no tan cómodas como a las que estaba acostumbrado.
La puerta que Federico López de Aguirre abrió con la llave daba a otro patio. Este era más pequeño, pero los muros, de cemento sin pintar, eran más altos y estaban coronados por una tupida malla de alambre de espino curvada hacia dentro.
El patio estaba dividió en dos por una verja metálica de gruesos barrotes de acero con manchas de orín. No se observaba apertura alguna en la verja. Al otro lado de la misma, se podía ver un gran portón metálico.
Federico colocó a Antonio a poco menos de dos metros de la verja, mirando hacia el portón.
—Quédese aquí un momento y espere —ordenó el instructor.
Después retrocedió tres o cuatro pasos alejándose de su alumno.
Antonio no tenía ni idea de que iba todo aquello, pero una cosa tenía claro. No le gustaba en absoluto. Esperó con un pellizco de angustia en la boca del estómago.
El instructor habló a sovoz mientras se presionaba el pinganillo que tenía en su oreja derecha.
Se oyó el zumbido de un motor eléctrico y el portón metálico al otro lado de la verja corrió con esfuerzo y un quejido metálico sobre sus raíles oxidados. Tras él se abrió un hueco enorme y oscuro.
El zombi salió por la abertura y se dirigió a toda carrera hacia Antonio.
El monstruo chocó con tanta fuerza contra la veja, que los barrotes de acero, casi tan gruesos como la muñeca de un hombre, temblaron y por un momento pareció que iban a venirse abajo.
El tremendo golpe no pareció afectar en lo más mínimo al zombi, que con una furia ciega se aplastaba contra la verja y alargaba los brazos a través de los barrotes, tratando de alcanzar su presa. La punta de los dedos de la criatura quedaba a menos de un metro del rostro de Antonio, blanco como la cera y descompuesto por el espanto.
Durante unos segundos, que luego recordó como si hubiesen sido siglos, Antonio permaneció quieto, mudo y paralizado. Su mente y su cuerpo trataban de comprender el horror que tenía ante sus ojos. Un hilillo de voz, como el quejido de una cría de rata al morir, se escapó de su garganta.
Antonio había visto a los zombis en el telediario, en los vídeos subidos a internet, incluso en ediciones piratas de las escenas más truculentas y sangrientas que se vendían en el top manta. Eso sin contar la especial selección de grabaciones que Federico les había hecho contemplar como parte de su entrenamiento.
Pero nada era comparable a ver un zombi real ante uno.
¡Nada!
El pálido y aterrorizado alumno comprendió por qué su instructor les había dado a tomar esa mañana una nueva dosis de las píldoras ATEPT.
El patio estaba en silencio. Los únicos sonidos era el incesante golpetear del zombi contra los barrotes y el martillear desbocado del corazón de Antonio.
Se obligó a sí mismo a mirar aquella atrocidad cara a cara.
Una gruesa argolla de hierro le rodeaba el cuello. De la argolla partía una cadena de fuertes eslabones que se perdía en la oscuridad tras el portón, pero era lo suficientemente larga para no entorpecer la carrera ni los movimientos del zombi.
El zombi era una mujer. O, mejor dicho, lo había sido. Las ropas estaban sucias y rotas, pero aún se podía apreciar que eran de buena calidad y a la moda. Bajo esas ropas todavía se dibujaba una figura de curvas atractivas, con cintura estrecha, caderas redondeadas y firmes muslos. Tenía el pelo oscuro y largo, y durante la frenética carrera ondeó tras ella como una bandera al viento. Pero el rostro. ¡Dios, el rostro! Su rostro casi había desaparecido por completo. Los ojos seguían ahí, muertos e inmóviles, con las pupilas dilatadas, cubiertos de un velo blanquecino. Pero bajo ellos no había cara, sólo había hueso, mandíbula, tendones, dientes encajados en encías de color oscuro, un agujero negro donde debía estar la nariz. Un fluido oscuro y viscoso le goteaba entre los dientes y se escurría por su barbilla, o por lo que quedaba de ella.
Una mujer hermosa y bella, probablemente joven, convertida en aquella monstruosidad.
Antonio sintió como sus esfínteres se aflojaban y tuvo que realizar un esfuerzo sobrehumano para mantenerlos cerrados.
Entonces le llegó el olor. No era demasiado intenso, ni sofocante. Pero estaba allí. Innegable. Un olor a desechos podridos, a ropa sucia, a cuarto cerrado durante demasiado tiempo. Olor de muerte y decadencia. Un mazazo de nausea le subió desde las tripas y lo obligó a inclinarse mientras se sujetaba el estómago con una mano. Cerró las mandíbulas y tragó con fuerza para no vomitar.

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Fragmentos de la novela IBERIAN PARK, la respuesta zombi a la crisis, en concreto los correspondientes los capítulos Palco.1, Palco.2 y Palco.4.
En estos extractos podrás conocer el entrenamiento estándar al que son sometidos los funcionarios del Ministerio Zombi.
https://relatosdejuannadie.blogspot.com.es/2014/07/iberian-park-la-respuesta-zombi-la.html
Una novela única que te permitirá contemplar la Matrix a la que estás enchufado sin remedio (el sistema monetario) desde una perspectiva diferente.
Y sí, como en toda buena novela de zombis, encontrarás tripas y sesos desparramados a mansalva. Y muchas otras cosas más que no te imaginas.
Pincha en la portada de la novela si quieres saber más.

Puedes encontrarla tanto en formato papel como electrónico y también en Amazon.

jueves, 22 de febrero de 2018

Diseño modular (relato sicalíptico de RR)



Dicen las malas lenguas que los hombres piensan con la polla.
Dicen las lenguas peores que las mujeres piensan con el coño.

Son sólo maneras de hablar, de quejarse, de protestar y de manifestar la propia estupidez. Pero… ¿y si algún día fuese posible de verdad?

¿Si nuestros genitales tuviesen, gracias a los adelantos de la ciencia, la suficiente autonomía para vivir sus vidas y no darnos tanto la tabarra?

El futuro sexual de la humanidad es tan incierto como cualquier otro futuro.
Por fortuna, la ciencia ficción sicalíptica nos permite echar un vistazo a ese futuro y contestar a esas preguntas que nos acucian.

Un nuevo relato sicalíptico de Rebeca Rader, el álter ego femenino, impúdico y rijoso de Juan Nadie.

Pincha en la portada y podrás poseerlo, TOTALMENTE GRATIS, en formato PDF.

También puedes hacerlo tuyo en Wattpad.

https://drive.google.com/drive/folders/1jQ_sNvO2Tiw_3MrsWf4JorI5XNJ_etbv


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DISEÑO MODULAR

Robert Bishop se inclinó sobre los mandos de la consola en el pequeño habitáculo que constituía su puesto de guardia. Todo estaba en orden. Los indicadores titilaban en color verde pálido y los gráficos fluctuaban dentro de los parámetros normales. Miró la pantalla de su terminal. Aún le quedaban varias horas de guardia. Se recostó hacia atrás en el asiento y estiró mandíbulas y músculos faciales en un gigantesco bostezo.
Los turnos de guardia siempre eran aburridos. Y eso era bueno. Cuando no eran aburridos, sólo había una alternativa: algo había roto la plácida monotonía. Por lo general, ese algo no era nada bueno. Mejor tener una larga y tediosa guardia que tener que solucionar emergencias y acabar perdido en lamentaciones. Además, su puesto de guardia no era de los principales. De eso se encargaba la oficialidad de la nave. Como ingeniero de tercera a bordo de la Solaris69, sus funciones de vigilancia se limitaban a monitorizar los sistemas auxiliares de mantenimiento y soporte vital en dos de las dieciséis cubiertas de la nave. Era un trabajo fácil. Aburrido, pero fácil. Y eso era bueno. A Robert el aburrimiento no le molestaba. Lo prefería mil veces a la dificultad. Se sentía cómodo con él. Además, eso ayudaba a no perder la chaveta. El tedio era parte consustancial de la vida en la Solaris69, una nave de prospección minera interestelar que orbitaba alrededor de Rea, una de las lunas de Saturno.
Con un chasquido mitad metálico mitad plástico, el pene de Robert Bishop se desprendió de su entrepierna y cayó al suelo. Aterrizó con un golpecito almohadillado sobre los testículos y se mantuvo erguido, la erección a su máxima capacidad y el glande hinchado y oscuro como un fresón algo pasado.
De la base del pene surgieron unos apéndices articulados, como los tentaculitos de un pulpo biónico, sobre los que el miembro viril se incorporó y echó a andar. Salió de debajo del asiento y se encaminó hacia la escotilla de salida del puesto de guardia.
A mitad de camino, se giró y miró a Robert Bishop.
—¿A dónde vas? —preguntó Robert.
—A la cubierta tres —contestó el pene.
—¿Qué vas a hacer allí?
—He quedado en comunicaciones con la vagina de la teniente Salazar, ¿vale?
¡Vaya!, se dijo Robert, a este pene mío no le faltan ínfulas, no señor. Qué bien se lo monta el muy cabrón. Nada menos que Lilya Salazar, la preciosa teniente de comunicaciones. Una rubia de piel de marfil y tetas del tamaño de la escafandra de un traje espacial. De hecho, se decía que el traje de la teniente había tenido que ser modificado para dar cabida a su generosidad mamaria. Que Robert recordase, sólo había cruzado un par de rápidos saludos con Lilya durante todo el tiempo que llevaban compartiendo el espacio vital de la Solaris69. Lilya le gustaba bastante. Era muy atractiva. Varias veces había visto a la vagina de la teniente andando por los pasillos de la nave. Claro que nunca estaba seguro si se trataba del coño de Lilya Salazar o el de Rita Puk, la geofísica de la cubierta siete. Otra tetona con la que apenas había hablado. También le gustaba Rita, era muy resultona.
—¿Tardarás mucho? —volvió a preguntar Robert.
—En un par de horas estaré de vuelta —dijo el pene.
—¿Y si tengo que hacer pis?
—Pues te aguantas. Hoy he quedado.
—Vale. Pero ven aquí primero, no vayas directamente al camarote.
—OK, jefe. Hasta la vista.
El pene se giró sobre sus apéndices articulados y salió de la pequeña estancia. Los testículos se trabaron un momento sobre el borde inferior de la escotilla.
Robert Bishop volvió a poner su atención sobre los indicadores de la consola de control, no sin antes cerrarse la bragueta. En la entrepierna de Robert sólo quedó un círculo plano de aspecto metálico y brillante, con bordes algo más oscuros, donde se localizaban las clavijas de sujeción. El centro del disco estaba surcado por una infinidad de circuitos electrónicos que permitían el intercambio de información entre él y sus genitales.
Esta polla mía está siempre pensando en lo mismo, se dijo Robert. Claro que es lo que se espera. A fin de cuentas, un pene es un pene y está para lo que está. La fuga y tocata de su miembro viril no le sorprendió. Ya llevaba un rato notándolo crecer bajo sus pantalones. Cuando sintió que la bragueta se habría por dentro lo supo con seguridad: el maldito tenía planes para la noche.
Robert volvió a exhalar otro gigantesco bostezo. Espero que se lo pase bien el cabezón. A fin de cuentas, todo lo que su pene hiciese y experimentase, todos los orgasmos y corridas, todas las penetraciones y mamadas en las que se viese implicado, él las experimentaría después, cuando el miembro volviese a conectarse a su cuerpo. Mientras, él podía dedicarse a otras cosas, como a disfrutar de una lánguida, tranquila y aburrida guardia.
Eran las ventajas del diseño modular de órganos y apéndices. Siempre podías mandar a uno de tus brazos a hacer alguna de tus tareas. Así se aumentaba la eficiencia y tenías más tiempo libre.
Hablando de órganos, desde hacía unos días Robert notaba ciertas molestias por la zona del hígado. Quizás se le había vuelto a cascar la vesícula biliar. A ver si mañana se acordaba de llevarla a la enfermería. Aunque su vesícula biliar era tan modular como el resto de sus órganos y apéndices corporales, y podía extraerse sin necesidad de cirugía de su cavidad abdominal, no podía ir por si misma a ver al médico. Sólo los genitales tenían la movilidad y autonomía suficiente para tener su propia vida social.
Robert Bishop pasó el resto de la guardia bostezando y disfrutando del aburrimiento. Estaba a punto de terminar su turno cuando su pene volvió a cruzar la escotilla de entrada al puesto de control. Robert miró el reloj en la pantalla de la terminal. Habían pasado algo más de tres horas y media.
—Has tardado —dijo Robert.
—Me he entretenido un poco —dijo el pene—. ¿Te han entrado ganas de mear?
—No.
—Entonces no te quejes.
—¿Qué tal con la teniente?
—Fenomenal. Tres sin sacarla. Esa chica es estupenda.
—¿Dónde habéis estado?
—En la sala de recreo de la cubierta tres.
—Se te ve un poco sucio —comentó Robert.
—Es que también me he follado al culo de Louis Yu.
—¿Quién es ese?
—Trabaja como estibador en la cubierta doce —respondió el pene—. Un culo bastante peludo, por cierto.
—¡Ah, ya!
El tono de voz de Robert expresaba una vieja resignación. Era una de las consecuencias de los genitales modulares. En un universo cerrado como la Solaris69, que tardaba casi tres años en ir y volver a la Tierra, al final los genitales de todos habían follado con los genitales de todos.
Cuando su pene volviese a encajársele en la entrepierna, Robert reviviría toda la actividad sexual que su pene había mantenido separado de su cuerpo. No sólo sentiría la penetración en la vagina de Lilya Salazar, sino que disfrutaría de toda la anatomía de la teniente. Se regocijaría con esos pechos enormes y turgentes y con esa piel de marfil. Claro que también sentiría en toda su plenitud la cópula con el cuerpo peludo de Louis Yu. Eso a Robert no le hacía tanta gracia. Pero tampoco estaba tan mal. Louis era un buen tipo, aunque fuese peludo. Incluso le gustaba un poco.
De cualquier manera, no le quedaba más remedio que aceptarlo. A fin de cuentas, el pene de Robert tomaba sus propias decisiones.
—Yo soy tu polla, así que hago lo que mejor me parece, ¿vale? —solía sentenciar el pene siempre que salía el tema a discusión.
Pero Robert no sólo experimentaría, a posteriori, las relaciones sexuales que su pene hubiese mantenido con los genitales de otros miembros de la tripulación. También, aunque de una forma más leve y difusa, gracias al diseño modular de sus cuerpos, disfrutaría de las cópulas que esos otros habitantes de la Solaris69 hubiesen realizado en el pasado. Pocos meses tras la partida de la nave de la Tierra, todo el mundo a bordo había acabado por follar con la totalidad del resto de la tripulación. Todos estaban un poco enamorados de todos, y todos sentían una cierta atracción sexual hacia el resto de sus compañeros de viaje. De esa forma se incentivaban y reforzaban la camaradería y el compañerismo entre los miembros de la dotación de la nave. Se extendía entre las dieciséis cubiertas un ambiente relajado e informal, una leve pero sostenida tensión sexual, que ayudaban a la convivencia diaria a bordo.
La promiscuidad modular era también parte del diseño modular.
Y eso era bueno, pensaba Robert Bishop.
Casi tan bueno como una lánguida y aburrida guardia.


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© Rebeca Rader, Planeta Tierra, 2018.
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (safecreative.org) con el número 1306185290380, con fecha de 18 de junio de 2013.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada: fotomontaje de la autora.
Rebeca Rader es miembro de FESNI, Fantástica Escritura Sicalíptica y Narrativa Impúdica, la inefable y quimérica asociación de creadores de fábulas libidinosas. 
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