Este relato fue escrito tiempo ha, cuando volar dejó
de ser ese placer un poco sibarita, aunque al alcance de casi cualquier mortal.
Era ese cosquilleo en la boca del estómago, esa anticipación ansiosa que nos
servía de preludio a la aventura del viajar.
Pero entonces volar empezó a convertirse, poco a poco,
en algo nefasto y molesto. En esa incomodidad cada vez más creciente, como la
china en el zapato que se va abriendo paso, con dolor y persistencia, a través
de los tegumentos corporales.
Desde entonces, la situación ha ido a peor. En nombre
de la seguridad, o la economía o cualquier otro concepto tan abstracto como
abstruso, viajar en avión hoy día se ha convertido en un suceso insufrible e
inevitable, como un dolor de muelas.
No sé quiénes serán los culpables de esta
transmutación tan aciaga.
Puedo imaginar a magnates de líneas aéreas obcecados
por obtener un puñado más de lo que ya tienen de sobra. Pienso consorcios
internacionales del transporte que olvidaron hace tiempo lo que era la calidad
del servicio ofrecido y ya sólo son capaces de pensar en beneficios. Conjeturo
a sátrapas y gobernantes majaderos dedicados con ahínco a promulgar (o más bien
a cagar) leyes que parecen no tener otro propósito que hacer la vida del
ciudadano de a pie un poco más insufrible.
Sean quienes sean, a todos ellos va dedicado este relato.
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VUELA,
VUELA, PAJARILLO
Aterricé
en Heathrow tras dos horas del habitual vuelo incómodo en clase turista a eso
de las tres de la tarde. Como almuerzo, el triste y lamentable bocadillo de
plástico que se ha convertido en el también habitual menú en casi todas las
líneas aéreas, acompañado de la diminuta macedonia de frutas, esos trocitos
insípidos y multicolores encajados en su estuchito de plástico semitransparente.
¿Dónde demonios harán estas colaciones prefabricadas? Una vez leí, o quizás
viese por la tele, que la comida siempre refleja de alguna manera el espíritu
del lugar donde fue cocinada. Si eso es así, las factorías donde elaboran la bazofia
de los aviones deben ser la antesala del infierno.
Como
postre pedí un té. No me apetecía estragarme el estómago con la imbebible
pócima denominada café por los sonrientes TCPs, o Tripulantes de Cabina de
Pasajeros, también denominados auxiliares de vuelo. Ahora ya no se llaman
azafatas ni aeromozas, o su correspondiente lingüístico masculino, sea cual sea.
Cosas de la cuestión políticamente correcta esa, según me han contado.
Al
menos tuve suerte y el asiento de al lado estaba vacío, lo que me permitió
disfrutar de un espacio vital casi soportable. Cada vez que vuelo tengo el
mismo pensamiento: los fabricantes de aviones deben ser todos unos enanitos o
unos hijos de puta. Los sillones parecen ser cada vez más pequeños y el espacio
entre ellos más reducido. Debe ser que cada año se vuelven más enanos o más
cabrones. Ajustes económicos, imagino. ¿Pero cómo es posible que hace años se pudiese
viajar en avión de forma confortable y con comida decente, a precios asequibles
al común de los mortales y que parecían ser lo suficiente rentables para las
compañías aéreas? ¿Qué es lo que ha cambiado? Misterios de la economía y las
grandes finanzas empresariales, supongo. Pero como esto siga así, acabaremos
volando acostados sobre tablas de madera sin desbastar, apilados unos encima de
otros como cadáveres en una fosa común. De comer nos darán una papilla bioenergética
enchufada a través de una sonda nasogástrica.
Tras
el suave aterrizaje, que suele producir un cierto cosquilleo en la boca del
estómago por mucho que trates de ignorarlo y de decirte a ti mismo que no
sientes nada, que para ti eso de volar es como ir al baño, el avión se detuvo
junto a la terminal. Por el sistema de megafonía interno del aparato se nos advirtió
amablemente a los pasajeros que nos mantuviésemos sentaditos hasta nuevas
órdenes, mientras esperábamos que el finger,
ese túnel móvil sobre ruedas, se acercase a la aeronave. A mí eso del finger acoplándose a la puerta del avión
siempre me ha parecido que tiene un manifiesto carácter libidinoso. Me hace
pensar en una especie de cópula a cámara lenta entre gigantes mecánicos. Sería
como un gigantesco pene metálico que sale de las entrañas de la terminal y se
encaja en el agujero de la panza del avión. Y nosotros, los pasajeros, seríamos
los alocados espermatozoides que se desplazan por el túnel en busca de su óvulo
numerado. ¿Se quedarán preñadas los aviones? Imagino que no, ya que son
masculinos; sería una incongruencia gramatical.
Por
fin la jefa de azafatas nos informó a través de megafonía que podemos
levantarnos, pero que seamos niños buenos y lo hagamos pausada y ordenadamente.
Tan
pronto como las lucecitas de abróchese el cinturón se apagaron todas a la vez
con un sonoro cling, todos los
pasajeros nos pusimos de pie como accionados por un resorte. En ese momento es cuando
mejor te das cuenta de la enorme cantidad de carne humana empaquetada en un
espacio tan reducido. La proverbial metáfora de las sardinas en la lata. Menos
mal que uno no sufre de claustrofobia y que la mayoría de la gente que sube a
los aviones suele ducharse con regularidad. De todas maneras, la promiscuidad
microbiana debe alcanzar en los aviones una de sus cotas más elevadas.
Cualquier virus o bacteria infecciosa que transporte alguno de los pasajeros en
tu vuelo, ten la seguridad de que te lo comes enterito.
Entonces
empezó el desmadejado baile de zombis, los consabidos apretujones, codazos
involuntarios y disculpas murmuradas mientras tratas de sacar tus cosas de los
compartimentos sobre los asientos y ponerte de nuevo la chaqueta sin darle un
manotazo en la cara a nadie; todo ello en un volumen de espacio que convierte a
una cabina de teléfonos en una suite de lujo. Menos mal que en el fondo a todos
nos gusta restregarnos unos contra otros, si no, más de una vez acabaría por correr
la sangre.
Poco
a poco empezamos a movernos hacia la salida. Al lado de la puerta, uno de los amables
TCPs repetía maquinalmente una sonrisa y una palabra de despedida a todos y
cada uno de los pasajeros que en fila india íbamos saliendo del avión. A veces
pienso que, justo en ese momento, debería tratar de asustar a la sonrisa de
guardia; no sé, lanzarle un grito o un gran ¡uh!, a ver qué pasa; o darle una
palmadita de agradecimiento en el trasero. Nunca me he atrevido. Está en mi
lista de cosas por hacer cuando sea un viejo decrépito y el médico me
diagnostique alguna enfermedad terminal.
Una
vez fuera de la aeronave y del lascivo túnel del finger, seguí las instrucciones de la profusión de carteles
indicadores que guiaban mis pasos por los entresijos de la gigantesca terminal.
Los aeropuertos son unos sitios de lo más particular. Deben ser uno de los
pocos lugares del mundo en los que es imposible perderse y a la vez no tienes
ni puñetera idea de donde te encuentras. Por todas partes hay multitud de
letreros y paneles informativos que te indican la dirección a seguir cualquiera
que sea tu destino. Incluso cuando para mear. Vayas a donde vayas, tarde o
temprano acabas por llegar. Pero si esos letreros desaparecieran de pronto por
arte de magia, acabarías por morir de inanición en el laberinto de pasillos y
rampas mecánicas.
Llegué
por fin a la zona de control de pasaportes. Con enseñarle el librito con mi
foto digitalizada al amable oficial de aduanas fue suficiente. Ventajas de ser
ciudadano de la Unión Europea;
de algo tendría que servir la cosa. Ni registros ni cacheos, incluso el
rubicundo de uniforme y pelo pajizo me dirigió una tímida sonrisa y un no
demasiado antipático good afternoon.
De
todas maneras, el registro ya me lo pegaron antes de salir, en Barajas. La
inútil y molesta rutina que se ha convertido en uno de los signos de nuestro
tiempo. Me tuve que quitar chaqueta, zapatos, cinturón, reloj, cartera,
mechero, cigarrillos y pasarlo todo por la máquina de rayos X mientras yo hacía
lo propio bajo un arco detector de metales. Menos mal que no soy un veterano de
guerra con una placa metálica en el cráneo, si no tendría que desenroscarme la
cabeza y dársela al estreñido oficial de aduanas para su inspección.
Y
por supuesto, mi equipaje de mano fue abierto y mi neceser, con mis objetos de
aseo personal, registrado. Y, ¡horror de los horrores!, mi desodorante en spray
fue confiscado puesto que era de un volumen superior al máximo permitido, según
las últimas y fantásticas reglas de seguridad que lo prohíben absolutamente. Ese
bote de desodorante conocía las más secretas intimidades de mi sobaco y resultó
que era una potencial arma de destrucción masiva, o incluso un conspirador
perteneciente a una célula terrorista infiltrada. Hay que ver qué cosas pasan. Estoy
deseando que llegue el día que pillen a una guerrillera con una bomba en el
sujetador. A partir de ese día, todas las tías en el aeropuerto con las peras
al aire. ¡Toma ya! Toples por razones de seguridad. Seguro que en ese caso las
compañías aéreas incrementarían de forma notable el número de ventas. Claro que
de ahí a tener que desnudarse por completo y al examen rectal sólo hay un paso,
y esa idea ya me gusta menos.
El
incidente, como era de esperar, me obligó a comprar un nuevo desodorante en las
dutty free del aeropuerto. Pero
claro, en esas tiendas sólo hay marcas de esas pijas que anuncian por la tele,
con lo que tuve que pagar casi treinta euros por una barrita de desodorante,
eso sí, de setenta y cinco mililitros esta vez. No quería que me lo volviesen a
requisar a la vuelta.
Al
menos en Barajas se puede fumar, lo que siempre viene bien para desahogar la
irritación del execrable registro. Los puntos de fumador son unos cubículos
acristalados, donde hay unos paneles con rejillas que se suponen son para
filtrar el aire, pero que parecen estar siempre fuera de uso, dada la cargada
atmósfera de los habitáculos. Al otro lado del cristal los afortunados no
fumadores pueden mirarte como el que va al zoo a ver bichos. Sólo hace falta un
letrero que diga: «No dar de comer a los fumetas, pueden morder». Y además te
tienes que sentir agradecido. En muchos aeropuertos de este perro planeta ni
siquiera se puede fumar. Eso sí, por todas partes ves cartelitos de esos que
anuncian orgullosos que este aeropuerto es un espacio libre de humos. Encima
tocando los cojones, no te digo. Aunque no sé de qué me quejo, a fin de cuentas
todas estas reglas, prohibiciones y regulaciones son por nuestro propio bien,
para garantizar nuestra seguridad y nuestra salud, no quepa duda alguna. Si es
que este mundo se está convirtiendo cada vez en un lugar de lo más coñazo en el
que vivir. A veces pienso que nos acercamos, sin prisa pero sin pausa, al 1984
de George Orwell.
Tras
la procesión de carteles indicadores llegué a la zona de recogida de equipajes.
Miré a las pantallas informativas y me coloqué junto a la correspondiente cinta
transportadora. A pesar de que siempre compruebas varias veces tu número de
vuelo, no dejas de echar un vistazo al resto de gente alrededor de la cinta, y
te sientes aliviado cuando ves caras familiares. Sí, esta gente iba en mi
avión, piensas, por lo tanto aquí deben aparecer nuestras maletas, y si hay
suerte, la mía también.
Entonces
empezaron esos minutos de angustia, espera y desespero que te sitúan al borde
de la superstición, la histeria y el infarto. Las maletas salen poco a poco y
empiezan a dar vueltas en su carrusel y ves cómo la gente las recoge y se larga
de allí con viento fresco, pero la tuya no aparece. De pronto sale una que te
resulta familiar, pero no, no es tu maleta, y sientes la dentellada ardiente de
la frustración. Un terror sordo y sombrío empieza a crecer dentro de ti como
una nube negra y corrosiva que te va royendo. Notas las gotas de sudor por la
espalda. Cada vez hay menos maletas dando vueltas en la cinta y cada vez menos
gente alrededor. Empiezas a maldecir por lo bajo. No, por favor, otra vez no. Otra
vez la pesadilla de la maleta en paradero desconocido. ¿Dónde habrá ido esta
vez? ¿París, Ámsterdam, Berlín…? Espero que no haya llegado a la China.
De
pronto la vi, allí estaba, desplazándose hacia mí con lentitud. La agarré con
ansia y me cercioré a conciencia de que efectivamente era mi maleta. No la
abracé por vergüenza, no sea que me tomaran por loco, pero la sensación de
alivio y alegría fue casi orgásmica. Las lágrimas de dicha se agolparon en mis
ojos. Tenía mis cosas conmigo, mi ropa; podría cambiarme de calzoncillos. ¡Aleluya!
Los dioses habían tenido misericordia esta vez. En ese momento sentí una
genuina felicidad.
Con
mi maleta a la rastra, acompañado del musical traqueteo de sus ruedecitas sobre
el piso, y mi equipaje de mano al hombro, me dirigí con paso decidido y el
mentón en alto hasta el laberinto del entrañable y añoso tube. El metro londinense me conduciría en sus chirriantes
vagoncitos de techo curvo a disfrutar durante varios días de la hospitalidad anglosajona
en la capital de la pérfida Albión.
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©
Juan Nadie, Planeta Tierra, 2017.
Obra
inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative
(www.safecreative.org) con el número 1104229038727, con fecha de 22 de abril de
2011.
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los derechos reservados. All rights
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Ilustración
de la portada: fotomontaje del autor.
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Verdades de una realidad que nos abruma.
ResponderEliminarMUY BUENO!!
Shalom
O yo voy para viejo, o el mundo va realmente a peor. Mucho me temo que son ambas cosas.
ResponderEliminarGracias por leer y comentar, Beto.
Un saludo,