... Y QUE TE SEA LEVE.
Novelas, relatos, y otras incursiones en la destartalada mente de Juan Nadie (y su lúbrico álter ego, Rebeca Rader)
miércoles, 21 de diciembre de 2016
jueves, 15 de diciembre de 2016
Una de piratas (relato)
La
piratería goza de una larga tradición en la historia de la humanidad. A
menudo idealizada y dotada de un halo romántico, tan quimérico como irreal, sus
orígenes se remontan con toda probabilidad al comienzo de la civilización.
Sin
embargo, lejos están ya los tiempos de los bucaneros y corsarios, con loro en
el hombro y pata de palo, que surcaban el Caribe en veleros erizados de
rugientes cañones.
A
pesar de ello, la tradición piratesca persiste en la actualidad. Aunque los
cambios ocurridos en la aldea global han engendrado variedades de la piratería
sutilmente distintas de sus más ruidosas y sangrientas antecesoras.
En
este relato corto de Juan Nadie podrás deleitarte, querido lector o lectora, con
los hechos que llevan a tres piratas de hoy en día a cruzar sus caminos en un
nudo de apariencia indisoluble.
Y,
desde luego, totalmente libre de impuestos
(es decir, gratis total). Eso sí, leer este relato no te sirve para desgravar
en la declaración de la renta.
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UNA DE
PIRATAS
Tres
botellas de ron sobre el cofre del muerto
Anselmo, el vigilante jurado, no daba
crédito a sus ojos. Esto no puede estar pasando, se dijo a sí mismo, es la cosa
más absurda que he visto nunca. Pues no tiene el jodido viejo un pañuelo con
calaveras y tibias cruzadas atado a la cabeza. Si hasta uno de ellos lleva un
parche en el ojo. Y no digamos de la débil y apacible ancianita, que me acaba
de meter los cañones de la recortada bajo las narices. Espero que con la cosa
del Parkinson no se le vaya a ir el dedo en el gatillo. En todos los años que
llevo de vigilante en el banco, nunca me había ocurrido una cosa así, ni por
asomo. Pero mejor gasto cuidado. A pesar de la estampa tan ridícula que forman,
no creo que estén de broma. Eso que lleva el de la silla de ruedas con motor parece
un puto Kaláshnikov. Y los otros dos
llevan pistolas semiautomáticas.
—¡Venga! Empieza a echar la pasta
dentro —dijo uno de los vejetes, el del pañuelo con las calaveras, al
aterrorizado cajero mientras señalaba con la pistola la bolsa de deporte que
había colocado sobre el mostrador.
El resto de los empleados del banco, amén
de los desafortunados clientes, miraban con espanto y brazos en alto al
insólito grupo que los encañonaba con decisión.
—Ni te muevas o te vuelo la tapa de los
sesos —gruñó la abuela con voz asmática ante el casi imperceptible intento de
dar un corto paso hacia atrás del vigilante jurado Anselmo. Éste se lo pensó
dos veces y optó por estarse quietecito. Aunque el pulso de la vetusta dama no
era demasiado firme, a esa distancia su amenaza tendría una efectividad demoledora.
De pronto, todos levantaron la cabeza al
unísono. A lo lejos se podía oír el inconfundible ulular de las sirenas. Se
acercaban.
—¡La policía! —gritó con furia el del
parche en el ojo—.
Han
debido activar la alarma silenciosa. ¡Cabrones! ¿Qué hacemos, Bernardo? —le
preguntó nervioso al del pañuelo en la cabeza, que parecía ser el líder del
grupo.
—¡Larguémonos de aquí! —respondió Bernardo
al cabo de un par de segundos de vacilación— ¡Al coche, rápido!
Juanjo sonrió con satisfacción a la
pantalla del ordenador. Por fin he conseguido abrir el cofre del tesoro, pensó.
¡Sí señor! Y éste es uno de los buenos. Me voy a sacar una pasta gansa cuando
venda esta información de los archivos informáticos del Ministerio de Obras Públicas.
Algún periodista ávido y poco escrupuloso me va a besar el culo por haberle
conseguido el scoop de su vida.
Puso las manos en la nuca, se desperezó
en su asiento y se recostó hacia atrás. Paseó la mirada por el cibercafé. Casi
todos los ordenadores estaban ocupados, la mayoría por jóvenes de ambos sexos
con pinta de estudiantes. La verdad es que me ha hecho sudar, pero al final lo he
conseguido, se dijo. Aunque he tenido que intentarlo tres veces hasta que pude
encontrar la manera de burlar los cortafuegos y las barreras del servidor. ¡Soy
un puto crack! Incluso me he permitido
el lujo de chatear con esa insinuante y traviesa desconocida que ha aparecido de
pronto en la esquina inferior de la pantalla. No podría jurarlo, pero estoy
casi seguro que es alguien que se encuentra ahora mismo en el café. Yo diría
que la morena junto a la ventana. Lleva un rato lanzándome miraditas coquetas.
¿Quieres guerra, nena? Pues aquí estoy, soy todo tuyo.
Ngono sudaba su piel de ébano sentado
en cuclillas sobre la soleada acera. Delante de él, una manta de color oscuro
exponía una ecléctica colección de copias ilegales de CD de música y películas
en DVD. Entrecerró los ojos y miró calle arriba. Repartidos sobre varios
cientos de metros, tres colegas de similar empleo, aunque de distinta
procedencia subsahariana, desplegaban sus productos de bajo precio y dudosa calidad
a los transeúntes medianamente interesados.
De pronto, el compañero que se
recostaba con indolencia bajo uno de los arbolillos de sombra de la esquina,
haciendo las veces de oteador, echó a correr calle abajo.
—¡Agua! ¡Agua! —gritaba.
Bernardo corría por la acera a la
máxima velocidad que la artrosis y la operación de cadera de hace tres años le
permitían. ¡Mecagüen la puta!, refunfuñó entre resoplidos, al final se ha ido
todo a tomar por culo. Ya sabía yo que no tenía que haber dejado conducir a
Felisa. Pero es que, con las prisas por salir del banco, abrir las puertas de
la furgoneta y bajar la plataforma para la silla de Fermín, se nos ha
complicado la cosa. Se puso nerviosa cuando vio al coche patrulla doblar la
esquina y al final nos ha estampado contra una farola. A estas alturas ya deben
haber atrapado a los demás. ¡En fin! Que se le va a hacer. Al menos no nos
hemos aburrido desde que nos fugamos del asilo. Aún me pregunto de donde habrá
sacado mi nieto las armas para el atraco. Lo mismo debería hablarlo con su
madre. ¡Que le den! Bastantes preocupaciones tengo yo ahora.
El anciano pudo oír como la sirena de
la policía se acercaba sin remisión. Decidió meterse en un callejón lateral en
un intento desesperado por burlar a sus perseguidores. ¡Mierda! Exclamó
parándose en seco en medio del callejón. Esto no tiene salida. Me he metido en
una ratonera.
A unos metros delante de él, casi junto
a la pared del fondo del callejón, un chaval joven, con unas sucias y enormes
deportivas y una pesada mochila a la espalda lo miraba con cara de espanto.
Demonios, otra vez la pasma, maldijo
Ngono para sus adentros tras ver como el oteador se perdía calle abajo. Con una
celeridad que evidenciaba una intensa práctica, agarró las cuatro esquinas de
la manta, hizo una improvisada bolsa, la ató con un rápido nudo, se la echó al
hombro y salió a toda prisa. Un par de deuvedés cayeron al suelo, pero no se
molestó en recogerlos. Esta vez no me pillan; no tengo ganas de volver a
pasarme otros tres días en el trullo aguantando a esos desgraciados. Aunque
tenga que tirar la maldita manta con todas las películas al río.
Dobló la primera esquina a la izquierda
y empezó a zigzaguear entre los bloques de pisos. No conocía muy bien el
barrio, pero esperaba poder dar esquinazo a la pareja de azul.
Un coche negro y sin identificación
alguna, con toda la pinta de ser algún tipo de vehículo oficial de incógnito,
se paró en la puerta del cibercafé. Dos tipos de traje oscuro y gafas de sol se
bajaron del mismo. Juanjo los vio acercarse a través de la ventana del local y
sintió como se le erizaba el vello de la nuca.
¡No, no puede ser! ¿Pero… cómo es
posible? A menos que alguien… ¡Claro! Se dio una palmada mental en la frente.
La morena. La muy hija de puta me estaba tonteando mientras hackeaba mi ordenador y avisaba a la
patrulla de la policía informática. He picado como un pardillo.
Los dos trajes atravesaban la puerta
del cibercafé en el mismo momento en que Juanjo cerraba el portátil, lo metía
de un empellón en la mochila y salía como un rayo hacia la puerta trasera del
local.
—¡Eh, tú! —gritó alguien a sus
espaldas.
Juanjo no se volvió. Se lanzó con
desesperación por el laberinto de callejuelas que se abría tras el cibercafé.
Pero tuvo la mala fortuna de torcer a la derecha cuando debía haberlo hecho a
la izquierda. Acabó en una callejuela cortada por un alto muro de ladrillos. Se
volvió dispuesto a continuar su desenfrenada huida cuando un vejete, al borde
el infarto y con un pañuelo negro atado a la cabeza, apareció en la entrada del
callejón. Lo miró durante unos segundos con estupefacción. El pañuelo del viejo
parecía estar decorado con calaveras. Justo en ese momento un tipo de color,
sudando a chorros y con una enorme bolsa de tela al hombro, doblo la esquina y entró
a todo correr.
Los tres hombres se contemplaron unos a
otros en silencio y con desconfianza durante unos gélidos instantes. Un coche
patrulla frenó con un chirrido de neumáticos a la entrada del callejón. Bernardo,
Juanjo y Ngono comprendieron al instante cual era la razón que los había
llevado a ese inesperado punto de encuentro. Todos trataban de eludir el
cordial encuentro con las fuerzas de la autoridad.
La puerta del fondo del callejón, milenaria
y oxidada hasta lo imposible, se abrió con un crujido agónico. Una figura
encorvada, con la cabeza cubierta por un pañuelo negro del que sobresalía una
ganchuda nariz les mostró cual era la única vía de escape.
Los tres hombres miraron a los policías
que se bajaban del coche. Se volvieron hacia la puerta. La vieja repitió el
gesto con una mano apergaminada como un sarmiento. Tenía una presencia bastante
más ominosa y amenazadora que los hombres de uniforme. Pero, a fin de cuentas,
ellos eran lo que eran.
Se lanzaron a través de la puerta.
© Juan Nadie, planeta Tierra, 2015
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad
Intelectual de Safe Creative con el número 1009287453195, con fecha de 28 de
septiembre de 2010.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la cubierta: fotomontaje del autor.
jueves, 8 de diciembre de 2016
La Montaña (relato)
«Escrito
está en los arcanos libros que aún guardan la sabiduría ancestral. Hubo un
tiempo en que los hombres vivían sometidos al yugo de los dioses, hasta que un
héroe lo sacrificó todo para romper las cadenas y liberar a la humanidad.»
Esta
es la culminación de la aventura épica de Ere Nayak, el héroe remoto y
solitario que se enfrentó a la tiranía de los dioses.
Si
pinchas en la portada, podrás leerlo
en la página web Wattpad, la internacional y afamada página canadiense para escritores y
lectores.
Si pinchas aquí, puedes bajarte el PDF.
En cualquier caso, la lectura de este
relato te supondrá un gasto total de 0,00 €, es decir, totalmente gratis.
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LA MONTAÑA
No son muchos los que lo saben, y menos
aun los que están dispuestos a admitirlo. O tienen el valor de hacerlo. Pero
escrito está en los arcanos libros que aún guardan la sabiduría ancestral. Hubo
un tiempo en que los hombres vivían sometidos al yugo de los dioses, hasta que
un héroe lo sacrificó todo para romper las cadenas y liberar a la humanidad.
Los pueblos que vivieron en los
primeros tiempos del mundo lo sabían y con resignación lo aceptaban. La única
manera de hacer realidad sus deseos era a través del favor de los dioses. Sin
su indulgencia, ningún anhelo era satisfecho, ningún ruego colmado, ninguna
esperanza alcanzada. Sin los dioses, nada se podía conseguir. Pero los dioses
no siempre escuchaban. Concedían los sueños rogados por los hombres si su
caprichosa y voluble naturaleza así lo determinada. Pues la voluntad de los
dioses era tornadiza como el viento entre los juntos. Los hombres no podían
hacer otra cosa que suplicar sin cesar su beneplácito.
El conocimiento de aquel mundo original
se ha perdido ya en la memoria del mundo, pero para Ere Nayak, la tiranía de
los dioses era algo real y tangible, pues él vivió en aquella época cuyo
recuerdo no ha llegado a nuestros días.
Al pie de la ladera, Ere Nayak tiró a
un lado el zurrón con las magras provisiones que aún le quedaban. Estaba en la
última etapa de su viaje y ya no le servían para mucho. Tras unos instantes de
vacilación, también arrojó lejos la maciza espada de hierro que llevaba al
cinto. Tan sólo conservó la lanza, que podría servirle de cayado durante la
escalada. Se arrebujó en sus gastadas ropas de piel sin curtir y comenzó a
subir con determinación. Desde hacía muchas lunas, alcanzar la cumbre de la
montaña se había convertido en el único motivo de su existencia. Quizá también en
el último.
―Tal vez lo consiga ―dijo #113 a sus
dos compañeros en lo alto de la montaña. El dios observó con los ojos
entrecerrados a la pequeña figura que se movía gateando entre las rocas,
acortando la distancia de forma lenta, pero inexorable.
―Eso es imposible ―contestó #54 con un
deje de hastío―. Ninguno de ellos ha llegado nunca hasta aquí.
―Una o dos veces sí que lo han
conseguido, mi querido #54. Deberías leer los Registros de vez en cuando.
El dios soltó un resoplido y expresó
sin sombra de duda el fastidio y aburrimiento que supondría la tarea sugerida
por su divino colega. Se giró sobre sus pasos y centró su atención en #69, que
indolente y perezosa se recostaba sobre la nieve.
―¿Tenemos que estar aquí todavía mucho
tiempo? ―preguntó #69 con un bostezo―. Estoy terriblemente aburrida. Aquí no
hay nada que hacer.
―Te comprendo perfectamente, querida.
Pero tenemos que esperar a que el humano llegue a la cima de la montaña ―contestó
#113.
―¿Para qué? ¡Yo quiero volver! ―insistió
la diosa con un precioso mohín de su boca mientras cambiaba de postura.
―Mucho me temo, querida mía, que no te
queda más remedio que ejercer la virtud de la paciencia. Esta es la montaña de
los dioses. Si un humano consigue alcanzar la cumbre, al menos uno de nosotros
tiene que estar aquí para recibirlo. Ya lo sabes. Son las reglas ―replicó #113 con
una sarcástica sonrisa.
―Esto de la divinidad es a veces un
auténtico fastidio ―replicó #69 con un suspiro. Se recostó un poco más sobre el
helado suelo y cerró los ojos.
—Tienes toda la razón —replicó #54 con
otro bufido.
Ere Nayak miró hacia arriba un momento,
a la cima que era el final de su largo viaje. Su meta. Su destino. Aún le
quedaban mucho por ascender y el frío de la montaña drenaba con rapidez sus ya
mermadas fuerzas. Soltó un gruñido de dolor cuando uno de los desollados pies
se apoyó sobre una piedra plagada de filos cortantes. Paró unos instantes y
maldijo por enésima vez a los dioses.
Él nunca había prestado demasiada
atención a las antiguas historias de su pueblo. Los dioses siempre le habían
parecido criaturas remotas e impredecibles, tiranos ciegos que regían el mundo
llevados tan sólo por su capricho y su antojo. Pero cuando el desastre abatió la
aldea, Ere Nayak comprendió que la única manera que tenía de cambiar el destino
era subir a la montaña y hacer su petición. Según contaba la leyenda, ya hubo
una vez un hombre que lo consiguió. Su deseo fue gobernar sobre el gran bosque
y los ríos que lo surcaban. Él fue el primer rey de su pueblo.
Apretó los dientes, se agarró con
fuerza a las rocas y continuó su ascensión. No estaba dispuesto a rendirse.
Llegar a la montaña y conseguir el
favor de los dioses no había sido tarea fácil, como bien le advirtieran las
leyendas de su tribu. Ere Nayak tuvo que atravesar desiertos calcinados
habitados por criaturas extrañas y ponzoñosas. Surcar pantanos abarrotados de
mosquitos y sanguijuelas que se pegaban a su piel por docenas. Se vio obligado
a luchar contra enemigos sanguinarios y bestias feroces. Ninguno de los que
partieron con él al comienzo del viaje había conseguido llegar. Sólo la
obstinación y el odio le impulsaban a seguir, a mantenerse en pie. Y la última
prueba había sido la peor de todas. Tuvo que elegir entre aquella pobre gente o
continuar su largo viaje. Muchos inocentes murieron, incluyendo mujeres y
niños. En su búsqueda lo había perdido todo, familia, amigos, honor, dignidad y
hasta la bondad de su corazón. Ya no le quedaba nada. Ya nada podía detenerlo. Sabía
que no habría viaje de vuelta a casa.
―¡Creo que aquí llega! ―exclamó el dios
de menor rango.
―¿Qué se supone que debemos hacer con
él? ―preguntó #54.
―Hay que concederle lo que nos pida,
según creo. Es el premio por subir a la montaña ―contestó #113.
―¿Y qué nos pedirá?
―Riquezas, fama, poder, la resurrección
de algún ser querido…, eso suele ser lo normal.
#69 se desperezó con voluptuosidad y
emergió de la aparente modorra en la que estaba sumida.
―¿Podemos resucitar a los mortales?
―preguntó.
―Según los Registros, creo que sí
―contestó #113.
―¡Qué interesante! Aun así, sigo
pensando que todo esto es una verdadera pérdida de tiempo. Deberíamos olvidar a
ese estúpido mortal y regresar. ¡Me aburro! ¿Por qué me habéis traído aquí?
¿Por qué no se lo pedisteis a #27? ―refunfuñó la diosa.
―Lo hice, querida ―dijo #113―. Pero
ella tiene un rango superior al tuyo, así que podía permitirse elegir.
La diosa recostada sobre la nieve escupió
una maldición que era a la vez un soez y despectivo insulto para su
correligionaria deidad.
Un brazo sucio y medio congelado asomó
por el borde del último risco. Le siguió un cuerpo que una vez fue musculoso y fuerte,
pero que ahora se encontraba desecho, como un muñeco de lana a punto de
deshilarse. La cabeza del hombre estaba oculta en parte por un burdo vendaje
manchado de oscuro que cubría uno de sus ojos. Los pies y las manos no eran más
que llagas heladas. #113 sintió un conato de asombro, incluso de admiración
ante la visión del desdichado mortal. #54 se vio invadido por la confusión. #69
lanzó una mueca de asco.
―¿Sois los dioses? ―preguntó Ere Nayak,
con todo el aplomo que el terror que aleteaba en su pecho le permitía.
―Yo soy… uno de los… eh… dioses de la
montaña ―respondió #54 en la lengua del hombre―. Bienvenido a nuestra sagrada
presencia… eh… mortal del pueblo de… eh… los… de abajo de la montaña.
#54 lanzó una mirada de interrogación a
su compañero. #113 respondió con una leve inclinación de cabeza.
Ere Nayak observó con su único ojo sano
a la sonriente deidad. El temor que sintió al principio empezó a desvanecerse
como la niebla en un vendaval.
―¿Os avendréis a conceder mi petición?
―preguntó.
―Esa es la regla. Todo aquel que alcance
la cima de la montaña de los dioses tiene ganado su favor —dijo #113.
―¿Cualquier cosa?
#69 lanzó un resoplido de impaciencia.
―Lo que pida tu corazón ―respondió #54.
Ere Nayak se dejó caer de rodillas,
agotado, delante de la divina trinidad que lo contemplaba. Tras unos segundos,
levantó el rostro con esfuerzo y miró a los dioses con desafió.
―Pido que los dioses abandonen la
montaña y nunca más intervengan en el mundo de los hombres ni en sus vidas. Que
nunca más dependamos de los dioses ni tengamos que rogar sin tregua por su
benevolencia. Que no nos veamos sujetos a su capricho ni a su ira. Deseo que
los hombres sean los dueños y señores de su propio destino.
Las tres deidades se miraron unas a otras
en profunda consternación.
―Las reglas son las reglas ―dijo #113 con
un encogimiento de hombros.
Ere Nayak dejó escapar un suspiro y se
desplomó. Su cuerpo hizo un sonido apagado al chocar contra la helada nieve de
la cima.
Cayó muerto a los pies de los dioses de
la montaña, pero su viaje no fue en vano. Consiguió su propósito. Los dioses
abandonaron el mundo y nunca más se inmiscuyeron en los asuntos de los hombres.
Aunque algunos lo hayan olvidado.
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Del
Qenya (alto élfico) y/o del Sindarin (élfico gris):
Ere --> solitario
Nayak --> dolor, doloroso
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© Juan Nadie, Planeta
Tierra, 2014
Obra inscrita en el Registro
de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el
número 1008056983604, con fecha de 5 de agosto de 2010.
Todos los derechos
reservados.
Ilustración de la cubierta:
fotomontaje del autor.
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