La
piratería goza de una larga tradición en la historia de la humanidad. A
menudo idealizada y dotada de un halo romántico, tan quimérico como irreal, sus
orígenes se remontan con toda probabilidad al comienzo de la civilización.
Sin
embargo, lejos están ya los tiempos de los bucaneros y corsarios, con loro en
el hombro y pata de palo, que surcaban el Caribe en veleros erizados de
rugientes cañones.
A
pesar de ello, la tradición piratesca persiste en la actualidad. Aunque los
cambios ocurridos en la aldea global han engendrado variedades de la piratería
sutilmente distintas de sus más ruidosas y sangrientas antecesoras.
En
este relato corto de Juan Nadie podrás deleitarte, querido lector o lectora, con
los hechos que llevan a tres piratas de hoy en día a cruzar sus caminos en un
nudo de apariencia indisoluble.
Y,
desde luego, totalmente libre de impuestos
(es decir, gratis total). Eso sí, leer este relato no te sirve para desgravar
en la declaración de la renta.
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UNA DE
PIRATAS
Tres
botellas de ron sobre el cofre del muerto
Anselmo, el vigilante jurado, no daba
crédito a sus ojos. Esto no puede estar pasando, se dijo a sí mismo, es la cosa
más absurda que he visto nunca. Pues no tiene el jodido viejo un pañuelo con
calaveras y tibias cruzadas atado a la cabeza. Si hasta uno de ellos lleva un
parche en el ojo. Y no digamos de la débil y apacible ancianita, que me acaba
de meter los cañones de la recortada bajo las narices. Espero que con la cosa
del Parkinson no se le vaya a ir el dedo en el gatillo. En todos los años que
llevo de vigilante en el banco, nunca me había ocurrido una cosa así, ni por
asomo. Pero mejor gasto cuidado. A pesar de la estampa tan ridícula que forman,
no creo que estén de broma. Eso que lleva el de la silla de ruedas con motor parece
un puto Kaláshnikov. Y los otros dos
llevan pistolas semiautomáticas.
—¡Venga! Empieza a echar la pasta
dentro —dijo uno de los vejetes, el del pañuelo con las calaveras, al
aterrorizado cajero mientras señalaba con la pistola la bolsa de deporte que
había colocado sobre el mostrador.
El resto de los empleados del banco, amén
de los desafortunados clientes, miraban con espanto y brazos en alto al
insólito grupo que los encañonaba con decisión.
—Ni te muevas o te vuelo la tapa de los
sesos —gruñó la abuela con voz asmática ante el casi imperceptible intento de
dar un corto paso hacia atrás del vigilante jurado Anselmo. Éste se lo pensó
dos veces y optó por estarse quietecito. Aunque el pulso de la vetusta dama no
era demasiado firme, a esa distancia su amenaza tendría una efectividad demoledora.
De pronto, todos levantaron la cabeza al
unísono. A lo lejos se podía oír el inconfundible ulular de las sirenas. Se
acercaban.
—¡La policía! —gritó con furia el del
parche en el ojo—.
Han
debido activar la alarma silenciosa. ¡Cabrones! ¿Qué hacemos, Bernardo? —le
preguntó nervioso al del pañuelo en la cabeza, que parecía ser el líder del
grupo.
—¡Larguémonos de aquí! —respondió Bernardo
al cabo de un par de segundos de vacilación— ¡Al coche, rápido!
Juanjo sonrió con satisfacción a la
pantalla del ordenador. Por fin he conseguido abrir el cofre del tesoro, pensó.
¡Sí señor! Y éste es uno de los buenos. Me voy a sacar una pasta gansa cuando
venda esta información de los archivos informáticos del Ministerio de Obras Públicas.
Algún periodista ávido y poco escrupuloso me va a besar el culo por haberle
conseguido el scoop de su vida.
Puso las manos en la nuca, se desperezó
en su asiento y se recostó hacia atrás. Paseó la mirada por el cibercafé. Casi
todos los ordenadores estaban ocupados, la mayoría por jóvenes de ambos sexos
con pinta de estudiantes. La verdad es que me ha hecho sudar, pero al final lo he
conseguido, se dijo. Aunque he tenido que intentarlo tres veces hasta que pude
encontrar la manera de burlar los cortafuegos y las barreras del servidor. ¡Soy
un puto crack! Incluso me he permitido
el lujo de chatear con esa insinuante y traviesa desconocida que ha aparecido de
pronto en la esquina inferior de la pantalla. No podría jurarlo, pero estoy
casi seguro que es alguien que se encuentra ahora mismo en el café. Yo diría
que la morena junto a la ventana. Lleva un rato lanzándome miraditas coquetas.
¿Quieres guerra, nena? Pues aquí estoy, soy todo tuyo.
Ngono sudaba su piel de ébano sentado
en cuclillas sobre la soleada acera. Delante de él, una manta de color oscuro
exponía una ecléctica colección de copias ilegales de CD de música y películas
en DVD. Entrecerró los ojos y miró calle arriba. Repartidos sobre varios
cientos de metros, tres colegas de similar empleo, aunque de distinta
procedencia subsahariana, desplegaban sus productos de bajo precio y dudosa calidad
a los transeúntes medianamente interesados.
De pronto, el compañero que se
recostaba con indolencia bajo uno de los arbolillos de sombra de la esquina,
haciendo las veces de oteador, echó a correr calle abajo.
—¡Agua! ¡Agua! —gritaba.
Bernardo corría por la acera a la
máxima velocidad que la artrosis y la operación de cadera de hace tres años le
permitían. ¡Mecagüen la puta!, refunfuñó entre resoplidos, al final se ha ido
todo a tomar por culo. Ya sabía yo que no tenía que haber dejado conducir a
Felisa. Pero es que, con las prisas por salir del banco, abrir las puertas de
la furgoneta y bajar la plataforma para la silla de Fermín, se nos ha
complicado la cosa. Se puso nerviosa cuando vio al coche patrulla doblar la
esquina y al final nos ha estampado contra una farola. A estas alturas ya deben
haber atrapado a los demás. ¡En fin! Que se le va a hacer. Al menos no nos
hemos aburrido desde que nos fugamos del asilo. Aún me pregunto de donde habrá
sacado mi nieto las armas para el atraco. Lo mismo debería hablarlo con su
madre. ¡Que le den! Bastantes preocupaciones tengo yo ahora.
El anciano pudo oír como la sirena de
la policía se acercaba sin remisión. Decidió meterse en un callejón lateral en
un intento desesperado por burlar a sus perseguidores. ¡Mierda! Exclamó
parándose en seco en medio del callejón. Esto no tiene salida. Me he metido en
una ratonera.
A unos metros delante de él, casi junto
a la pared del fondo del callejón, un chaval joven, con unas sucias y enormes
deportivas y una pesada mochila a la espalda lo miraba con cara de espanto.
Demonios, otra vez la pasma, maldijo
Ngono para sus adentros tras ver como el oteador se perdía calle abajo. Con una
celeridad que evidenciaba una intensa práctica, agarró las cuatro esquinas de
la manta, hizo una improvisada bolsa, la ató con un rápido nudo, se la echó al
hombro y salió a toda prisa. Un par de deuvedés cayeron al suelo, pero no se
molestó en recogerlos. Esta vez no me pillan; no tengo ganas de volver a
pasarme otros tres días en el trullo aguantando a esos desgraciados. Aunque
tenga que tirar la maldita manta con todas las películas al río.
Dobló la primera esquina a la izquierda
y empezó a zigzaguear entre los bloques de pisos. No conocía muy bien el
barrio, pero esperaba poder dar esquinazo a la pareja de azul.
Un coche negro y sin identificación
alguna, con toda la pinta de ser algún tipo de vehículo oficial de incógnito,
se paró en la puerta del cibercafé. Dos tipos de traje oscuro y gafas de sol se
bajaron del mismo. Juanjo los vio acercarse a través de la ventana del local y
sintió como se le erizaba el vello de la nuca.
¡No, no puede ser! ¿Pero… cómo es
posible? A menos que alguien… ¡Claro! Se dio una palmada mental en la frente.
La morena. La muy hija de puta me estaba tonteando mientras hackeaba mi ordenador y avisaba a la
patrulla de la policía informática. He picado como un pardillo.
Los dos trajes atravesaban la puerta
del cibercafé en el mismo momento en que Juanjo cerraba el portátil, lo metía
de un empellón en la mochila y salía como un rayo hacia la puerta trasera del
local.
—¡Eh, tú! —gritó alguien a sus
espaldas.
Juanjo no se volvió. Se lanzó con
desesperación por el laberinto de callejuelas que se abría tras el cibercafé.
Pero tuvo la mala fortuna de torcer a la derecha cuando debía haberlo hecho a
la izquierda. Acabó en una callejuela cortada por un alto muro de ladrillos. Se
volvió dispuesto a continuar su desenfrenada huida cuando un vejete, al borde
el infarto y con un pañuelo negro atado a la cabeza, apareció en la entrada del
callejón. Lo miró durante unos segundos con estupefacción. El pañuelo del viejo
parecía estar decorado con calaveras. Justo en ese momento un tipo de color,
sudando a chorros y con una enorme bolsa de tela al hombro, doblo la esquina y entró
a todo correr.
Los tres hombres se contemplaron unos a
otros en silencio y con desconfianza durante unos gélidos instantes. Un coche
patrulla frenó con un chirrido de neumáticos a la entrada del callejón. Bernardo,
Juanjo y Ngono comprendieron al instante cual era la razón que los había
llevado a ese inesperado punto de encuentro. Todos trataban de eludir el
cordial encuentro con las fuerzas de la autoridad.
La puerta del fondo del callejón, milenaria
y oxidada hasta lo imposible, se abrió con un crujido agónico. Una figura
encorvada, con la cabeza cubierta por un pañuelo negro del que sobresalía una
ganchuda nariz les mostró cual era la única vía de escape.
Los tres hombres miraron a los policías
que se bajaban del coche. Se volvieron hacia la puerta. La vieja repitió el
gesto con una mano apergaminada como un sarmiento. Tenía una presencia bastante
más ominosa y amenazadora que los hombres de uniforme. Pero, a fin de cuentas,
ellos eran lo que eran.
Se lanzaron a través de la puerta.
© Juan Nadie, planeta Tierra, 2015
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad
Intelectual de Safe Creative con el número 1009287453195, con fecha de 28 de
septiembre de 2010.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la cubierta: fotomontaje del autor.
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