«Escrito
está en los arcanos libros que aún guardan la sabiduría ancestral. Hubo un
tiempo en que los hombres vivían sometidos al yugo de los dioses, hasta que un
héroe lo sacrificó todo para romper las cadenas y liberar a la humanidad.»
Esta
es la culminación de la aventura épica de Ere Nayak, el héroe remoto y
solitario que se enfrentó a la tiranía de los dioses.
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LA MONTAÑA
No son muchos los que lo saben, y menos
aun los que están dispuestos a admitirlo. O tienen el valor de hacerlo. Pero
escrito está en los arcanos libros que aún guardan la sabiduría ancestral. Hubo
un tiempo en que los hombres vivían sometidos al yugo de los dioses, hasta que
un héroe lo sacrificó todo para romper las cadenas y liberar a la humanidad.
Los pueblos que vivieron en los
primeros tiempos del mundo lo sabían y con resignación lo aceptaban. La única
manera de hacer realidad sus deseos era a través del favor de los dioses. Sin
su indulgencia, ningún anhelo era satisfecho, ningún ruego colmado, ninguna
esperanza alcanzada. Sin los dioses, nada se podía conseguir. Pero los dioses
no siempre escuchaban. Concedían los sueños rogados por los hombres si su
caprichosa y voluble naturaleza así lo determinada. Pues la voluntad de los
dioses era tornadiza como el viento entre los juntos. Los hombres no podían
hacer otra cosa que suplicar sin cesar su beneplácito.
El conocimiento de aquel mundo original
se ha perdido ya en la memoria del mundo, pero para Ere Nayak, la tiranía de
los dioses era algo real y tangible, pues él vivió en aquella época cuyo
recuerdo no ha llegado a nuestros días.
Al pie de la ladera, Ere Nayak tiró a
un lado el zurrón con las magras provisiones que aún le quedaban. Estaba en la
última etapa de su viaje y ya no le servían para mucho. Tras unos instantes de
vacilación, también arrojó lejos la maciza espada de hierro que llevaba al
cinto. Tan sólo conservó la lanza, que podría servirle de cayado durante la
escalada. Se arrebujó en sus gastadas ropas de piel sin curtir y comenzó a
subir con determinación. Desde hacía muchas lunas, alcanzar la cumbre de la
montaña se había convertido en el único motivo de su existencia. Quizá también en
el último.
―Tal vez lo consiga ―dijo #113 a sus
dos compañeros en lo alto de la montaña. El dios observó con los ojos
entrecerrados a la pequeña figura que se movía gateando entre las rocas,
acortando la distancia de forma lenta, pero inexorable.
―Eso es imposible ―contestó #54 con un
deje de hastío―. Ninguno de ellos ha llegado nunca hasta aquí.
―Una o dos veces sí que lo han
conseguido, mi querido #54. Deberías leer los Registros de vez en cuando.
El dios soltó un resoplido y expresó
sin sombra de duda el fastidio y aburrimiento que supondría la tarea sugerida
por su divino colega. Se giró sobre sus pasos y centró su atención en #69, que
indolente y perezosa se recostaba sobre la nieve.
―¿Tenemos que estar aquí todavía mucho
tiempo? ―preguntó #69 con un bostezo―. Estoy terriblemente aburrida. Aquí no
hay nada que hacer.
―Te comprendo perfectamente, querida.
Pero tenemos que esperar a que el humano llegue a la cima de la montaña ―contestó
#113.
―¿Para qué? ¡Yo quiero volver! ―insistió
la diosa con un precioso mohín de su boca mientras cambiaba de postura.
―Mucho me temo, querida mía, que no te
queda más remedio que ejercer la virtud de la paciencia. Esta es la montaña de
los dioses. Si un humano consigue alcanzar la cumbre, al menos uno de nosotros
tiene que estar aquí para recibirlo. Ya lo sabes. Son las reglas ―replicó #113 con
una sarcástica sonrisa.
―Esto de la divinidad es a veces un
auténtico fastidio ―replicó #69 con un suspiro. Se recostó un poco más sobre el
helado suelo y cerró los ojos.
—Tienes toda la razón —replicó #54 con
otro bufido.
Ere Nayak miró hacia arriba un momento,
a la cima que era el final de su largo viaje. Su meta. Su destino. Aún le
quedaban mucho por ascender y el frío de la montaña drenaba con rapidez sus ya
mermadas fuerzas. Soltó un gruñido de dolor cuando uno de los desollados pies
se apoyó sobre una piedra plagada de filos cortantes. Paró unos instantes y
maldijo por enésima vez a los dioses.
Él nunca había prestado demasiada
atención a las antiguas historias de su pueblo. Los dioses siempre le habían
parecido criaturas remotas e impredecibles, tiranos ciegos que regían el mundo
llevados tan sólo por su capricho y su antojo. Pero cuando el desastre abatió la
aldea, Ere Nayak comprendió que la única manera que tenía de cambiar el destino
era subir a la montaña y hacer su petición. Según contaba la leyenda, ya hubo
una vez un hombre que lo consiguió. Su deseo fue gobernar sobre el gran bosque
y los ríos que lo surcaban. Él fue el primer rey de su pueblo.
Apretó los dientes, se agarró con
fuerza a las rocas y continuó su ascensión. No estaba dispuesto a rendirse.
Llegar a la montaña y conseguir el
favor de los dioses no había sido tarea fácil, como bien le advirtieran las
leyendas de su tribu. Ere Nayak tuvo que atravesar desiertos calcinados
habitados por criaturas extrañas y ponzoñosas. Surcar pantanos abarrotados de
mosquitos y sanguijuelas que se pegaban a su piel por docenas. Se vio obligado
a luchar contra enemigos sanguinarios y bestias feroces. Ninguno de los que
partieron con él al comienzo del viaje había conseguido llegar. Sólo la
obstinación y el odio le impulsaban a seguir, a mantenerse en pie. Y la última
prueba había sido la peor de todas. Tuvo que elegir entre aquella pobre gente o
continuar su largo viaje. Muchos inocentes murieron, incluyendo mujeres y
niños. En su búsqueda lo había perdido todo, familia, amigos, honor, dignidad y
hasta la bondad de su corazón. Ya no le quedaba nada. Ya nada podía detenerlo. Sabía
que no habría viaje de vuelta a casa.
―¡Creo que aquí llega! ―exclamó el dios
de menor rango.
―¿Qué se supone que debemos hacer con
él? ―preguntó #54.
―Hay que concederle lo que nos pida,
según creo. Es el premio por subir a la montaña ―contestó #113.
―¿Y qué nos pedirá?
―Riquezas, fama, poder, la resurrección
de algún ser querido…, eso suele ser lo normal.
#69 se desperezó con voluptuosidad y
emergió de la aparente modorra en la que estaba sumida.
―¿Podemos resucitar a los mortales?
―preguntó.
―Según los Registros, creo que sí
―contestó #113.
―¡Qué interesante! Aun así, sigo
pensando que todo esto es una verdadera pérdida de tiempo. Deberíamos olvidar a
ese estúpido mortal y regresar. ¡Me aburro! ¿Por qué me habéis traído aquí?
¿Por qué no se lo pedisteis a #27? ―refunfuñó la diosa.
―Lo hice, querida ―dijo #113―. Pero
ella tiene un rango superior al tuyo, así que podía permitirse elegir.
La diosa recostada sobre la nieve escupió
una maldición que era a la vez un soez y despectivo insulto para su
correligionaria deidad.
Un brazo sucio y medio congelado asomó
por el borde del último risco. Le siguió un cuerpo que una vez fue musculoso y fuerte,
pero que ahora se encontraba desecho, como un muñeco de lana a punto de
deshilarse. La cabeza del hombre estaba oculta en parte por un burdo vendaje
manchado de oscuro que cubría uno de sus ojos. Los pies y las manos no eran más
que llagas heladas. #113 sintió un conato de asombro, incluso de admiración
ante la visión del desdichado mortal. #54 se vio invadido por la confusión. #69
lanzó una mueca de asco.
―¿Sois los dioses? ―preguntó Ere Nayak,
con todo el aplomo que el terror que aleteaba en su pecho le permitía.
―Yo soy… uno de los… eh… dioses de la
montaña ―respondió #54 en la lengua del hombre―. Bienvenido a nuestra sagrada
presencia… eh… mortal del pueblo de… eh… los… de abajo de la montaña.
#54 lanzó una mirada de interrogación a
su compañero. #113 respondió con una leve inclinación de cabeza.
Ere Nayak observó con su único ojo sano
a la sonriente deidad. El temor que sintió al principio empezó a desvanecerse
como la niebla en un vendaval.
―¿Os avendréis a conceder mi petición?
―preguntó.
―Esa es la regla. Todo aquel que alcance
la cima de la montaña de los dioses tiene ganado su favor —dijo #113.
―¿Cualquier cosa?
#69 lanzó un resoplido de impaciencia.
―Lo que pida tu corazón ―respondió #54.
Ere Nayak se dejó caer de rodillas,
agotado, delante de la divina trinidad que lo contemplaba. Tras unos segundos,
levantó el rostro con esfuerzo y miró a los dioses con desafió.
―Pido que los dioses abandonen la
montaña y nunca más intervengan en el mundo de los hombres ni en sus vidas. Que
nunca más dependamos de los dioses ni tengamos que rogar sin tregua por su
benevolencia. Que no nos veamos sujetos a su capricho ni a su ira. Deseo que
los hombres sean los dueños y señores de su propio destino.
Las tres deidades se miraron unas a otras
en profunda consternación.
―Las reglas son las reglas ―dijo #113 con
un encogimiento de hombros.
Ere Nayak dejó escapar un suspiro y se
desplomó. Su cuerpo hizo un sonido apagado al chocar contra la helada nieve de
la cima.
Cayó muerto a los pies de los dioses de
la montaña, pero su viaje no fue en vano. Consiguió su propósito. Los dioses
abandonaron el mundo y nunca más se inmiscuyeron en los asuntos de los hombres.
Aunque algunos lo hayan olvidado.
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Del
Qenya (alto élfico) y/o del Sindarin (élfico gris):
Ere --> solitario
Nayak --> dolor, doloroso
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© Juan Nadie, Planeta
Tierra, 2014
Obra inscrita en el Registro
de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el
número 1008056983604, con fecha de 5 de agosto de 2010.
Todos los derechos
reservados.
Ilustración de la cubierta:
fotomontaje del autor.
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