Un año más, se nos viene encima
una de esas festividades de importación, entrañables y dicharacheras, que ya se
han convertido en parte inevitable de nuestras vidas (sobre todo para los
cerebros más jóvenes, paridos y criados tras las reformas educativas).
Pero… ¿alguna vez te has
preguntado de dónde sale esta jod… encantadora fiesta?
Pues este relato te narra la
sorprendente respuesta a esa pregunta que te quema por dentro.
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CABEZA DE
CALABAZA
―¡Venga
ya, abuelo! Se está usted quedando conmigo.
―Yo
no me quedo con nada de nadie, rapaz. Yo soy un hombre honrao y lo he sido toda
mi vida.
―Lo
que digo, abuelo, es que me está usted tomando el pelo.
―De
eso nada, jovenzuelo. Verídico tal y como te lo cuento. Todo empezó con Genaro
el del pozo, que después de lo que pasó, se le conoció en todos los contornos
como Genaro Cabeza de Calabaza.
―Pero
si lo de las calabazas en Halloween es una cosa americana, que lo he visto yo
por la tele.
―Es
que los jóvenes de hoy día estáis agilipollaos con tanta tele y tanta película extranjera,
y os tragáis todo lo que os echen. Pero lo de las calabaza y el jalogüin ese, o
como leches se llame, no es algo que se inventaran los americanos. ¡No señor!
Nos lo copiaron a nosotros, la gente de este pueblo. Lo que pasa es que los
americanos son muy espabilaos y muy listos ellos.
―Pues
la primera vez que lo oigo, palabra.
―Pues
como te digo, rapaz. Lo de las calabazas la víspera de Todos los Santos es una
cosa mu antigua y mu tradicional de este pueblo. Ya se hacía en los tiempos de
mi bisabuela, que el señor la tenga en su gloria, buena mujer que era mi bisabuela,
¡si señor!, un poco dada al aguardiente, todo hay que decirlo, pero una señora
de su casa. Sacó palante a once criaturas, en aquellos tiempos, no como los de
ahora, que los jóvenes lo tenéis todo y no sabéis más que quejaros…
―¡Abuelo¡
No se enrolle, y al tajo con la historia del Genaro, que se me pierde.
―¡Leñe,
rapaz! ¿Quieres que te cuente o no quieres que te cuente la historia? Pues si
quieres que te la cuente, déjame hacer y escucha calladito, que si no, no
acabamos nunca.
―Como
si tuviese usted algo más que hacer, abuelo.
―¿Cómo
dices?
―No
nada. Que siga usted con la historia.
―Pues
eso, a lo que iba. Fue por el año doce o así, poco antes de que llegaran los
americanos esos. Unos ingenieros por lo visto mu buenos y mu preparaos, que nos
iban a construir un pantano y una carretera nueva en la comarca, pero que no
serían tan buenos porque al final ni pantano, ni carretera, ni ná de ná. Eso
sí, avispados sí se ve que eran, pues el asunto de las calabazas se lo
aprendieron bien.
―¿Y
el Genaro cuándo sale?
―¡Paciencia,
rediez, paciencia! Que los jóvenes siempre vais con prisas. Pues como te digo,
por aquel entonces, la víspera de Todos los Santos era una cosa mu seria. No
como ahora, que los jóvenes ya no respetáis las tradiciones y os dejáis
embaucar con tonterías extranjeras. Como es bien sabido, o al menos tú deberías
de saberlo, rapaz, la víspera de Todos los Santos es la noche en la que se
abren las puertas del inframundo.
―¿El
qué?
―El
inframundo, rapaz, el averno. Donde habitan las almas en pena. Y esa es la
noche en la que el diablo pasa a este mundo y se dedica a hacer sus maldades.
―No
me diga que me va a contar una de fantasmas, abuelo.
―Sí,
sí. Tú ríete. Los jóvenes de hoy día no creéis en nada, pero antes la gente no
se tomaba estas cosas a broma. El diablo salía a rondar a los débiles de
espíritu esa noche, a engañarlos con algún sucio truco y dar con ellos en las
llamas del infierno. Y ahí estaba Genaro, que por aquel entonces llamaban el
del pozo, más bruto que un mulo tordo y pobre como las ratas. Malvivía de un
pequeño cortijo que tenía allá por la pizarra, donde sólo le crecían piedras y
unas pocas bellotas raquíticas con las que criaba unos cerdos con menos carne
que el tobillo de un gurripato. Y mira por donde, aquella noche le dio al bueno
de Genaro, después de hartarse de aguardiente en la taberna del pueblo, de
volver a su casa cogiendo el camino del barranco. Allí se encontró al mismísimo
diablo, ¡si señor!
―¿De
verdad?
―Como
te lo digo rapaz, y el diablo le propuso un trato al bruto del Genaro. El alma
de su hija, una criaturita dulce y maravillosa y la niña de sus ojos, a cambio
de lo que Genaro quisiera. Y el diablo le dijo que pasaría al año siguiente a
por la niña. El Genaro, borracho como iba, dijo que sí, y con su propia sangre,
de su puño y letra, dejó estampada la firma.
―¿Y
qué pasó después?
―Pasó
que los gorrinos del Genaro crecieron gordos y lustrosos como no se había visto
nunca. La voz se corrió por toda la comarca, y sus cerdos se volvieron los más
cotizados. Todo el mundo alababa la calidad de su carne, y el Genaro ganó un
dinero con el que no había soñado en toda su desgraciada vida.
―Pero
el diablo volvió, ¿no?
―Claro
que volvió. El diablo no olvida nunca, tenlo por seguro, muchacho. Conforme se
acercaba la fecha para que se cumpliese el año de plazo, el Genaro andaba
parriba y pabajo, sin parar, como si tuviese un ratón metido en los calzones.
Taciturno y de mal humor, sin dormir y bebiendo más aguardiente de lo normal,
que ya era bastante. La mujer le insistió y le insistió hasta que tuvo que
confesarle la verdad. A la pobre casi le da un patatús del susto. Después de
darle muchas vueltas al asunto, se fueron a hablar con el cura párroco, uno que
era primo segundo por parte de madre del cuñao de mi abuela, un tipo mu fino y
mu estudiao que…
―¡Abuelo!
Céntrese en la historia que se me extravía.
―¡Leñe,
rapaz! Qué no me dejas acabar. Pues lo que te iba diciendo, que el cura tampoco
supo qué hacer, excepto rezar padrenuestros y avemarías. Pero eso ni al Genaro
ni a su mujer les acabó de convencer. Al final, entre unas cosas y otras, el
pueblo entero supo que a la víspera de Todos los Santos, el diablo vendría a
llevarse a la hija. La gente se sentía muy triste por la pobre y dulce niñita,
y se rascaban la cabeza a ver cómo podrían darle gato por liebre al diablo.
Pero nadie sabía cómo. El diablo es astuto y sibilino, ¿sabes, rapaz?, y no es
fácil engañarlo.
―¿Y
qué hicieron?
―La
idea se le ocurrió al monaguillo, un mozo mu avispao. Como todo el mundo sabe,
el diablo tiene muy buen olfato y muy buen oído, pero es corto de vista, como
los topos. Así que al monaguillo se le ocurrió que se disfrazasen todos,
colocándoles una calabaza en la cabeza, para que el diablo no pudiese distinguir
a la niña. Y ni cortos ni perezosos, se pusieron a recoger calabazas, las
vaciaron, le abrieron un agujero grande pa meter la cabeza y otros dos más
pequeñitos pa los ojos. Toda la gente del pueblo se colocó una calabaza en la
cabeza, los chicos y los grandes, y se reunieron en la plaza mayor la víspera
de Todos los Santos. Cuando el diablo apareció, ninguno le habló. Se quedaron
quietos y mudos como piedras. El diablo no pudo reconocer ni al Genaro ni a la
niñita, y se tuvo que largar con el rabo entre las piernas.
―¡Venga
ya!
―Pues
así es como pasó, rapaz. Y desde entonces, en la víspera de Todos los Santos,
la gente de este pueblo sale en procesión llevando calabazas con los ojos
recortaos, y una vela dentro, para recordar el día que consiguieron burlar al
mismísimo diablo.
―¡Menuda
historia, abuelo! Pero…, ¿y los americanos?
―Eso
fue unos años después. Cuando vinieron esos ingenieros, o lo que fuesen. Que ni
carretera ni ná nos construyeron, pero que no les faltó tiempo pa dejarse preñás
a tres de las mozas del pueblo. Nos copiaron lo de las calabazas, y luego lo contaron
como si fuese cosa suya. ¡Pues no señor! Ni jalogüin ni majaderías extranjeras.
Todo empezó aquí, en este pueblo, con lo que le pasó a Genaro Cabeza de
Calabaza.
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2014
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad
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con fecha de 02 de agosto de 2010.
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