Hablábamos el otro día de lo que era el microrrelato,
de sus características propias y diferenciadoras de otros subgéneros
literarios. Incluso ilustrábamos la excelente entrada del blog con
un microrrelato inédito de JuanNadie.
Volvemos hoy con otro microrrelato, aunque con una temática y con un
enfoque del todo distintos.
Aunamos aquí dos palabras cuyos significados podrían parecer en
principio diametralmente opuestos. Y de hecho lo son.
Por un lado, la
microbiología,
disciplina científica encargada del estudio y análisis de los
microorganismos,
esos seres tan pequeños, tan necesarios y, a veces, tan puñeteros.
Por otro lado, ponemos en la batidora literaria a la prosopopeya,
también llamada personificación. No se trata, como cabría pensar
por el nombre, de la bisabuela de Popeye,
sino de una figura retórica que consiste en atribuir a las cosas
inanimadas o abstractas cualidades propias de los seres animados, o a
los seres irracionales cualidades propias del ser humano.
Al mezclar estos dos conceptos, surge casi por generación espontánea
este maravilloso y sorprendente microrrelato, titulado con el nombre
de la protagonista, donde la propia microbiología nos hace una
presentación en sociedad de sí misma. Con un cierto recelo, y con
un aire entre indignado y orgulloso, esta área del saber nos cuenta
quién es ella y lo que piensa de esos extraños seres llamados
humanos.
Puedes leer esto estupendo microrrelato justo bajo estas líneas, o
pinchando en la portada.
Microbiología
El día en que se plantó mi semilla se pierde en la noche de los
tiempos, pues fui predecesora de muchas de mis hermanas «logías»
que llegaron después. Pero el momento en que mi primer brote salió
a la luz se puede señalar con toda seguridad. Fue el día en que,
allá por el mil seiscientos y pico, aquel avispado neerlandés
llamado van Leewenhoek aplicó el ojo por primera vez a un primitivo
microscopio que él mismo se había fabricado.
Luego vinieron otros de esos gigantes, que se llaman así mismo
humanos, que me hicieron crecer tupida y frondosa. Aunque muy listos
no deben ser, pues durante mucho tiempo me colocaron el horrible
epíteto de generación espontánea. Menos mal que algunos de ellos
fueron algo más espabilados. Como el quiteño Eugenio Espejo, que
escribió por primera vez sobre mis queridos y amados
microorganismos, maravillosa y letal gentecilla que constituyen la
verdadera esencia de mi ser. O el alemán Cohn, que fue el primero en
tratar de organizar a mis niñitos con una herramienta que los
gigantes llaman taxonomía.
Dos de los que más me hicieron crecer, y me permitieron afianzar
bien hondo mis raíces en la tierra del conocimiento, fueron Pasteur
y Koch, allá por la decimonónica centuria. Aunque al maldito
franchute no se le ocurrió otra cosa que idear un método de
aniquilar a mis queridos bichitos. Menos mal que un tipo llamado
Petri ideó una cunita muy cómoda para hacerlos crecer. No todos los
gigantes son tan antipáticos.
A partir de ahí, mis ramas se multiplicaron, se dividieron y
diversificaron, dando lugar al hermoso árbol que soy hoy en día.
Algunos de esos gigantes se dedicaron con fruición a ello. Yo dirían
que casi se enamoraron de mí. Algunos me cayeron bien, como
Beijerinck y Vinogradski, que consiguieron revelar la esencial
importancia de mis niños en multitud de procesos, tanto para lo
bueno como para lo malo. O un tal Gram, que pintó a mis preciosas
bacterias de positivo y negativo. Otros no me cayeron tan bien, como
ese Fleming, que fue el primero en poner a algunos de mis niños a
trabajar para ayudar a los gigantes a solucionar sus problemas.
En resumidas cuentas, aunque comencé como una semilla diminuta, me
he convertido en en gigantesco y magnífico árbol con ramas por
todas partes. Y les guste o no, a los gigantes no les queda más
remedio que vivir a mi sombra.
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© Juan Nadie,
Planeta Tierra, 2015
Obra inscrita en el
Registro de la Propiedad Intelectual.
Todos los derechos
reservados. All rights reserved.
Ilustración
de la portada: fotomontaje del autor.
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