Una voluntad de hierro,
una entereza inamovible
y un espíritu libre
son cualidades siempre encomiables.
Pero a veces tenemos que estar dispuestos a realizar el sacrificio que
dichas cualidades exigen.
¿Serías capaz de hacer algo como lo que ha hecho el protagonista de este
microrrelato?
¿Serías capaz de explicar por qué lo ha hecho?
Pincha en la portada o sigue hacia abajo y lo sabrás.
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MARATHON MAN
Cuando el primer corredor
entró en el estadio, un rugido de aplausos y vítores se levantó denso y
caliente desde el público que abarrotaba los graderíos. Docenas de flashes
lanzaron sus destellos al aire. Los periodistas corrieron a colocarse unos
metros más allá de la línea de meta, dándose codazos para conseguir el mejor
encuadre de lo que sabían iba a ser una foto histórica. Todo el recinto dirigía
miradas de incredulidad al enorme cronómetro digital que, subido en su plateada
columna de metal, desgranaba los segundos y a sus hijas las centésimas.
A unos metros de la línea
de llegada, más allá de las barandas de redondeados barrotes que delimitaban la
frontera de las pistas, el entrenador retorcía al borde el paroxismo una toalla
blanca entre sus manos. Por enésima vez miró al corredor que se desplazaba
sobre la anaranjada superficie de rayas blancas. Por enésima vez miró su reloj
de muñeca. Por enésima vez su corazón aceleró el tabletear en su pecho. Muchos
de los flashes zumbaron en su dirección, pero el entrenador los ignoró por
completo. Toda su angustia estaba centrada de forma total e inexorable en una
única idea: el sueño acariciado durante tanto tiempo estaba, por fin, al
alcance de la mano.
Y es que aquel hombre, el
corredor que había levantado en vilo a cada una de los miles de almas que
abarrotaban el estadio y a cada uno de los millones que seguían el evento a
través de las ondas, estaba a punto de conseguir el milagro. Había recorrido
los cuarenta y dos kilómetros de la prueba de maratón en un tiempo asombroso.
El segundo corredor estaba a casi quince minutos detrás de él. En pocos
segundos alcanzaría la meta y pulverizaría todos los records conocidos. Su
nombre y su hazaña recorrerían el planeta entero en cuestión de minutos. La
medalla de oro sería colgada de su cuello en solemne ceremonia y, durante un
tiempo fugaz, formaría parte del olimpo de los semidioses.
El corredor miró a la pancarta
sobre la línea de llegada, sintió a la rugiente muchedumbre como una nube
imprecisa a su alrededor, divisó los números del cronómetro y comprendió. Su
cuerpo estaba más allá del agotamiento y del dolor. Había exigido el máximo a
cada fibra de su ser, a cada tira de músculo, a cada hebra de tendón y de
nervio… y lo había conseguido. Allí estaba la culminación de todos sus años de
esfuerzo y sacrificio, de las interminables madrugadas corriendo en el frío de
la aurora, de los fatigosos entrenamientos, de todas las renuncias que había
tenido que aceptar. Impulsó su cuerpo una vez más y siguió corriendo hacia la meta
donde la fama y la gloria le estaban esperando, sonrientes y seductoras.
A un metro de la línea
blanca que marcaba la puerta de entrada al paraíso de los héroes, el corredor
se paró en seco. Contempló a los periodistas, congelados por un momento con las
cámaras preparadas y los dedos engarfiados sobre el disparador. Giró la cabeza
y dirigió su mirada a la gente de pie en las gradas. Miró hacia el suelo y soltó
un largo suspiro. Se dio la vuelta y, sin cruzar la raya mágica, caminó con
lentitud y pausa hacia la rampa que conducía a los vestuarios.
Un silencio ominoso se
extendió como un sudario de asombro por todo el estadio. La quietud sólo era
alterada por los clics de las cámaras fotográficas y los gemidos del entrenador
que, de rodillas en el suelo, lloraba y se mesaba los cabellos.
Una legión de periodistas
se interpuso entre el corredor y la puerta de los vestuarios. Las cámaras y los
micrófonos lo apuntaban implacables, pero ninguno se atrevió a ser el primero
en romper el silencio. El corredor les miró impasible con su rostro de extremo
cansancio.
Tras unos segundos,
líquidos y espesos como melaza, uno de los periodistas, una joven menuda de
piel clara, tragó saliva y, haciendo acopio de coraje, acercó su micrófono a la
boca del atleta. Hizo la pregunta:
—¿Por qué lo ha hecho?
Una sonrisa, luminosa y
apacible, se dibujó como un aura blanca en la cara del hombre.
—Porque puedo.
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2016.
Obra inscrita en el Registro de la
Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número
1102228556549, con fecha de 22 de febrero de 2011.
Todos los derechos reservados. All
rights reserved.
Ilustración de la portada:
fotomontaje del autor.
Este microrrelato fue originalmente publicado en el libro antológico del VCertamen de Poesía y Relato GrupoBuho.es, e noviembre del 2008, en el que
resultó semifinalista en la categoría de relato corto.
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