Con casi
total probabilidad, en tu inocente niñez tu madre te decía que tuvieses cuidado
al salir de noche. Pues nunca se sabe con quién te puedes encontrar.
Tu mamá tenía
razón.
Algunos de
esos encuentros pueden ser letales. Pero no siempre lo son para quien parece la
víctima.
Un nuevo
microrrelato inédito de Juan Nadie al alcance de tus neuronas.
Pincha en la
portada o lee más abajo.
Y recuerda:
leer los relatos de Juan Nadie es tu única y exclusiva responsabilidad.
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POR UN PUÑADO DE €UROS
El hombre caminaba despreocupado mientras silbaba a medias
una pegadiza melodía, de esas que se ponen de moda de forma casi instantánea y
desaparecen igual de rápido, sin dejar ningún rastro en la memoria colectiva. La
calle, solitaria y mal iluminada, se encontraba en un barrio poco recomendable
para andar sin compañía a altas horas de la madrugada. Pero eso no parecía
preocupar en absoluto al hombre, que avanzaba por ella con paso vivo y las
manos metidas en los bolsillos.
Se paró un instante en la acera y dirigió su mirada al otro
lado de la calle. Allí se encontraba un cajero automático, desnudo e indefenso,
parcialmente cubierto por un sucio graffiti que ocupaba buena parte de la
fachada del banco. Sin embargo, el glauco resplandor que emitía anunciaba que quizá
se encontrase en un estado de funcionamiento no demasiado deteriorado.
Cruzó la calle sin mirar a los lados y se dirigió a la
silenciosa y expectante máquina.
Insertó la tarjeta en la ranura correspondiente. Tecleó su
número PIN y esperó unos segundos. El cajero le requirió con amabilidad que seleccionase
la operación a realizar. Presionó la tecla que marcaba extracción de efectivo. En
un intento de adecuarse a las momentáneas necesidades del usuario, el solícito
cajero le mostró diversas cantidades a elegir en su verdosa pantalla. Seleccionó
la cantidad más pequeña. Las entrañas de la máquina empezaron a zumbar con su
habitual felicidad mecánica. La tarjeta fue escupida por su ranura al cabo de
unos instantes. La recogió y la devolvió al calor de su cartera de piel
sintética. Tras unos cuanto más de carraspeos y rápidos sonidos de papel, el
cajero abrió la cubierta plástica de una pequeña abertura rectangular, de la
que salió el escuálido puñado de billetes multicolores. El hombre alargó la
mano con la intención de recogerlos.
—¡Dame la pasta!
Sin mostrar el más mínimo gesto de alteración, el hombre
acabó de recoger los billetes del cajero, los metió en su cartera y se
introdujo ésta en el bolsillo posterior del pantalón. Se giró para mirar a su
interlocutor con una pacífica sonrisa en el semblante.
—¡Venga tío! Déjate de hostias y dame la cartera o te dejo
seco aquí mismo —dijo el atracador. Era un hombre joven, de pelo largo y rala
barba; vestía unos sucios pantalones de chándal, cazadora vaquera y unas
zapatillas deportivas que fueron blancas en un tiempo remoto. Empuñaba un
brillante revólver con el que apuntaba a su víctima con decisión, aunque un
ligero temblor hacía vibrar el cañón del arma.
Se quedó pasmado ante la respuesta del hombre del cajero. Este,
sin decir palabra y ampliando la beatífica sonrisa, se adelantó un par de pasos
hacia el atracador. La boca del cañón del revólver quedó apoyada contra su
pecho.
—¿Qué coño haces tío? ¿Se te ha ido la olla o qué? ¡Que me
des la cartera, hostias!
—Aprieta el gatillo —dijo el hombre con voz suave y calmada.
—¿Qué?... Tú estás majara tío…, tú no estás bien. Dame la
cartera de una puta vez y déjate de rollos chungos o te pego un tiro aquí mismo
—el volumen de su voz aumentó unos cuantos decibelios.
—Si quieres la cartera, aprieta el gatillo –insistió el
hombre.
—Tú estás muy mal tío, pero que muy mal. O me das el dinero o
te vuelo la cabeza, venga.
El atracador retrocedió un par de pasos, aunque siguió
apuntando a su víctima con el brillante revolver. El temblor en su brazo se
incrementó sensiblemente.
El hombre avanzó un par de pasos hacia el cañón del arma.
—Míralo de esta forma. Sería favor por favor. Así los dos
conseguiríamos lo que andamos buscando. Vamos, anímate. No es tan difícil, sólo
una pequeña presión con el dedo —dijo.
—¡Dame la cartera tío! —gritó el asaltante con desesperación.
—Aprieta el gatillo —fue la serena y plácida respuesta del
hombre.
—¡Cabrón hijo de puta! Tú estás loco, tío. Loco de verdad. ¡Que
te den!
El atracador echó a correr calle abajo presa de un pánico
blanco y frío que se le había agarrado a la boca del estómago y se extendía
hacia arriba por su pecho.
Le costaría olvidar la cara de aquel hombre, esos ojos
acuosos y sin vida que lo miraban sin pestañear, esa cándida y horrible sonrisa
en el rostro de blandas facciones. De hecho, no la olvidó durante el resto de
su vida, que terminó abruptamente cinco días más tarde cuando una bala le
alcanzó el entrecejo en un ajuste de cuentas con un camello de una banda rival.
No había dormido un solo minuto en esos cinco días.
El hombre contempló como el asaltante huía hasta perderse en
la noche. Sacudió la cabeza con resignación y dejó escapar un suspiro.
Echó de nuevo a caminar por la calle desierta a la luz de las
tenues farolas. Torció hacia la izquierda al llegar al siguiente cruce. Si no
recordaba mal, dos o tres calles más abajo había otro cajero automático.
Silbaba una pegadiza melodía.
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2016.
Obra inscrita en el Registro de la
Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número
1102228556495, con fecha de 22 de febrero de 2011.
Todos los derechos reservados. All
rights reserved.
Ilustración de la portada:
fotomontaje del autor.
Este relato fue originalmente
publicado en el libro antológico del VI Certamen de Poesía y Relato GrupoBuho.es,
en noviembre del 2010, en el que resultó finalista en la categoría de relato
corto.
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