—Te
lo aseguro. No hay ninguna experiencia comparable a la de devorar a
un ser humano —dijo la mujer, forzando un poco la voz para
contrarrestar el zumbido de los rotores.
—¿Estás
segura? A mí todo esto me sigue pareciendo algo más bien peligroso,
por no mencionar un pelín gore —replicó el hombre con cierta
inseguridad.
Ella
era Catherine Malarde, directora gerente del Fondo Pecuniario
Intercontinental, el, según muchos, infame FPI. La sonrisa dibujó
arrugas en la comisura de sus ojos y un mechón de níveo cabello
onduló sobre su frente. Él era Darryl Carradine, vicepresidente
ejecutivo y director de finanzas de Goldmen Sachet Group,
la multinacional americana de los grandes negocios y las inversiones
ciclópeas.
Darryl
se removió en su asiento y se aflojó el apretado nudo de la
corbata. Un par de gotitas de sudor brillaron en su frente
—¡Vaya!
No me esperaba que los de Goldmen Sachet fueseis tan melindrosos
—dijo Catherine con risa forzada—. No te preocupes. Yo ya lo he
hecho un par de veces. No corres riesgo alguno, te lo puedo
garantizar. Créeme, será una experiencia que no olvidarás.
—Si
tú lo dices —contestó Darryl. Se encogió de hombros y miró al
océano a través del cristal de la ventanilla.
El
helicóptero, un Eurocopter EC145 pintado
de rojo y verde kaki, con el logo de la SECOP en los costados, había
despegado apenas unos minutos antes del Aeropuerto Internacional de
Madeira. A pesar de ser un modelo utilitario, con capacidad para ocho
pasajeros, el helicóptero era confortable y limpio. Además del
piloto y copiloto, sólo tres personas ocupaban su interior:
Catherine Malarde, Darryl Carradine y Andreia Monteiro.
Andreia,
una lisboeta morena y de largas pestañas, representante local de
Unbelievable Entertainments Inc., había sido el comité de
bienvenida para los dos gerifaltes de las finanzas internacionales, y
su guía particular desde su llegada a Madeira, el día anterior, en
vuelo directo desde Bruselas. Colgada mediante un clip de la solapa,
Andreia lucía una tarjeta plastificada con su foto, su nombre y el
logotipo de la empresa para la que trabajaba.
La
misión de Andreia era conseguir que la visita de sus dos insignes
clientes al archipiélago portugués fuese lo más placentera
posible, para lo cual no escatimaba en luminosas sonrisas y diminutos
aportes de información intrascendente. El traje falda que llevaba,
de color verde oliva, le daba el pertinente aire elegante, servicial
y ligeramente coqueto de encantadora azafata de congresos. La falda,
justo por encima de la rodilla, la obligaba a sentarse con las
piernas juntas e inclinadas hacia un lado, mientras que el botón de
la blusa, estratégicamente desabrochado, permitía el delicado
atisbo del nacimiento de sus senos. Como mandaba el reglamento
interno de la empresa, no llevaba ropa interior, por si acaso
resultaba necesario incrementar el grado de confort de alguno de sus
clientes. Se alegró de que en este viaje sus invitados fuesen hombre
y mujer. Cuando sólo había hombres, las cosas podían cambiar
considerablemente. Las felaciones durante el trayecto en helicóptero
se habían convertido en una parte no demasiado agradable de su
rutina laboral. Al menos esperaba que Catherine Malarde no fuese de
esas.
Justo
tras el despegue, en un inglés sin apenas acento, Andreia amenizó a
sus clientes con una somera historia del Aeropuerto Internacional de
Madeira, antes conocido como Aeropuerto de Funchal, y sobre las
particularidades del corto vuelo. Como había ocurrido desde que los
recibiera a su llegada, la pareja había ignorado a la azafata con
elegante displicencia. Esa que sólo es posible observar en aquellas
personas acostumbradas a un estatus de poder que las coloca
automáticamente por encima de la mayoría de mortales que las
rodean. Andreia se sintió aliviada. Parecía que esta vez no tendría
que usar el enjuague bucal tras el vuelo.
Apenas
quince minutos después del despegue, el helicóptero llegó a su
destino: la pequeña isla de Porto Santo, situada 43 km al noreste de
la isla principal de Madeira. Andreia proporcionó a sus compañeros
de viaje una sucinta explicación sobre la orografía de la isla, el
accidentado y montañoso norte y la parte más plana del sur, lo que
incluía su maravillosa playa de arena blanca de casi diez kilómetros
de largo y que solía ser el principal atractivo turístico de la
isla.
Antes
de la pandemia, claro.
Las
palabras de la empleada de Unbelievable Entertainments Inc.
parecieron despertar el interés de los dos pasajeros, que miraron el
paisaje insular a sus pies a través de la ventanilla. El sol de la
mañana arrancaba destellos blancos de los ribetes de espuma que
coronaban las olas.
El
piloto del Eurocopter inclinó el aparato ligeramente hacia la
derecha y la aeronave enfiló con un suave zumbido la larga playa de
arena.
—¿Vive
alguien en la isla? —preguntó Darryl Carradine, señalando hacia
abajo con un dedo de exquisita manicura.
—¡Oh,
no! Por supuesto que no —replicó Andreia Monteiro con una de sus
encantadoras sonrisas. El movimiento de su linda cabeza produjo ondas
en su oscuro cabello, brillante y perfectamente acondicionado —. La
población de Porto Santo era de unos cinco mil habitantes, que solía
duplicarse o triplicarse durante temporada alta. Pero desde que
estalló la epidemia y la isla fue declarada reserva zombi, ya nadie
vive en ella.
—¿Reserva
zombi? —Darryl enarcó una ceja.
—¡Oh,
sí! La Asamblea de la República, con el beneplácito del Parlamento
Europeo, declaró hace seis meses la isla de Porto Santo como reserva
zombi, para la investigación científica y epidemiológica.
—En
realidad fue una decisión conjunta de los gobiernos español y
portugués —intervino Catherine—. La Eurocámara simplemente se
limitó a ratificar la decisión. Aunque oficialmente la isla sigue
siendo territorio de la República Portuguesa.
—Ya
veo. Por una vez los políticos europeos actuasteis con rapidez y
decisión.
Catherine
Malarde respondió con una sonrisa de significado indescifrable.
Darryl Carradine se volvió hacia Andreia.
—Entonces…
¿esos que se ven andando junto a la playa…? —preguntó.
—Son
zombis, sí.
—Pero
no hay habitantes.
—No,
claro —Andreia sacudió su preciosa cabecita con una aún más
preciosa mueca de perplejidad.
—¿Los
zombis no se consideran habitantes?
La
sonrisa en el perfectamente maquillado rostro de Andreia fue algo más
insegura de lo habitual.
—¡Oh,
no! Según la decisión provisional del Concilio Europeo y de la
Junta de la Unión Europea, así como el Protocolo III, cuya adición
está sometida a la Convención de Ginebra, los zombis se consideran
no-ciudadanos no-muertos con derechos civiles muy restringidos.
Aunque la propuesta está pendiente de ratificación por…
—¿No-ciudadanos?
—preguntó Darryl, torciendo la boca en una nota de cinismo.
—A
fin de cuentas, están muertos, ¿no te parece? —dijo Catherine.
—Sí.
Ahora están muertos. Pero antes fueron personas, ¿no? Ciudadanos
votantes y contribuyentes con todos sus derechos. ¿No le parece,
señorita… Monteiro? —Darryl tuvo que mirar la tarjeta
plastificada en la solapa de la chica. Tardó un poco más de lo que
aconsejaban las buenas costumbres, pues sus ojos tendían a
distraerse con el cercano escote.
Andreia
tragó en seco y volvió a iluminar el interior del helicóptero con
una de sus sonrisas.
—Los
zombis no son… personas, señor Carradine —dijo con algo de
vacilación.
[…]
Así
empieza el primer capítulo de la novela IBERIAN PARK, la respuesta zombi a la crisis.
Una
novela única que te permitirá contemplar la realidad en que vives
(el sistema monetario) desde una perspectiva diferente.
Y
sí, es una novela de zombis. Así que encontrarás tripas y sesos
desparramados a mansalva. Y muchas otras cosas más que no te
imaginas.
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Puedes
encontrarla tanto en formato papel
como electrónico.
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