Cuenta la leyenda
que hubo una vez un pequeño planeta, pétreo y rocoso, cubierto de
océanos y atmósfera, cuyo nombre se perdió en los registros.
Era un planeta de
orografía vívida y audaz. En su superficie abundaban las
cordilleras como dientes de gigantes, las simas escarpadas, los
cañones como laberintos sin fin y los valles recónditos, por los
que pululaban miríadas de seres sésiles y móviles.
Entre las montañas
del planeta, había una que era con diferencia la más ciclópea y
portentosa de todas. Se erguía como una mole de aspecto infinito y
era tan alta que su cumbre asomaba por encima de las últimas
estribaciones de la atmósfera. Eso le permitía observar las
estrellas, casi tanto de día como de noche, y perderse en el éxtasis
de la contemplación.
Tanto miró la
montaña a las estrellas, que acabó por enamorarse de una de ellas.
Una rutilante estrella roja, que pulsaba sin cesar, con sus aires de
supernova, emanando su viento solar hacia los confines del cosmos.
La montaña
contemplaba sin cesar a la roja estrella. Y su ansia por ella fue tan
intensa, su deseo tan vehemente, que decidió alcanzarla costase lo
que costase. Todo ello a pesar de la aparente indiferencia de la
estrella, que se limitaba a pulsar sus radiaciones electromagnéticas
para quién quisiera contemplarla.
En un supremo
esfuerzo de voluntad, la montaña reunió todas sus energías y saltó
al espacio para reunirse con su deseada estrella. Las raíces de la
montaña se estremecieron, se rasgaron, se rompieron y, con un sonido
atronador, se desgajaron de su base. La corteza entera del planeta se
sacudió con el terremoto más grande que vieron los siglos. Millares
de seres sésiles y móviles fenecieron en la catástrofe.
La cumbre de la
montaña atravesó los últimos retazos de la atmósfera y se
sumergió en el espacio exterior. Las aristas de hielo que la
coronaban apuntaron directamente al corazón de la estrella roja.
Pero el amor de la
montaña por la estrella no fue suficiente para doblegar las leyes
naturales del universo. La atracción de la gravedad no tuvo
clemencia y realizó su incesante y ciega función.
La montaña cayó de
vuelta hacia el planeta.
El impacto fue tan
colosal que el planeta entero se quebró de parte a parte, desde la
maleable corteza al núcleo ferroso en su interior. Se deshizo en
trillones de fragmentos, como el espejo arrojado de un airado dios.
Las aguas y la atmósfera que lo envolvían escaparon al espacio,
donde se disiparon en forma de átomos gaseosos y cristales de hielo.
Los seres móviles y sésiles se transmutaron en fósiles congelados
para toda la eternidad.
Desde entonces, en
la órbita por la que antes viajaba el planeta, se puede observar un
tenue cinturón, formado por innumerables partículas rocosas,
meteoritos, asteroides y embriones de cometas. Algunos de esos
fragmentos, cuando el desplazamiento en su órbita así lo permite,
miran a la rutilante estrella roja, que sigue pulsando sin cesar,
quizás en busca de su enamorada montaña.
Pero no todas las
historias de amor son imposibles, ni todas las leyendas acaban en
tragedia. Búscate la tuya.
Y si quieres
historias de amor, aquí tienes La leyenda de la sirena y elfarero, una leyenda de nuestro tiempo, en un tiempo intemporal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario