[…]
La
xenobióloga tenía razón. La criatura que había sacudido el
corazón de Nicéforo y despertado sus más atávicos temores no era
otra cosa que un conejo común y corriente. Uno de esos roedores de
largas orejas, cola corta, cuerpo rechoncho y pelo suave que les da
ese aspecto de animalito de peluche. El que contemplaba con ojillos
oscuros e inteligentes a los cinco humanos sentados alrededor del
fuego era de color gris claro, con una graciosa mancha blanca en el
lomo.
Atraída
por los ademanes de Paula, la criatura se acercó unos metros.
Después se paró, tímida y cautelosa. Se sentó sobre sus cuartos
traseros y olfateó el aire con su naricilla de largos bigotes.
—Ven
aquí, conejito. Ven aquí —insistió Paula.
—Quizás
nos podría servir para la cena de mañana —dijo Nicéforo.
—Mira
que eres burro, Nifi —le recriminó la xenobióloga.
—¡Hombre!
Sería una buena adición a nuestra dieta de masa liofilizada
—comentó el contramaestre.
—Hay
que ver como sois —protestó Paula.
—Pues
yo voy a ver si lo atrapo —dijo Nicéforo, quizás movido por un
cierto sentimiento de venganza hacia la tierna criaturita que lo
había atemorizado.
El
conejo se movió nervioso, pero no huyó ante la aproximación del
navegante. Movió las patitas delanteras y agitó el hocico.
Nicéforo
alargó la mano despacio y con cautela.
El
conejito lo miró con sus ojos de color azabache en los que se
reflejaba la luz de las llamas.
La
mano se acercó unos pocos centímetros más, casi a punto de tocar
la peluda y suave cabecita.
En
ese momento, el conejo saltó. Corrió por el brazo de Nicéforo y le
clavó los dientes en el cuello.
El
alarido de horror que salió de la garganta del navegante retumbó en
las montañas que rodeaban el valle.
—¡Quitádmelo
de encima! ¡Quitádmelo de encima, por favor! Me está devorando
—suplicó entre gritos.
Sus
compañeros, con los ojos desorbitados por el asombro, acudieron en
su auxilio, si bien no con excesiva rapidez.
—¡Por
los cuernos de Saturno! ¿Qué demonios es ese bicho?
—Le
está mordiendo en el cuello.
—El
novato está sangrando.
—Hay
que sacárselo de encima.
—Trata
de agarrarlo por ese lado.
—Nicéforo,
deja de patalear. Así no hay forma.
—Sujétale
el brazo.
—Agárralo
por la cabeza.
—Tírale
de las orejas.
—No.
Me refiero al conejo.
—Nicéforo,
estate quieto. Me has dado una patada.
—Deja
de gritar, maldita sea.
—Cógele
los brazos.
—Ahora,
trata de cogerlo.
—¡Ay!
Me ha arañado.
—¡Por
todos los agujeros negros! Este bicho tiene garras.
—No
hay manera de sacarlo.
—Tírale
de la cola.
—Sujetadlo
bien. Así no se puede.
—Este
bicho se agarra como una lapa.
—Tira
más fuerte.
Por
fin, Ron Calahan consiguió asestar un poderoso puñetazo en el
costado del conejo. El impacto lo hizo liberar su presa y mandó al
animalito a varios metros de su víctima.
La
peluda criatura se revolvió en el suelo, enfrentándose a los cinco
pasmados humanos. Levantó los belfos, enseñó los colmillos y
emitió un hondo y prolongado gruñido. Se dio media vuelta y
desapareció en la oscuridad.
—¡Por
los dioses del abismo! —exclamó Ventura—. Nunca había visto un
conejo como ese.
[...]
Fragmento
de la novela Historias de la Cucaracha.
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en la portada de la novela si quieres saber más.
Disponible
tanto en formato papel como
electrónico.
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