[…]
—Si
se trae algún trofeo, acuérdese de enjaularlo bien —dijo el cabo
Ferrezuelo.
—¿Cómo
dice? —preguntó Antonio con algo de desconcierto, tratando de
sacudirse el ensimismamiento al que sus pensamientos le habían
conducido.
—Digo
que se traiga los trofeos bien enjaulados y amarrados. No le vaya a
pasar lo que a aquel tipo de Guadalajara.
—Lo
tendré en cuenta. Gracias por el consejo.
Antonio recordó a
qué se refería el cabo primero. El asunto de las cacerías de
zombis saltó a los medios por culpa de un taxidermista de
Guadalajara.
A todos los cazadores les gusta llevarse trofeos a casa. Recuerdos de las proezas cinegéticas conseguidas con las que presumir ante amigos y familiares. La cornamenta del venado abatido, la cabeza del jabalí o la piel del tigre. Las grandes mansiones de los cazadores ricos estaban llenas de este tipo de evocaciones momificadas. Y la mayoría de ellos tienen sus taxidermistas habituales a los que envían los fragmentos de las piezas cobradas, para que estos puedan embalsamar y preservar las estáticas y preciadas reliquias.
El diputado que cazó
la presa, cuyo nombre fue debidamente censurado en los periódicos,
no fue distinto del resto de sus colegas de caza mayor.
Como un zombi es un
trofeo bastante grande, y no demasiado agradable de ver, decidió
llevarse únicamente la cabeza. Dentro de una caja de cartón, se la
mandó a su taxidermista de siempre, un tipo algo obeso de mediana
edad que tenía su pequeño negocio en Guadalajara.
El diputado había
puesto sobre aviso al taxidermista acerca de la naturaleza del envío,
desde luego. El hombre debía haberse sentido de lo más emocionado.
Estaba a punto de enfrentarse a su más grande desafío profesional.
Que él supiese, nunca en la historia del arte de disecar animales
había nadie preparado un zombi. Con manos temblorosas y expectantes
abrió la caja. Sacó la cabeza y… le mordió.
El zombi estaba
muerto, como lo están todos los zombis. Y aunque la cabeza había
sido convenientemente seccionada del cuerpo, eso no impedía en
absoluto la movilidad de su mandíbula. El mordisco que sufrió el
desprevenido taxidermista estuvo a punto de costarle un par de dedos.
Con un chillido de terror, arrojó la cabeza al otro lado de la
estancia. Donde quedó chasqueando los dientes y clavando en él sus
ojos turbios de pupilas dilatadas.
Atenazado por el
pánico, el taxidermista improvisó un apresurado vendaje, cogió el
coche y se presentó sudando a chorros en la sala de urgencias del
Hospital Provincial Ortiz de Zárate. Cuando el personal médico
comprendió la naturaleza de la emergencia, el miedo alrededor de la
camilla del paciente se hizo sólido y frío como un muro de hielo.
Hicieron lo único que podían hacer. Fue la decisión unánime de
todos los implicados, excepto el desdichado taxidermista. Cinco
gramos de pentotal sódico vía intravenosa lo sumieron de forma
irreversible en el sueño eterno.
Lo que pasó con la
cabeza del zombi, nunca fue aclarado del todo.
Los familiares del
taxidermista se quejaron, como era de esperar. Incluso se publicó
una nota de prensa que elevaba una protesta formal de la Asociación
Nacional de Taxidermistas de España. Hubo denuncias y pleitos, y se
llegó a fijar una fecha para el juicio. La expresión homicidio
improcedente caracoleó en los telediarios de esa semana. Algunos
abogados se frotaron las manos y no tardaron en acudir a las
tertulias televisivas a declarar sin ningún pudor sus doctas y
expertas opiniones.
Pero las autoridades
les dieron la razón a los médicos y enfermeras del Ortiz de Zárate.
No había forma humana de salvar al pobre taxidermista. Toda persona
mordida por un zombi, o un trozo de zombi, acaba convertida tarde o
temprano en un no-ciudadano no-muerto. Acabar con la miseria del
hombre antes de que el proceso de zombificación llegase a su fin, lo
que haría mucho más difícil su aniquilación, era una simple
cuestión práctica apoyada por una lógica sólida e irrefutable.
La cuestión llegó
a causar tal revuelo, que los gobiernos español y portugués
elevaron una propuesta conjunta a sus respectivos parlamentos sobre
la reinstauración de la pena capital. Al menos en casos de infección
zombi irreversible, que lo eran todos. Era una decisión difícil,
pero necesaria. Vivíamos tiempos difíciles y había que tomar
decisiones difíciles. Incluso se procedió a la rápida redacción
de una instrucción técnica complementaria del Código Técnico de
la Zombificación. El apartado E7, en el que se especificaba el
protocolo a seguir en caso de tener un amigo o familiar infectado.
La polémica estaba
servida. Titulares de periódicos y cabeceras de noticiarios se
llenaron con el tema. El asunto seguía de momento en proceso de
debate, y dada la eficiencia habitual de los dirigentes celtibéricos,
la cosa tardaría en alcanzar alguna resolución definitiva. Qué se
le va a hacer. Así al menos los políticos se entretienen y les da
algo de lo que hablar en los mítines del partido.
Para bien o para
mal, el taxidermista arriacense acabó convertido en una especie de
héroe.
Al menos para sus
colegas del oficio.
Abrió una edad de
oro para el noble arte de la disecación. La taxidermia zombi pasó a
ser una especialidad altamente cotizada. No todos se prestaron a
ello, desde luego. A fin de cuentas embalsamar a un zombi y conseguir
que un muerto viviente, entero o a trocitos, muriese de una vez por
todas y se mantuviese quietecito y sin moverse, era una tarea de
riesgo. Pero los taxidermistas que se subieron al tren de los nuevos
tiempos vieron sus cuentas bancarias engrosar con rapidez. Aunque no
fue un camino fácil. Dos o tres de ellos acabaron como el pionero de
Guadalajara; sus cuerpos en proceso de zombificación fueron
rápidamente incinerados o encerrados en sótanos oscuros por sus
seres queridos.
La Historia acabará
por reconocer la inestimable labor de los taxidermistas españoles. A
pesar del riesgo, muchos no dudaron en aceptar el reto. Y es que no
hay nada como un buen incentivo, caso arquetípico el económico,
para que el personal espabile y le busque los tres pies al gato. Ante
una ciencia que acababa de nacer, el tanteo y error se impuso como
método de investigación insustituible. Numerosos y diversos fueron
los métodos que se intentaron hasta que se consiguió una manera
fiable de disecar un zombi. Metodología que fue rápidamente
asimilada por el departamento de I+D+i de la Secretaría de Estado
para el Control de Plagas (SECOP).
Sí, pensó Antonio
mientras circulaba por las vacías calles de Córdoba. La pandemia
zombi había hecho que los taxidermistas consiguieran fama y fortuna.
Sus diez minutos de gloria bajo las volubles cámaras de la
televisión.
Un ejemplo
paradigmático de externalidad positiva, según la jerga de los
economistas, tan de moda en los últimos tiempos.
Ironías de la vida,
que es otra manera de decir que la vida es una grandísima hija de
puta. Millones de personas habían muerto a causa de la pandemia
zombi. Más aún eran los que habían acabado convertidos para
siempre en monstruos salidos de la más aberrante pesadilla. Y sin
embargo, se dijo Antonio, a los taxidermistas no les había venido
del todo mal la cosa. Claro que no eran los únicos para los que el
apocalipsis ibérico parecía haber resultado sumamente provechoso.
Nunca llueve a gusto
de todos, como dice el refrán. O mejor dicho, en todo desastre
siempre hay quien se beneficia.
[…]
Fragmento
de la novela IBERIAN PARK, la respuesta zombi a la crisis.
Una
novela única que te permitirá contemplar la realidad en que vives
(el sistema monetario) desde una perspectiva diferente.
Y
sí, es una novela de zombis. Así que encontrarás tripas y sesos
desparramados a mansalva. Y muchas otras cosas más que no te
imaginas.
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como electrónico.
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