viernes, 24 de junio de 2016

Taxidermia Zombi

[…]
Si se trae algún trofeo, acuérdese de enjaularlo bien —dijo el cabo Ferrezuelo.
¿Cómo dice? —preguntó Antonio con algo de desconcierto, tratando de sacudirse el ensimismamiento al que sus pensamientos le habían conducido.
Digo que se traiga los trofeos bien enjaulados y amarrados. No le vaya a pasar lo que a aquel tipo de Guadalajara.
Lo tendré en cuenta. Gracias por el consejo.
Antonio recordó a qué se refería el cabo primero. El asunto de las cacerías de zombis saltó a los medios por culpa de un taxidermista de Guadalajara. 
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A todos los cazadores les gusta llevarse trofeos a casa. Recuerdos de las proezas cinegéticas conseguidas con las que presumir ante amigos y familiares. La cornamenta del venado abatido, la cabeza del jabalí o la piel del tigre. Las grandes mansiones de los cazadores ricos estaban llenas de este tipo de evocaciones momificadas. Y la mayoría de ellos tienen sus taxidermistas habituales a los que envían los fragmentos de las piezas cobradas, para que estos puedan embalsamar y preservar las estáticas y preciadas reliquias.
El diputado que cazó la presa, cuyo nombre fue debidamente censurado en los periódicos, no fue distinto del resto de sus colegas de caza mayor.
Como un zombi es un trofeo bastante grande, y no demasiado agradable de ver, decidió llevarse únicamente la cabeza. Dentro de una caja de cartón, se la mandó a su taxidermista de siempre, un tipo algo obeso de mediana edad que tenía su pequeño negocio en Guadalajara.
El diputado había puesto sobre aviso al taxidermista acerca de la naturaleza del envío, desde luego. El hombre debía haberse sentido de lo más emocionado. Estaba a punto de enfrentarse a su más grande desafío profesional. Que él supiese, nunca en la historia del arte de disecar animales había nadie preparado un zombi. Con manos temblorosas y expectantes abrió la caja. Sacó la cabeza y… le mordió.
El zombi estaba muerto, como lo están todos los zombis. Y aunque la cabeza había sido convenientemente seccionada del cuerpo, eso no impedía en absoluto la movilidad de su mandíbula. El mordisco que sufrió el desprevenido taxidermista estuvo a punto de costarle un par de dedos. Con un chillido de terror, arrojó la cabeza al otro lado de la estancia. Donde quedó chasqueando los dientes y clavando en él sus ojos turbios de pupilas dilatadas.
Atenazado por el pánico, el taxidermista improvisó un apresurado vendaje, cogió el coche y se presentó sudando a chorros en la sala de urgencias del Hospital Provincial Ortiz de Zárate. Cuando el personal médico comprendió la naturaleza de la emergencia, el miedo alrededor de la camilla del paciente se hizo sólido y frío como un muro de hielo. Hicieron lo único que podían hacer. Fue la decisión unánime de todos los implicados, excepto el desdichado taxidermista. Cinco gramos de pentotal sódico vía intravenosa lo sumieron de forma irreversible en el sueño eterno.

Lo que pasó con la cabeza del zombi, nunca fue aclarado del todo.
Los familiares del taxidermista se quejaron, como era de esperar. Incluso se publicó una nota de prensa que elevaba una protesta formal de la Asociación Nacional de Taxidermistas de España. Hubo denuncias y pleitos, y se llegó a fijar una fecha para el juicio. La expresión homicidio improcedente caracoleó en los telediarios de esa semana. Algunos abogados se frotaron las manos y no tardaron en acudir a las tertulias televisivas a declarar sin ningún pudor sus doctas y expertas opiniones.
Pero las autoridades les dieron la razón a los médicos y enfermeras del Ortiz de Zárate. No había forma humana de salvar al pobre taxidermista. Toda persona mordida por un zombi, o un trozo de zombi, acaba convertida tarde o temprano en un no-ciudadano no-muerto. Acabar con la miseria del hombre antes de que el proceso de zombificación llegase a su fin, lo que haría mucho más difícil su aniquilación, era una simple cuestión práctica apoyada por una lógica sólida e irrefutable.
La cuestión llegó a causar tal revuelo, que los gobiernos español y portugués elevaron una propuesta conjunta a sus respectivos parlamentos sobre la reinstauración de la pena capital. Al menos en casos de infección zombi irreversible, que lo eran todos. Era una decisión difícil, pero necesaria. Vivíamos tiempos difíciles y había que tomar decisiones difíciles. Incluso se procedió a la rápida redacción de una instrucción técnica complementaria del Código Técnico de la Zombificación. El apartado E7, en el que se especificaba el protocolo a seguir en caso de tener un amigo o familiar infectado.
La polémica estaba servida. Titulares de periódicos y cabeceras de noticiarios se llenaron con el tema. El asunto seguía de momento en proceso de debate, y dada la eficiencia habitual de los dirigentes celtibéricos, la cosa tardaría en alcanzar alguna resolución definitiva. Qué se le va a hacer. Así al menos los políticos se entretienen y les da algo de lo que hablar en los mítines del partido. 
 
Para bien o para mal, el taxidermista arriacense acabó convertido en una especie de héroe.
Al menos para sus colegas del oficio.
Abrió una edad de oro para el noble arte de la disecación. La taxidermia zombi pasó a ser una especialidad altamente cotizada. No todos se prestaron a ello, desde luego. A fin de cuentas embalsamar a un zombi y conseguir que un muerto viviente, entero o a trocitos, muriese de una vez por todas y se mantuviese quietecito y sin moverse, era una tarea de riesgo. Pero los taxidermistas que se subieron al tren de los nuevos tiempos vieron sus cuentas bancarias engrosar con rapidez. Aunque no fue un camino fácil. Dos o tres de ellos acabaron como el pionero de Guadalajara; sus cuerpos en proceso de zombificación fueron rápidamente incinerados o encerrados en sótanos oscuros por sus seres queridos.
La Historia acabará por reconocer la inestimable labor de los taxidermistas españoles. A pesar del riesgo, muchos no dudaron en aceptar el reto. Y es que no hay nada como un buen incentivo, caso arquetípico el económico, para que el personal espabile y le busque los tres pies al gato. Ante una ciencia que acababa de nacer, el tanteo y error se impuso como método de investigación insustituible. Numerosos y diversos fueron los métodos que se intentaron hasta que se consiguió una manera fiable de disecar un zombi. Metodología que fue rápidamente asimilada por el departamento de I+D+i de la Secretaría de Estado para el Control de Plagas (SECOP).
Sí, pensó Antonio mientras circulaba por las vacías calles de Córdoba. La pandemia zombi había hecho que los taxidermistas consiguieran fama y fortuna. Sus diez minutos de gloria bajo las volubles cámaras de la televisión.

Un ejemplo paradigmático de externalidad positiva, según la jerga de los economistas, tan de moda en los últimos tiempos.
Ironías de la vida, que es otra manera de decir que la vida es una grandísima hija de puta. Millones de personas habían muerto a causa de la pandemia zombi. Más aún eran los que habían acabado convertidos para siempre en monstruos salidos de la más aberrante pesadilla. Y sin embargo, se dijo Antonio, a los taxidermistas no les había venido del todo mal la cosa. Claro que no eran los únicos para los que el apocalipsis ibérico parecía haber resultado sumamente provechoso.
Nunca llueve a gusto de todos, como dice el refrán. O mejor dicho, en todo desastre siempre hay quien se beneficia.
[…]


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