Conocíamos
en una entrada anterior de este egregio blog a una
de las criaturas más peculiares, más exóticas y,sin duda alguna,
más peligrosas del planeta Zentar IV.
Se
trataba de los simpáticos, peludos, suaves y antropófagos conejos
carnívoros que deambulas por las praderas y valles del planeta.
Pues
aquí se explica de donde salieron semejantes bichos.
[…]
Una
nube de criaturas peludas y de orejas largas emergió de entre la
hierba y lo cubrió por completo en cuestión de segundos. El ruido
de sus dientes al masticar la carne erizó el vello de la nuca de los
atónitos espectadores.
Se
preguntará el querido y sufrido lector —si es que alguno ha
conseguido llegar hasta esta página— como es posible que un
hombre, por muy ruin y malvado que sea, acabe siendo devorado por un
conejo (o por varios).
¿De
dónde han salido estas horrendas criaturas, que ya aparecieron en
páginas anteriores de esta soberbia novela?
Que
se sepa, los conejos no suelen comerse a la gente. Son criaturas
gráciles y saltarinas que corretean por las colinas, viven en
agujeros en el suelo y, por lo normal, comen hierba, hojas de trébol,
florecillas silvestres y demás ingredientes de ensalada. Es decir,
son herbívoros. Todo lo más que podría ocurrir en un encuentro con
un conejo es que el aficionado a las caminatas campestres acabe, por
puro descuido, introduciendo el pie en la conejera, lo que puede
conllevar una dolorosa y molesta torcedura de tobillo. Algo que en
ninguna circunstancia podría calificarse de atroz tragedia. Pues lo
normal es que, cuando nos acercamos a ellos, los conejos y demás
mamíferos lagomorfos, salgan de estampida, correteando asustados
hasta el agujero más próximo ante la presencia de un ser humano.
Pero
debe el lector recordar y ser consciente de ello, si tal tarea no
supone demasiado esfuerzo, que el planeta en que nos encontramos no
es la habitual y acostumbrada Tierra, sino Zentar IV. Por lo tanto,
el conejo que atacó al venerable patriarca de la INANE no era un
orejudo común y corriente. Si bien descendía de sus antepasados
lepóridos que corretearon una vez por los valles y bosquecillos del
planeta madre.
La
historia sobre el porqué de la existencia de estos particulares
roedores en Zentar IV, aunque paradójica y sorprendente, e incluso
no del todo desprovista de cierta moraleja, no deja de ser bastante
fácil de explicar.
Zentar
IV fue uno de los primeros planetas terraformados durante la
expansión de los seres humanos fuera del Sistema Solar, cuando se
colonizaron y habitaron infinidad de mundos de muy diversos tamaños
y cataduras. El caso de Zentar IV fue excepcional porque el proceso
terraformador funcionó a las mil maravillas. Incluso mejor de lo que
los geomorfólogos, ingenieros ecológicos y biólogos
medioambientales encargados del proceso se atrevieron nunca a
pronosticar. En menos de tres o cuatro generaciones, el planeta se
convirtió en un vergel lleno de suaves colinas cuajadas de flores,
frondosos bosquecillos y arroyos cristalinos y musicales. Ni siquiera
había molestas mareas, pues el planeta carecía de satélites
naturales.
Entonces
entró en juego la mente pragmática de algún empresario espabilado
que vio en el planeta una oportunidad de oro para llenar sus arcas
del precioso metal, valga la redundancia. Con los contactos adecuados
en las instituciones gubernamentales correspondientes, consiguió que
se detuviese la colonización de Zentar IV, que en vez de llenarse de
ciudades, carreteras, espaciopuertos y demás cónclaves habitados,
fue declarado reserva ecológica. Sólo se permitió la construcción
de unas cuantas ciudades, llenas de hoteles y zonas recreacionales
para disfrute y solaz de los turistas que, previo pago de una buena
cantidad de solarios, podrían deleitarse con ese paraíso idílico y
manufacturado.
Para
acrecentar su carácter de edén de la galaxia, se decidió que en
Zentar IV sólo se importarían especies de animales vegetarianas:
ciervos, gacelas, caballos, conejos, ardillas saltarinas, parajitos
de vivos colores y mariposas con alas de diseño postmoderno. Nada de
depredadores, feroces y voraces, que dieran al traste con tan
bucólica imagen publicitaria.
Durante
un tiempo, la cosa pareció funcionar a la perfección. Zentar IV se
convirtió en el destino preferido de parejas en luna de miel y
jubilados achacosos. Pero nadie recordó que mami naturaleza, más
que madre amantísima, es madrastra puñetera.
La
evolución de las especies y selección natural siguieron su curso de
forma independiente, sin tener en consideración en ningún momento
los elaborados y trabajosos planes empresariales. Para sorpresa de
aquellos que cuidaban del paraíso galáctico, se descubrió que una
de las especies de conejos introducidas en el ecosistema planetario
había acabado por usurpar aquellos nichos ecológicos que se
encontraban desocupados. La cosa no deja de tener su lógica: si hay
presas, ¿por qué no pueden surgir depredadores que las cacen?
Así
apareció el Oryctolagus carnivorus zentarianus, que en vez de
ramonear brotes de alfalfa y tallos de madreselva, desarrolló el
gusto por la carne y aprendió a comerse a sus edénicos
cohabitantes. La cosa pudo haber acabado en desastre, poniendo un
dramático punto y final al lucrativo proyecto del edén planetario.
Pero los cuidadores de la reserva descubrieron que la presencia de
tan sanguinarias y granujientas criaturas, en vez de ahuyentarlos,
atraía aún más si cabe la afluencia de turistas.
En
definitiva, que todo el mundo se olvidó del tema y se dejó que el
Oryctolagus carnivorus prosperara en su vergel prefabricado
sin que nadie le tosiese ni le ladrase. ¡Y vaya si prosperó! Tanto
que de vez en cuando, algunos de estos entrañables orejudos, unidos
por docenas en voraces jaurías, en vez de merendarse una ardilla
saltarina o un potrillo momentáneamente abandonado por su madre,
decidía variar el menú e hincarle el diente a uno de esos monos
pelados más conocidos como personas.
[...]
Fragmento
de la novela Historias de la Cucaracha.
Pincha
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tanto en formato papel como
electrónico.
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