El
reloj de la estación gritaba en silencio las once y dieciocho, cuando a Lucía
se le cayó el alma a los pies. Trastabilló un momento y estuvo a punto de desfallecer,
pero logró mantenerse erguida el tiempo suficiente para alcanzar el banco de
madera del andén, donde se sentó con abandono.
Exhaló
un larguísimo suspiro que la dejó postrada en el banco, desinflada como una
marioneta sin hilos y quieta como un fósil vivo. El aire que salió por su boca
contenía la poca esperanza que aún le quedaba a Lucía, por eso estaba cargado
de diminutas partículas doradas que rielaron en el aire de la estación. Pues la
esperanza es de color dorado; esa el la razón por la que tanta gente ambicione
el oro, aunque no sepan el porqué.
Ninguno
de los pasajeros llegó a ver los fragmentos de la esperanza de Lucía flotando
en el aire. Para cuando el reloj de la estación cantó a voz en grito las doce
menos tres minutos, ya no quedaba nada de la dorada nubecilla, que se había
disuelto entre el polvo de palomas en los caballetes de hierro del techo. Nadie
oyó gritar al reloj. Nadie lo oía nunca, quizás porque nadie lo escuchaba. Tan
sólo las palomas se sentían atemorizadas de vez en cuando por sus gritos, y se
lanzaban presurosas a escabullirse por los tragaluces y ventanucos de la
fachada principal.
El
reloj de la estación volvió a chillar con todas sus fuerzas la una menos
cuarto, pero el sonido de su alarido se ahogó bajo el ruido mecánico del tren
de las doce y treinta y seis, que salía con retraso.
En
el vestíbulo de entrada a la estación, había una mujer de ropas tristes y cara
mustia que vendía rosas. La última mota dorada de la esperanza de Lucía acabó
acurrucándose entre uno de los pétalos. Se salvó.
La
mujer que vendía rosas decidió pasear su invisibilidad entre los andenes.
Ofreció su mercancía a los pasajeros que subían o bajaban del tren, pero
ninguno quiso comprar las lozanas rosas de alegre color rojo. A pesar de que la
alegría es roja, como la sangre o el vino, por eso tanta gente los derrama tan
a menudo. Quizás los viajeros estaban demasiado ocupados en no escuchar el
ensordecedor estruendo de los alaridos del reloj.
Cuando
llegó junto al banco de Lucía, la mujer que vendía rosas le ofreció comprar una
de ellas.
Lucía
levantó la mirada pero no respondió. Volvió a dejar caer el mentón sobre el
pecho.
Quizás
porque vio en sus ojos el verde de la tristeza, la mujer sacó una rosa de su
ramillete y la depositó con suavidad en el banco, junto a Lucía. Después se
marchó y volvió a su guardia silenciosa y paciente en el vestíbulo de la
estación.
Cuando
el reloj aulló las dos y diecisiete, Lucía giró la cabeza y observó con
sorpresa a la rosa sentada junto a ella. La cogió con su mano derecha, se la
acercó al rostro y aspiró su fragancia con fuerza. La última partícula de
esperanza entró de nuevo en su garganta y llenó por completo su pecho, que se
volvió dorado y brillante, aunque nadie pudo verlo.
La
esperanza en el interior de Lucía creció y empujó con fuerza, hasta que gruesos
lagrimones de color azul destilaron la angustia de su cuerpo. Pues la angustia
es azulada, por eso tanta gente mira al cielo con sobrecogimiento. Invisibles,
las lágrimas azules rodaron por el rostro de Lucía y formaron un charquito
luminiscente bajo el banco de madera del andén.
Cuando
el reloj de la estación bramaba y rugía las tres y cuarenta y un minutos, Lucía
se levantó del banco y caminó hacia las taquillas. Compró un billete de ida y
vuelta.
Subió
al expreso de las cinco y veinte. El tren abandonó la estación en el momento en
que el reloj gritaba desaforado que el tiempo había cesado de existir justo dos
minutos antes, cuando los números de su pantalla digital se apagaron por falta
de suministro eléctrico.
A
través del cristal de la ventanilla se podía ver la rosa que Lucía aún llevaba
en la mano.
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2016. Obra inscrita en el Registro de la Propiedad
Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1007066751302,
con fecha de 06 de julio de 2010. Todos los derechos reservados. All rights reserved. Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.
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