Poco
tiempo después de entrar a trabajar en la empresa de informática, Olaf
encontró, por pura casualidad, una noticia que le llenó el alma de júbilo. Se
trataba de un folleto informativo sobre la séptima reunión anual de la APPI, la
Asociación de Personas con Pies Idénticos.
Con
una alegría que le llenó los ojos de lágrimas, comprendió que no estaba solo en
el mundo, que había otros como él. Gente que comprendería sus penas porque
también las habría sufrido. Y ahora se le ofrecía la oportunidad de conocerlos.
Pidió
unos días libres en el trabajo y tomó el tren hasta la capital del país para
asistir al certamen. Hizo el viaje con el corazón encogido por el anhelo y un
pellizco de ansiedad mordisqueándole la boca del estómago.
Sin
embargo, la séptima reunión anual de la APPI resultó una amarga decepción para
Olaf. Al principio se sintió emocionado al conocer a otros seres humanos que
habían caminado por su mismo vía crucis, procedentes de todos los rincones de
la geografía nacional. Asistió expectante a las charlas, esperando que los
organizadores del evento lanzaran al aire consignas en defensa de las personas
con pies idénticos, que se elaborasen las líneas maestras de campañas para la
concienciación ciudadana, que se promoviesen acciones a favor de la integración
social o incluso se incentivase la recaudación de fondos a fin de financiar la
investigación médica necesaria en busca de una cura.
No
fue así en absoluto.
Casi
todas las ponencias acabaron disolviéndose en una estéril lucha dialéctica
entre dos facciones irreconciliables y enfrentadas.
En
un extremo estaban los miembros que consideraban que la APPI debería ser
escindida en dos, por un lado, aquellos que tenían dos pies derechos, los
llamados dextrógiros, y por otro lado los que tenían dos izquierdos,
denominados como levógiros. Enfrentados a ellos estaban los afiliados que
defendían que, dado el pequeño número de personas con su afección y puesto que
en la unión está la fuerza, dividir a la asociación entre derechos e izquierdos
sería hacer mucho más difícil la consecución de cualquier objetivo en beneficio
de los socios de la misma. Individuos tanto dextrógiros como levógiros se
encontraban a favor y en contra de ambas propuestas. Las discusiones bizantinas
se prologaron durante todo el día del congreso, de forma que, en la cena de
clausura, algunos incluso estuvieron a punto de llegar a las manos.
Olaf
asistió a las dos siguientes reuniones de la APPI, con la esperanza que las
inútiles discusiones dieran paso a ideas más constructivas. Vana ilusión. Lo ya
difícil era que la asociación siquiera existiese y llevase a cabo certámenes
anuales. Olaf supo luego que los eventos eran sufragados casi en su totalidad
por un millonario excéntrico cuyo hijo, que tenía también dos pies derechos, era
uno de los fundadores de la asociación.
Pero
no todo fue negativo. En el tercer año de asistencia, Olaf conoció a Olavia.
Ella asistía por primera vez al certamen anual. Aunque se había mostrado tan
expectante y esperanzada como Olaf, mostró desde el principio una actitud más
escéptica y suspicaz, y su decepción fue de una intensidad algo menor.
El
flechazo fue casi instantáneo.
Olavia
era una mujer atractiva y de fuerte personalidad, aunque con tendencia a la
introversión y a la reserva, como consecuencia de una vida cuajada de rechazos
y decepciones, muy similar a la que había experimentado el propio Olaf. Uno de
los recuerdos más amargos de Olavia era el baile de graduación del instituto,
donde se pasó horas sentada en una silla, con las lágrimas agolpándosele en los
ojos y mirando como sus compañeros de clase disfrutaban de la anhelada fiesta.
Era de esperar, ¿quién va a querer bailar con una chica que tenía,
literalmente, dos pies izquierdos?
Olaf
y Olavia no volvieron a asistir a las reuniones anuales de la APPI.
Para
su sorpresa mutua, descubrieron que ambos vivían en la misma ciudad. Poco
tiempo después de conocerse, buscaron un pisito limpio y económico en el que
comenzar su vida en pareja. Al año se casaron, para alegría y alivio de sus
respectivas familias.
Por
primera vez en sus vidas, la felicidad consiguió anidar en sus corazones. Ambos
eran personas jóvenes, atractivas, inteligentes y cultas. Juntos fueron capaces
de campear con más determinación las dificultades y el rechazo social que su
especial condición pedestre les acarreaba. Y por supuesto, lo que tuvo que
pasar pasó, y Olavia quedó embarazada.
Olavia
saludó a su marido con un ligero beso en los labios y se sentó junto a él en la
terrada del bar. Pidió al camarero un refresco de cola light.
—Te
queda muy bien ese peinado —la aduló Olaf. La verdad es que el no veía gran
diferencia entre el aspecto del cabello de su mujer antes y después de la larga
sesión de peluquería, pero tras varios años de matrimonio, había aprendido a
tener en cuenta los pequeños detalles.
—Gracias,
cariño —respondió ella con una sonrisa coqueta, aunque en ningún momento se
dejó engañar por su marido. Después comentó—: He hablado por teléfono con los
niños. Dicen que se lo están pasando estupendamente en el viaje, pero que
tienen ganas de volver mañana a casa.
Olaf
degustó un nuevo trago de la fría cerveza.
—Estupendo
—respondió.
La
ilusión de ser padres añadió una nueva dimensión de maravilla a su relación.
Calcularon y ponderaron, en interminables charlas de alcoba, cuál sería el
aspecto del futuro nuevo miembro de la familia. Consideraron que, puesto que él
tenía dos pies derechos y ella dos izquierdos, y teniendo en cuenta que los
niños son el resultado de la mezcla en la batidora embrionaria de los genes de
papá y mamá, tenían una buena probabilidad de que su vástago tuviese pies
normales, uno de cada tipo.
La
genética, a veces, es un hada cruel.
Tuvieron
mellizos, niño y niña. El pequeño Olafito tenía dos pies izquierdos, como su
madre, mientras que la preciosa Olavita tenía dos pies derechos, heredados de
papá. El nacimiento de los mellizos supuso la ruptura definitiva de Olaf y
Olavia con sus respectivas familias. Los comentarios fueron muchos y variados,
pero todos se resumían en el hecho de que, para sus parientes consanguíneos, el
número de monstruos en la familia había sobrepasado lo tolerable. Sufrieron el
rechazo de conocidos y vecinos, y la ya de por sí menguada lista de amigos
menguó un poco más. Sólo los dueños de las dos zapaterías del barrio parecían estar
encantados con su presencia. Cada Navidad les enviaban, en señal de
agradecimiento por ser sus mejores clientes, unas botellitas de sidra o una
caja de polvorones. Pero Olaf y Olavia no se amilanaron. Estaban determinados a
proporcionarles a sus hijos un ambiente familiar muy distinto del que ellos
padecieron. Tuvieron que trabajar duro, sobre todo para hacer frente al
presupuesto extra en calzado.
Al
fin la suerte llamó a su puerta.
Ocurrió
que un aburrido periodista de un rotativo local acertó a poner su punto de mira
sobre la insólita familia. Tras breves investigaciones, la conclusión fue
clara: no había otra familia como ellos en todo el país. La fama empezó a rodar
y a crecer como una bola de nieve. Llegaron portadas en revistas ilustradas de
todo tipo, artículos en periódicos de tirada nacional, entrevistas en numerosos
programas de televisión. Raro fue el reality
show que no les ofreció una importante suma por aparecer en directo
contando su asombrosa y extraordinaria historia. Incluso se editó un libro que
narraba sus experiencias y las de otros como ellos. Con el tiempo, cuando la
tele-basura y medios de comunicación afines encontraron carnaza nueva, la
familia de Olaf pasó al olvido. Pero la efímera fama duró lo suficiente. Y con
la fama llegó el dinero. Y con el dinero, un nuevo mundo repleto de
posibilidades.
La
singular familia alcanzó una bonanza económica que nunca hubiesen imaginado
tener. Olaf fue ascendido en la empresa informática, que alcanzó beneficios
record en dos años gracias a la inteligencia y el buen hacer de su nuevo
vicepresidente de producción. Olavia pudo realizar su sueño de juventud, abrir
su propia tienda de antigüedades. Los niños fueron enviados a un elitista
colegio privado donde primaba más el color de su dinero que la simetría de sus
pies. Se mudaron de barrio, al centro, olvidándose de las apreturas de los
suburbios y de sus ingratos recuerdos. El arco iris brilló al fin sobre la
cabeza de Olaf y su familia.
—Al
salir de la peluquería me he pasado por la farmacia —explicó Olavia a su
marido—. Ha comprar un test de embarazo.
El
movimiento del brazo de Olaf al llevarse el vaso de cerveza a la boca quedó
interrumpido en el aire. Depositó el vaso de vuelta a la mesa y miró a su mujer
enarcando las cejas.
—¿Estas
embarazada?
—No
lo sé. Pero tengo un retraso y ya sabes que yo soy siempre muy regular.
—Bueno.
Ya lo veremos cuando lleguemos a casa.
—¿Crees
que esta vez tendremos un hijo… con pies normales? —preguntó Olavia con una
cierta duda en la voz.
—Mientras
esté sano, ¿a quién le importa?
La
mujer regaló a su marido una espléndida sonrisa.
Olaf
acabó su cerveza de un último trago y llamó al camarero.
—¿Nos
vamos a casa? —preguntó a su mujer.
Olavia
asintió.
Se
marcharon cruzando la placita cogidos de la mano. Eran una pareja más que en
nada se diferenciaba de tantas otras que surcaban los adoquines. A menos que
uno bajase la mirada y observase con atención, no tendría la menor idea del
secreto que escondían sus zapatos.
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2016. Obra inscrita en el Registro de la Propiedad
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con fecha de 30 de agosto de 2016. Todos los derechos reservados. All rights
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