Esa pequeña y trivial característica que nos
diferencia de los demás puede ser una maldición y una bendición. El estigma que
lastra nuestra vida y la dicha que nos lleva hasta el éxito.
La lucha siempre será constante, pero lo importante es
encontrar a alguien que comparte tu diferencia y tu destino. Aunque el factor
clave esté en los pies.
Estimados lectores, aquí tenéis la primera parte de un
nuevo relato inédito de Juan Nadie.
Pinchad en la portada o seguid hacia abajo, y a leer,
que siempre es una actividad disfrutable.
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El pie derecho de Olaf
—Mucho
me temo que voy a tener que cobrarle los dos pares —dijo el dependiente con
fingido estoicismo y un asomo de sonrisa en la comisura de la boca.
—Pero
yo sólo necesito los derechos —terció Olaf.
—Lo
entiendo, señor. Pero comprenda que yo no podría vender los izquierdos por
separado. Si no se los cobro, tendría que acabar por tirarlos, lo que supondría
para la tienda una pérdida de dinero —explicó el dependiente con el mejor de
sus talantes.
—Quizás
venga alguien al que le interese comprar dos izquierdos y ningún derecho.
—La
verdad es que no lo creo muy probable. En todos los años que llevo trabajando
aquí, es la primera vez que aparece alguien como usted.
—¿Quizás
una rebaja por comprar dos pares? —intentó Olaf con una torcida sonrisa.
—Lo
siento, caballero. Pero estos zapatos no están en oferta.
Olaf
lanzó un resoplido de resignación y sacudió la cabeza. No había nada que hacer
y lo sabía. Casi siempre ocurría lo mismo. Muy pocas veces conseguía convencer
al dependiente de turno, y eso que todos se mostraban de lo más sorprendidos.
Salió
de la zapatería un tanto cabizbajo con su bolsa de plástico que contenía dos
pares de zapatos idénticos, cada par en su correspondiente caja; dos pares de
mocasines marrón claro, de suela delgada y tacón italiano, adornados con dos
pequeñas borlas. Muy elegantes y nada baratos. Sólo tenían un problema. Eran
demasiados.
Miró
hacia el cielo sucio de la ciudad y lanzó un suspiro. Caminó desde el centro
comercial donde estaba la zapatería hasta la parte del barrio viejo, con sus
antiguos y desaliñados edificios y sus calles peatonales. En uno de los
laterales de la placita estaba el bar con las mesas y las sillas en la terraza,
sus sombrillas que protegían a los clientes del no demasiado inclemente sol, y
sus maceteros cuadrados que ejercían de frontera entre la zona de las mesas y
los transeúntes de la plaza. Se sentó en un rincón libre y llamó al camarero,
al que pidió una cerveza bien fría. La infructuosa charla con el dependiente le
había dejado la boca seca. Echó un vistazo al reloj. Si tenía suerte, Olavia no
tardaría demasiado en acudir a la cita. A esta hora su mujer debía estar a
punto de acabar en la peluquería.
El
enfado de la zapatería duró poco. Olaf estaba ya muy curtido en esas lides, a
fin de cuentas, llevaba toda la vida sufriendo escenas semejantes; pero aun así
seguían molestándole. Era su sino, su maldición y su cruz. Comprar los zapatos
por pares idénticos, para luego tirar a la basura la mitad de cada par y la
correspondiente cantidad de dinero que habían costado. Un derroche innecesario,
pero del todo inevitable. Pues que eso es lo que le suele suceder a quien, como
Olaf, tiene dos pies derechos.
La
particularidad pedestre de Olaf no era el resultado de un accidente deformante,
tampoco la secuela de algún tipo de infección, ni la consecuencia de la
adicción a sustancia narcótica o estupefaciente alguna. Era congénita. Es
decir, que Olaf, para sorpresa de padres, hermanos y demás familia, vecinos
incluidos, vino a este mundo con los dos pies del mismo lado.
Sus
pies carecían de quiralidad, esa propiedad que tienen muchas cosas de no ser
superponibles con su imagen especular. Pues esa es una de las propiedades que
suelen tener los pies de la gente, aunque la mayoría de las personas no caiga
en la cuenta, dando por hecho que los pies son como son y nada más.
Pero
párense un momento a pensarlo.
Entre
los pies de la mayor parte de los seres humanos, por ejemplo, usted querido
lector, se puede trazar una línea que haga las funciones de eje de simetría. A
ambos lados de esa línea, los pies son dos imágenes especulares no
superponibles, como ya hemos indicado al hablar de la quiralidad. Fijémonos en
los dedos, que son los elementos topográficos del pie que mejor nos servirán
para ilustrar esta propiedad. Los dos dedos pulgares, o dedos gordos, se
enfrentan el uno al otro, dirigidos hacia el interior del espacio delimitado
por las piernas del dueño de dichos pies; mientras que los dedos meñiques, o
chicos, se dirigen hacia el exterior de dicho espacio. De esa forma podemos
distinguir entre un pie derecho, o dextrógiro, y un pie izquierdo, o levógiro.
Si usted coloca un pie encima de otro, esto es, la planta de su pie derecho,
por ejemplo, sobre el empeine del izquierdo, comprobará que los dos pies no se
superponen en su forma, pues los dedos pulgares están uno a cada lado de esa
nueva unidad formada por la unión de sus pies.
Sin
embargo, esto no ocurría en el caso de Olaf. Él tenía dos pies derechos, o dextrógiros.
Los dos pulgares apuntaban hacia su izquierda, no eran imágenes especulares de
una imaginaria línea de simetría trazada entre ellos, y cuando los colocaba uno
sobre otro, se superponían a la perfección.
Habrá
muchos que piensen que esta particularidad anatómica no pasaba de ser una
cuestión más bien anecdótica. Incluso que podría funcionar como una especie de
amuleto de buena suerte, puesto que, se levante por el lado de la cama que se
levante, Olaf siempre lo hacía con el pie derecho.
Nada
más lejos de la verdad.
Los
peculiares pies de Olaf habían sido, desde que tenía uso de razón, la causa de
un interminable rosario de injurias, desengaños y sinsabores.
Olaf
nació en el seno de una familia humilde. Su padre era un obrero de la
construcción que se afanaba trabajando de descanso para el bocadillo a descanso
para el bocadillo para poder sacar adelante a su numerosa prole. El cabeza de
familia siempre le había echado en cara a Olaf su diferencia, que le obligaba a
gastar el doble de dinero en zapatos para él que para el resto de sus seis
hermanos y hermanas. Dados los escasos ingresos familiares, esto siempre había
supuesto una dura carga para todos. La madre de Olaf fue algo más benévola, pues
no hay nada como el amor de una madre. Pero a menudo miraba a su extraño hijo
con ojos tristes y emitía un profundo y largo suspiro. En el fondo de su
corazón, la buena mujer deseaba que su hijo hubiese nacido como los demás, con
un pie de cada lado.
La
experiencia en la escuela no fue mucho mejor que en el seno de la familia. Tan
pronto como el resto de condiscípulos se percataban de la peculiaridad pedestre
de Olaf, éste se convertía de inmediato en el blanco de todo tipo de burlas
crueles. La adolescencia empeoró aún más las cosas. No había chica a la que se
acercara que no hiciese despectiva referencia a sus pies, muy a menudo con la
palabra monstruo intercalada entre la serie de epítetos desdeñosos con los que
solían regalarle.
No
obstante, Olaf se consideraba a sí mismo una persona normal. Podía caminar, saltar,
correr y bailar como cualquier otro. Incluso había cosas que podía hacer mejor
que muchos. Como, por ejemplo, jugar al fútbol. Él era prácticamente
ambidiestro, tanto de manos como de pies, y cuando chutaba el balón con su
pierna izquierda, conseguía darle al esférico, gracias a su excepcionalidad
podológica, un inesperado efecto que convertían sus tiros a puerta en casi
imparables. Esta habilidad con el esférico le llevó a ser fichado por el
entrenador del equipo juvenil de fútbol de su barrio. Por desgracia, la ilusión
fue efímera. Tan pronto como el resto del equipo percibió con horror la
singularidad de los pies de Olaf, lo que ocurrió en las duchas tras el primer
entrenamiento, el entrenador se vio obligado a pedirle el cese voluntario en el
equipo. Entre amargas lágrimas y un intenso sentimiento de rabia y frustración,
acabó la prometedora carrera futbolística de Olaf. Sólo una ventaja obtuvo Olaf
de sus especiales apéndices inferiores: consiguió librarse del servicio
militar.
Como
consecuencia de estas experiencias vitales, y otras de similar infelicidad,
Olaf creció para convertirse en un hombre tímido e introvertido. Aprendió a
disfrutar de los libros y del placer del conocimiento, de la filosofía
introspectiva y, a pesar de haber nacido en el seno de una familia numerosa,
saboreó la compañía y el cariño incondicionales de la soledad. Acabó el
instituto con notas inmejorables, y sacó la ingeniería técnica en informática
de sistemas como el número uno de su promoción. Tras varios intentos, consiguió
un trabajo no demasiado mal remunerado y que no requería el trato directo con
el público, lo que reducía la incidencia de reacciones de rechazo que sus pies
no especulares solían provocar. La mayor parte del tiempo se la pasaba en
compañía de máquinas, ordenadores y computadoras a las que no parecía
importarles la disposición, o incluso el número, de los pies de Olaf.
Olavia
apareció en la terraza del bar veinticinco minutos más tarde, cuando ya su
marido se encontraba consumiendo la segunda cerveza. Olaf la vio cruzar la
pequeña plaza con su andar vivaz y pizpireto que a él tanto le gustaba
contemplar. La saludó con la mano para asegurarse de que ella había localizado
a su marido. Olavia respondió al saludo.
Poco
tiempo después de entrar a trabajar en la empresa de informática, Olaf
encontró, por pura casualidad, una noticia que le llenó el alma de júbilo. Se
trataba de un folleto informativo sobre la séptima reunión anual de la APPI, la
Asociación de Personas con Pies Idénticos.
(continuará...)
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2016. Obra inscrita en el Registro de la Propiedad
Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1608309034291,
con fecha de 30 de agosto de 2016. Todos los derechos reservados. All rights
reserved. Ilustración de la portada: fotomontaje del
autor.
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