La playa de Meigas, todos lo dicen, es recóndita y
hermosa.
Una ensenada pequeña, una dorada lengua de arena, tachonada de rocas que, en caótica filigrana, dibujan rincones coquetos, esquinas de ilusión y trocitos de paraíso. Una cala tranquila y recogida, acariciada por el viento y mimada por el mar. Cuando baja la marea, las crestas rocosas se asoman al sol. Entre sus fracturas y recovecos saltan las nécoras, culebrean los lorchos, acechan las fanecas, los erizos de mar desfilan hieráticos y las anémonas se recogen sobre sí mismas en espera de ser de nuevo arropadas por el agua.
Una ensenada pequeña, una dorada lengua de arena, tachonada de rocas que, en caótica filigrana, dibujan rincones coquetos, esquinas de ilusión y trocitos de paraíso. Una cala tranquila y recogida, acariciada por el viento y mimada por el mar. Cuando baja la marea, las crestas rocosas se asoman al sol. Entre sus fracturas y recovecos saltan las nécoras, culebrean los lorchos, acechan las fanecas, los erizos de mar desfilan hieráticos y las anémonas se recogen sobre sí mismas en espera de ser de nuevo arropadas por el agua.
Allí es donde los amantes van a disfrutar de los
placeres más sublimes.
La playa de Meigas, a pocas leguas al norte de Puerto
Blanco, siguiendo la costa, tiene forma de media luna.
Allí es donde los enamorados buscan el goce del calor,
del sexo y del amor.
La playa de Meigas, a la que todos llaman la cala,
está cerrada en toda su longitud por un alto acantilado, donde aún se pueden
ver las ruinas del antiguo faro. A la playa sólo se puede llegar por el mar, o
bajando los escarpados escalones, tallados a mano en la roca vida del
acantilado, que arrancas a pocos pasos de las ruinas.
Dicen los viejos del lugar que fue el mismísimo
farero, con sus propias manos, quien talló los escalones en la piedra. Pues por
allí bajaba para reunirse con su sirena.
En la playa de Meigas, todo el mundo va desnudo.
Cuando alguien baja los escalones labrados en la piedra, siente una quemazón,
una canícula extraña que va aumentando conforme se acerca a la arena. Una
locura que domina y obliga a despojarse de toda vestimenta. Para que la luz del
sol y la sal de la brisa bañen la piel y la limpien con un vivificante hálito
de anhelo.
En la playa de Meigas, los hombres blanden sus vergas
henchidas en la brisa del mar, y las mujeres al incorporarse dejan manchas
húmedas y fragantes sobre la toalla. Allí es donde las parejas hacen el amor
unas a otras, unas junto a otras; sin turbación ni vergüenza, disfrutando cada
una de su burbuja de intimidad, mientras contemplan como otros amantes también
se abandonan a la magia.
Allí se puede ver, en un día de verano, como una mujer
se tiende de espaldas junto a las rocas del acantilado, mientras su compañero
la penetra con fuerza, gruñe de placer y la besa, los brazos tensos como
columnas apoyados en la arena, mientras ella le abraza a las caderas con las
piernas. Casi al alcance de la mano, un hombre hunde la cabeza entre los muslos
de su amada, saboreando hasta la última gota el dulce néctar que rezuma de la
flor de carne ribeteada de oscuro vello. Ella cierra los ojos y gime, los dedos
engarfiados de una mano se hunden en los cabellos de él, los de la otra se
clavan en la arena. Unos pasos más allá, una chica joven de muslos turgentes se
muerde el labio, a cuatro patas sobre la arena, mientras su macho la agarra por
las caderas y la hace vibrar con fuertes envites. A la misma altura, junto a
una pequeña cresta rocosa, un hombre grita y levanta el rostro al cielo, justo
cuando eyacula un rocío de gotas blancas y espesas sobre los pechos de su
amada. Más allá, al otro lado de la senda marcada en la playa por las tortugas,
una mujer masturba con languidez a su acompañante, que entrecierra los ojos y
se abandona a la calidez de la brisa, mientras otra, casi a su lado, con las
olas lamiéndole los pies, de rodillas chupa golosa el rígido falo del hombre
que le promete amor eterno. Detrás de ellos, cerca de la línea del agua, una
mujer en la flor de su madurez cabalga a horcajadas a su amante, empalada en la
dura verga, mientras su cabello se agita al compás de las olas.
Allí, en la playa de Meigas, el aroma acre de los balanos, la fragancia suculenta de las vulvas, el olor del semen, la saliva y el sudor, se mezclan, en lid de esencias, con el sabor a salitre del mar y el efluvio de las algas. El azul del cielo y el turquesa del mar se fusionan con el iris multicolor de los ojos que brillan por el deseo. El rumor de las olas y el trueno del mar se entrelazan con el sonido de los jadeos, los suspiros y el chocar de carnes. El veteado de las rocas se confunde con el tostado de las pieles y el rosado de los pezones. El blanco de las nubes se refleja en el níveo de las nalgas, el marfil de los dientes y el lechoso del esperma que se derrama por doquier.
A la playa de Meigas es donde van los amantes. Pues la
playa tiene algo único que impulsa y obliga, que impele al abrazo, a la
caricia, al beso, a la penetración y al mordisco.
Dicen los viejos del lugar que el deseo que te asedia
y te conquista en la playa de Meigas está allí por culpa de la sirena y el
farero.
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Fragmento de la novela La Playa, el único registro
conocido de la leyenda de la sirena y el farero.
Una novela pequeña y preciosa, llena de magia, erotismo, fantasía y leyenda, donde el amor se forja sobre el crisol de la arena bajo el calor del sol y el aroma de las algas.
Pincha en la portada de la novela si quieres saber más sobre esta leyenda, sobre cómo se conocieron la sirena y el farero y de cómo terminó su aventura de pasión y sal.
NOTA de JN: En realidad,
sí que existe otra historia de una sirena y un farero. La encontré un buen día
buceando al albur por la red de redes. Aunque es bastante distinta. Aquí puedes
leer el microrrelato que te la cuenta, y aquí puedes leer su invertido.
Precioso, sensual y romántico.
ResponderEliminarGracias, me alegra mucho que te gustase.
EliminarUn saludo,