jueves, 9 de febrero de 2017

Pizpireta (relato sicalíptico de RR)

La sicalipsis nos rodea por todas partes. Está presente en cada uno de nuestros actos cotidianos.
El lado más lúbrico de nuestra imaginación puede echar a volar en el más anodino de los momentos, cuando estás haciendo algo tan usual y poco excitante como tomarse un café.
Aquí podéis disfrutar de un relato corto, poco más que un microrrelato de Rebeca Rader el álter ego femenino, impúdico y rijoso de Juan Nadie.
Un relato de una incorrección política sutil, pero evidente.
Que lo disfrutes. 

Si pinchas en la portada podrás descargarte el PDF del relato totalmente gratis.  
https://drive.google.com/drive/folders/0BzFvVDNz0IaDNkxDZnVPU2toVG8

PIZPIRETA

Ella en su totalidad, su movimiento, su cadencia, su alegría, su forma de hacerlo... Todo apuntaba sin asomo de duda a ese adjetivo cuya sonoridad roza el arte y el trabalenguas. Pizpireta.
Pizpireta por los lados, por delante y por detrás, del derecho y del revés. Desde la coronilla a la punta de los pies. Unos pies que se movían entre las mesas con la gracia y la agilidad de un colibrí, dentro de unas zapatillas de deporte que lloraban en churretes su uso y unos calcetines sin cuello que permitían disfrutar de la delicia de sus tobillos al aire. La diligencia que mostraba en atender a la clientela evocaba el perfume de las orquídeas y los cítricos. Un aroma de embeleso que limpiaba el aire y lo imbuía de calidez y candor.
La palabra estalló en mi mente en cuanto me senté a la mesa y posé mis ojos sobre ella, que la devoraron de arriba abajo con ansia de náufrago. Pizpireta. Nada más y nada menos. Los cordones del mandil, simulacro de marsupio que disfrutaba del calor de su cuerpo, allí donde guardaba la libreta para anotar las comandas y el cambio para las vueltas, se abrazaban con celo a una cintura que hacía de frontera de lujuria entre las caderas y los pechos. Unos pechos que distaban de clamar a gritos su voluptuosidad, pero que apuntaban al mundo con descaro y desafío. Lo bien que le sentaban los vaqueros en el culo. La frescura de la juventud que irradiaba en la piel del cuello. La cola de caballo que sujetaba con dificultad un pelo en rebeldía, que se obstinaba en proclamar su libertad formando aladares. Todo en ella me hacía pensar en esa palabra. Pizpireta.
Me preguntó qué deseaba con una sonrisa que me hizo fantasear con la promesa de deseos que rayaban en la indecencia. Sus rasgos no parecían tener particularidad que destacase; no había excepcionalidad, sorpresa o singularidad. Pero su rostro me ofrecía la posibilidad de quizá satisfacer placeres de labio y verbo que nunca se podrían confesar, pues nos arrastrarían como una catarata hacia la impudicia. Una boca que carecía de exuberancia, pero que hacía elucubrar sin remedio sobre la multitud de maneras de profanarla. Unos ojos del color de todos los ojos que miraban al mundo con osadía. Supe al instante que esa promesa y esa avidez nunca llegarían a satisfacerse. Un dolor de fondo, que vino de antaño, que se revolvió en su tumba con desesperación y me mordió las entrañas como hijo de puta que nunca descansa. Un conato de camaradería que me unió por un instante con Nabokov. Un apetito fuera de lugar que se vistió con rapidez de improcedencia y prohibición.
Pizpireta. No pude encontrar nada más para calificarla. Un epíteto que rezumaba el aire de la obsolescencia y que le sentaba como un guante. Una palabra que se atribuye sin pudor a las mujeres, pero que la distorsión de la decencia casi impide por completo aplicarla a la contraparte de género. Sin lugar a dudas, un caso de sexismo en el uso de la lengua. ¿Pero machismo o feminismo? ¡A quién le importa! Contemplarla en su cimbreo ya hacía que mereciese la pena cualquier discusión sobre corrección de la lengua y estupideces por el estilo.
Al acabar de servirme, se alejó de la mesa dejando tras sus nalgas el perfume de la nubilidad de su carne, de sus deseos de futuro, de sus fantasías aún por tallar del todo en el granito de la costumbre.
Dejé sobre la mesa el billete que pagaría con creces el café que apenas rozó mis labios y una propina que cantaba generosidad, agradecimiento y enojo. Con la resignación y el prurito de la lascivia tambaleándose entre mis piernas, marché calle abajo sin mirar atrás.
Nunca volví a la cafetería. Me contradigo. Volví a menudo, pero sólo con el pensamiento. Aunque mi concupiscencia ya apenas levanta cabeza de tanto en cuando para recordarme que aún soy de carne y hueso, a veces me sorprendo recordando su atributo: pizpireta. Espero que en su camino no se haya encontrado con montañas que no pudiese escalar.

© Rebeca Rader, octubre de 2016. 

 

2 comentarios:

  1. Me encantó,una preciosa descripción de Pizpireta. ;-)

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias por leer y comentar. Me alegra que te gustase el micro.
      Un saludo,

      Eliminar