La
sicalipsis
nos rodea por todas partes. Está presente en cada uno de nuestros
actos cotidianos.
El
lado más lúbrico de nuestra imaginación
puede echar a volar en el más anodino de los momentos, cuando estás
haciendo algo tan usual y poco excitante como tomarse un café.
Aquí
podéis disfrutar de un relato
corto, poco
más que un microrrelato
de Rebeca Rader
el álter ego femenino, impúdico y rijoso de Juan Nadie.
Un
relato de una incorrección política
sutil, pero evidente.
Que
lo disfrutes.
Si pinchas en la portada podrás descargarte el PDF del relato totalmente gratis.
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PIZPIRETA
Ella
en su totalidad, su movimiento, su cadencia, su alegría, su forma de
hacerlo... Todo apuntaba sin asomo de duda a ese adjetivo cuya
sonoridad roza el arte y el trabalenguas. Pizpireta.
Pizpireta
por los lados, por delante y por detrás, del derecho y del revés.
Desde la coronilla a la punta de los pies. Unos pies que se movían
entre las mesas con la gracia y la agilidad de un colibrí, dentro
de unas zapatillas de deporte que lloraban en churretes su uso y unos
calcetines sin cuello que permitían disfrutar de la delicia de sus
tobillos al aire. La diligencia que mostraba en atender a la
clientela evocaba el perfume de las orquídeas y los cítricos. Un
aroma de embeleso que limpiaba el aire y lo imbuía de calidez y
candor.
La
palabra estalló en mi mente en cuanto me senté a la mesa y posé
mis ojos sobre ella, que la devoraron de arriba abajo con ansia de
náufrago. Pizpireta. Nada más y nada menos. Los cordones del
mandil, simulacro de marsupio que disfrutaba del calor de su cuerpo,
allí donde guardaba la libreta para anotar las comandas y el cambio
para las vueltas, se abrazaban con celo a una cintura que hacía de
frontera de lujuria entre las caderas y los pechos. Unos pechos que
distaban de clamar a gritos su voluptuosidad, pero que apuntaban al
mundo con descaro y desafío. Lo bien que le sentaban los vaqueros en
el culo. La frescura de la juventud que irradiaba en la piel del
cuello. La cola de caballo que sujetaba con dificultad un pelo en
rebeldía, que se obstinaba en proclamar su libertad formando
aladares. Todo en ella me hacía pensar en esa palabra. Pizpireta.
Me
preguntó qué deseaba con una sonrisa que me hizo fantasear con la
promesa de deseos que rayaban en la indecencia. Sus rasgos no
parecían tener particularidad que destacase; no había
excepcionalidad, sorpresa o singularidad. Pero su rostro me ofrecía
la posibilidad de quizá satisfacer placeres de labio y verbo que
nunca se podrían confesar, pues nos arrastrarían como una catarata
hacia la impudicia. Una boca que carecía de exuberancia, pero que
hacía elucubrar sin remedio sobre la multitud de maneras de
profanarla. Unos ojos del color de todos los ojos que miraban al
mundo con osadía. Supe al instante que esa promesa y esa avidez
nunca llegarían a satisfacerse. Un dolor de fondo, que vino de
antaño, que se revolvió en su tumba con desesperación y me mordió
las entrañas como hijo de puta que nunca descansa. Un conato de
camaradería que me unió por un instante con Nabokov. Un apetito
fuera de lugar que se vistió con rapidez de improcedencia y
prohibición.
Pizpireta.
No pude encontrar nada más para calificarla. Un epíteto que
rezumaba el aire de la obsolescencia y que le sentaba como un guante.
Una palabra que se atribuye sin pudor a las mujeres, pero que la
distorsión de la decencia casi impide por completo aplicarla a la
contraparte de género. Sin lugar a dudas, un caso de sexismo en el
uso de la lengua. ¿Pero machismo o feminismo? ¡A quién le importa!
Contemplarla en su cimbreo ya hacía que mereciese la pena cualquier
discusión sobre corrección de la lengua y estupideces por el
estilo.
Al
acabar de servirme, se alejó de la mesa dejando tras sus nalgas el
perfume de la nubilidad de su carne, de sus deseos de futuro, de sus
fantasías aún por tallar del todo en el granito de la costumbre.
Dejé
sobre la mesa el billete que pagaría con creces el café que apenas
rozó mis labios y una propina que cantaba generosidad,
agradecimiento y enojo. Con la resignación y el prurito de la
lascivia tambaleándose entre mis piernas, marché calle abajo sin
mirar atrás.
Nunca
volví a la cafetería. Me contradigo. Volví a menudo, pero sólo
con el pensamiento. Aunque mi concupiscencia ya apenas levanta cabeza
de tanto en cuando para recordarme que aún soy de carne y hueso, a
veces me sorprendo recordando su atributo: pizpireta. Espero que en
su camino no se haya encontrado con montañas que no pudiese escalar.
©
Rebeca Rader, octubre de 2016.
Me encantó,una preciosa descripción de Pizpireta. ;-)
ResponderEliminarGracias por leer y comentar. Me alegra que te gustase el micro.
EliminarUn saludo,