Las
sirenas atraen con su canto y sus voluptuosas promesas a los marineros que
surcan los siete mares, abocándolos a un fatal destino.
Pero
no todos los mares son iguales, ni las sirenas aparecen siempre donde cuentan
las viejas historias.
El
grupo de soldados al mando del teniente Herrero, envueltos en una guerra que no
es la suya, acabarán por descubrirlo.
Presentamos
aquí el primer capítulo de una nueva obra de Juan Nadie,
que se adentra en el peligroso mundo del terror
bélico.
Es
algo más que un relato o un cuento, pero, al menos por extensión, no llega a la
categoría de novela. Quizá ni tan siquiera de novela corta.
Es
más bien una noveleta dividida en 9 capítulos.
Cada
jueves (más o menos) colgaremos el siguiente capítulo de esta inusual e inédita
aventura.
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Capítulo 1
El viento aullaba entre las dunas. Veloces y diminutos granos de arena se
estrellaban con un sonido de lijas contra la basta tela de la tienda de
campaña, pintada con las manchas amarillas y pardas del camuflaje del desierto.
En el interior de la tienda dos hombres vestidos con uniforme militar de faena,
moteado de marrón y beige, observaban con detenimiento un detallado mapa
topográfico que se abría sobre el suelo. En el cuello de sus chaquetas aparecía
el emblema de Infantería del Ejército de Tierra, una espada y un arcabuz
cruzados en forma de aspa, entre los que resaltaba una corneta de cazadores.
Sobre las hombreras portaban las divisas que denostaban su rango: las dos
estrellas doradas de seis puntas para el teniente y los dos galones amarillos,
en sardineta y bordeados de rojo, para el brigada. Todo en el interior de la
tienda, lo que incluía a los dos hombres, sus ropas y sus rostros estaba cubierto
de una fina capa de polvo. El olor a sudor y pedernal caliente llenaba el aire.
—Debemos estar por esta zona —dijo el teniente mientras señalaba el
mapa con un dedo de uña renegrida—. ¿Qué cree usted Ramírez?
—Yo diría que más o menos por aquí, mi teniente. Llevamos dos días
atravesando la hamada casi en línea recta hacia el suroeste. Y por lo poco que hemos
podido ver antes de acampar, hemos llegado al borde de…
—¿Atravesando la qué? —preguntó el teniente con un levantar de cejas.
—La hamada, mi teniente, el desierto pedregoso. Hemos estado rodando
sobre piedras durante los últimos ciento cincuenta kilómetros. Creo que hemos
llegado a esta zona de aquí —señaló el brigada con un dedo grueso y no más
limpio que el de su oficial superior—. Una zona de dunas móviles. O al menos
eso es lo que parecía cuando paramos. Claro que desde que la tormenta de arena
nos alcanzó anteayer, la visibilidad es más bien escasa.
—Una tormenta del desierto, sí señor. Y una de las buenas, además —replicó
el teniente con un suspiro—. No podría ser más adecuada. Resulta casi poético,
teniendo en cuenta el nombrecito que le han colocado a esta puta guerra.
—Y usted que lo diga, mi teniente.
Era el 14 de enero de 1991. Dos días más tarde comenzaría la campaña
militar de la coalición internacional liderada por Estados Unidos, como
respuesta a la invasión del emirato de Kuwait por parte de Iraq, y que sería
conocida a través de los medios de comunicación de todo el mundo como Operación
Tormenta del Desierto. El teniente Alberto Herrero, al mando de una sección de
veinticuatro hombres, perteneciente al cuerpo de Brigadas de Infantería Ligera
del Ejército de Tierra, se encontraba en algún punto del desierto arábigo, a no
demasiados kilómetros de la frontera con Iraq.
—¿Qué hay del sistema NAVSTAR? —preguntó el teniente Herrero. Se pasó
el dorso de la mano por la frente, con lo que sólo consiguió variar el dibujo
de los churretes de suciedad que la surcaban.
El teniente se refería al NAVSTAR-GPS, por su acrónimo en inglés, el
sistema de posicionamiento global que permitía localizar la situación de
cualquier persona u objeto sobre la superficie del planeta gracias a la red de
satélites que lo orbitan sin cesar. Por aquel entonces era un secreto a voces.
Utilizado por prácticamente todos los ejércitos y grupos militares y paramilitares
del mundo, pero aún no demasiado conocido por el gran público.
—La tormenta parece interferir con la señal del satélite, mi teniente.
No hemos podido emplazar nuestra posición exacta —respondió el brigada Ramírez
con un ligero tono de desaliento en la voz.
—¡Jodida tormenta! —exclamó el teniente. Escupió al suelo arenoso de la
tienda un salivazo mezclado con microscópicas partículas de polvo.
La cremallera de la tienda de campaña se abrió y a través de la
apertura surgió una figura polvorienta junto con una nube de arena y olor a
sílice triturado. El visitante cerró con rapidez la cremallera tras de sí, se
levantó las gafas protectoras sobre la ancha ala del chambergo y se bajó el
pañuelo que le embozaba el rostro. Realizó el ritual saludo que resultó casi
cómico al ser ejecutado a medio agachar en el angosto espacio de la tienda.
—Con su permiso, mi teniente —dijo el intruso.
Herrero asintió con un leve movimiento de cabeza.
—¿Qué ocurre, cabo primero? —preguntó el brigada.
—Creo que tenemos un problema, mi brigada.
—¿Crees? ¿Cómo que crees? ¿Qué coño pasa? —casi gritó el suboficial.
—Está bien, Ramírez —dijo el teniente con un ligero ademán de la mano—.
¿Qué ocurre, Castillo? —preguntó al azorado cabo primero.
—Se trata de Ortega y Peláez, mi teniente. Hace casi una hora que
abandonaron el campamento y todavía no han vuelto.
—¿Y se puede saber por qué abandonaron el campamento? —preguntó el
brigada con aire osco.
—Verá, mi brigada. Estábamos acabando de montar la tienda del sanitario
y nos disponíamos a preparar algo para cenar, cuando a Peláez le pareció ver un
movimiento entre las dunas, a pocos metros de donde estaban los vehículos. Lo
mandé junto con Ortega para que echasen un vistazo —explicó Castillo tras
tragar en seco con esfuerzo.
El brigada soltó un juramento por lo bajo.
—De noche y con esta tormenta no se ve un puto carajo, cabo primero. Lo
único que pudo haber visto Peláez eran sombras entre la arena —dijo con mal
disimulada cólera.
—Eso pensé yo, mi brigada. Por eso les dije que sólo echasen un vistazo
y volviesen lo antes posible, pero de eso ya hace un buen rato.
—¿Llevaban los walkie-talkies?
—preguntó Ramírez.
—Eso creo, mi brigada —asintió el cabo primero con ansiedad.
El brigada lanzó una mirada de interrogación a su oficial superior.
—No. Sería demasiado arriesgado —replicó el teniente Herrero—. Alguien
podría interceptar la señal de radio y revelar nuestra presencia aquí.
—¿Y si se encuentran en peligro, mi teniente? —preguntó Castillo con un
deje de angustia en la voz.
—¡Entonces que llamen ellos! —replicó el teniente con un ladrido—.
Vamos afuera —ordenó.
Los tres hombres emergieron de la tienda a un mundo oscuro y turbio. La
tormenta parecía haberse recrudecido desde que acamparon. Las partículas de
arenisca volaban en todas direcciones, clavándose en la piel expuesta como miríadas
de diminutas agujas. Se embozaron la cara y se cubrieron los ojos con las gafas
protectoras.
—¿Hacia dónde fueron? —preguntó el teniente, casi a gritos para hacerse
oír por encima del aullido del viento y el raspar de la arena.
—Hacia allí, mi teniente —señaló Castillo hacia el campo de dunas,
fantasmas ondulados que se perdían en la oscuridad de la noche.
El teniente miró a su alrededor. Las luces de los faros de los
vehículos blindados apenas conseguían horadar la espesa sopa del aire del
desierto en plena tormenta nocturna. A pocos metros de los coches, dos pequeñas
tiendas de campaña se sacudían ante los embates del viento. Una era la suya, la
otra lucía en sus costados el símbolo internacional de la cruz roja, apenas
visible entre las nubes de polvo. Era la tienda del sanitario, donde el
sargento Carrasco, el enfermero de la unidad, cuidaba del soldado de primera
Sebastián González, el único herido que habían tenido en la rápida incursión en
territorio iraquí. González había recibido un balazo en una pierna. La herida
era limpia; la bala entró y salió del muslo. Pero había roto el fémur y estuvo
a punto de seccionar la arteria femoral. Carrasco lo había cosido lo mejor que
pudo, dadas las circunstancias, pero tenían que regresar a la base lo antes
posible, antes de que el calor y la gangrena le pudriese la pierna.
—¿Salimos a buscarlos, mi teniente? —gritó el cabo primero Castillo.
—¡No! Lo más probable es que se hayan perdido entre las dunas. Si
mandamos más hombres tras ellos acabarán también perdidos. Tenemos que esperar
a que amanezca.
—¿Y si los ha atrapado una patrulla iraquí?
—Muchos cojones tendrían que tener esos moros para andar de patrulla en
una noche como esta —replicó el teniente con desprecio—. Además, si los han
atrapado, poco podemos hacer ya por ellos.
Tras unos segundos de reflexión, Herrero se giró hacia su segundo al
mando.
—¡Ramírez!
—Sí, mi teniente.
—Que recojan las tiendas y metan a González en uno de los BMR. Todo el
mundo a pasar la noche en el interior de los vehículos. Quiero imaginarias de
una hora.
—¡A la orden, mi teniente! —replicó el brigada llevándose la mano con
los dedos juntos y estirados a la sien derecha.
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© Juan
Nadie, Planeta Tierra, 2017.
Los eventos, sucesos, lugares, personajes y
situaciones descritos en esta historia son por completo ficticios e
imaginarios. El qué, el cómo y el dónde de lo que se narra en esta novela son
únicamente el fruto a medio madurar de los ocasionales conatos de imaginación
en la polvorienta y destartalada mente del autor. Cualquier semejanza con personajes
y situaciones reales es, casi con total seguridad, una pura coincidencia; todo
lo más, una levísima serendipia. Si alguien, persona, animal, cosa o entidad,
individuo u organismo, institución, empresa o corporación, humano o inhumano,
se siente identificado, descrito, mencionado y/o interpretado por, mediante o
con los personajes y situaciones aquí narrados… ¡enhorabuena!... y que lo
disfrute.
Esta novela no pretende hacer mofa, burla, escarnio,
promoción o apología de nada ni de nadie. Se trata tan sólo de una obra de
entretenimiento. Las interpretaciones de cada lector al lector pertenecen; la
autora no puede ni deber ser culpada por ellas.
Este libro y los personajes que contiene no podrán ser
reproducidos ni total ni parcialmente sin previo consentimiento del autor.
Obra
inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative
(www.safecreative.org) con el número 0811091272760, con
fecha de 9 de noviembre de 2008.
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Ilustración
de la portada: fotomontaje del autor.