Las
sirenas atraen con su canto y sus voluptuosas promesas a los marineros
que surcan los siete mares, abocándolos a un fatal destino.
Pero no todos los mares son iguales, ni las sirenas aparecen siempre donde cuentan las viejas historias.
El grupo de soldados al mando del teniente Herrero, envueltos en una guerra que no es la suya, acabarán por descubrirlo.
Séptimo capítulo de esta noveleta de terror bélico.
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Capítulo 7
Tras las breves horas de descanso, en las que ninguno
de los hombres consiguió conciliar el sueño ni un solo minuto, se pusieron de
nuevo en marcha. El sol había empezado a ponerse y teñía el cielo de
anaranjados y malvas. Las dunas proyectaban hacia el este sus sombras alargadas.
Habían empezado a subir en los BMR cuando uno de los
soldados asomado por la escotilla del techo dio la voz de alarma.
—¡Allí! ¡Allí! Mi teniente. He visto algo moverse tras
aquella duna.
—¿Estás seguro, López? —increpó el teniente Herrero
subido en el estribo del vehículo.
—¡Por mis muertos, mi teniente! Que detrás de aquella
duna hay alguien.
Once pares de ojos miraron en la misma dirección.
—¿Qué hacemos, mi teniente? —preguntó el brigada
Ramírez.
Herrero guardó silencio con el ceño fruncido. Las
arrugas de su frente se volvieron profundas y espesas.
—Quizás sólo se trate de una patrulla de exploración.
Dos o tres hombres como mucho. Puede ser la única oportunidad que tengamos de
cazarlos y hacerles pagar por lo que nos han hecho —dijo el cabo primero
Castillo.
El brigada soltó un gruñido por lo bajo y clavó la
mirada en el cabo primero, pero no dijo nada.
Los soldados miraron al teniente con expectación y
ansia.
—Está bien —concedió Herrero al cabo de unos segundos—.
Pero con extremo cuidado. No quiero sorpresas. Cardoza, tú y el Murciano
delante. A trescientos metros Torres y Castillo. Bordead la duna por su base. A
la menor señal de peligro, cagando leches de vuelta a los vehículos. El resto
preparados para salir disparados en cualquier momento. ¿Entendido?
Los hombres asintieron en silencio.
El sol se ponía con rapidez, y los cuatro soldados
pronto se convirtieron en siluetas de color gris oscuro. Avanzaban despacio,
las culatas de los fusiles pegadas a la mejilla. Uno de ellos avanzaba unos
metros, se paraba, ponía una rodilla en tierra y apuntaba hacia la duna. El
segundo soldado repetía la operación.
Los dos hombres en vanguardia estaban a menos de quinientos
metros de los BMR cuando se pararon en seco. Bajaron los brazos, dejaron caer
los fusiles y echaron a correr hacia la base de la duna.
—¿Pero qué cojones están haciendo? —gritó el teniente Herrero
sin molestarse en disimular el espanto en la voz.
Entonces todos lo oyeron. Era un sonido extraño,
inédito para sus tímpanos, pero que a la vez les proporcionaba una enorme
sensación de familiaridad, como si ya lo conociesen en algún perdido rincón de
sus memorias. Una música suave y aterciopelada, que hizo al teniente pensar en
arroyuelos cantarines rebosantes de agua fresca, en frutas maduras y deliciosas
colgando de los árboles, en piel caliente y acogedora.
Durante un segundo eterno, todos dejaron de respirar.
El teniente Herrero sacudió la cabeza para escapar de
la ensoñación, con tanta fuerza que se lastimó uno de los músculos del cuello.
—¡A los coches! ¡A los coches! —gritó con
desesperación—. Media vuelta y todos a los vehículos. ¡Vámonos de aquí!
El cabo primero Castillo y el soldado Torres, a poco menos
de trescientos metros detrás de los fugados, se volvieron hacia los blindados.
Durante unos instantes no se movieron. Luego Castillo echó a correr hacia los
BMR.
Pero Torres no se movió.
Levantó el fusil, apuntó hacia los vehículos y apretó
el gatillo.
La primera ráfaga de balas del calibre .45 mm alcanzó al cabo
primero Castillo de lleno por la espalda. Uno de los proyectiles le impactó en
la nuca. Murió antes de que su rostro se estrellase contra la arena caliente.
—¿Pero qué hace ese hijo de puta? —gritó Ramírez. Con
rapidez se echó al suelo y rodó hasta protegerse detrás del vehículo blindado.
Torres siguió disparando sin cesar. Las balas
alcanzaron al BMR tras el que se parapetaba el brigada. Las tres enormes ruedas
de un lado estallaron con secos estampidos. Levantaron nubes de arena que
titilaron en la mortecina luz del ocaso.
El teniente Herrero se lanzó al interior del otro vehículo.
—¡Dispara, López, dispara! —ordenó al soldado en la
escotilla del techo, junto a la ametralladora.
—Pero… es Torres, mi teniente.
—He dicho que dispares. Métele un balazo en la cabeza
a ese cabrón de una puta vez.
Tras unos instantes de vacilación, López cumplió las
órdenes de su superior. Pero ya era demasiado tarde. Torres había vaciado el
cargador del arma, la había arrogado lejos de sí y había corrido hacia las
dunas. Su silueta se perdió entre las sombras del anochecer.
La música creció en intensidad.
—¡Todo el mundo adentro, al otro BMR! —ordenó el brigada
incorporándose junto al averiado vehículo. Los hombres que estaban fuera se
lanzaron de cabeza hacia la puerta trasera del blindado.
En su interior, el teniente Herrero se acercó a la
parte delantera, donde el conductor esperaba, listo y con el motor en marcha.
—Pisa a fondo y sácanos de aquí —gritó.
—Pero, mi teniente, ¿no deberíamos…? —protestó el conductor.
Herrero se sacó la pistola del cinturón y apoyó la
boca del cañón en la cabeza del conductor.
—Mueve este maldito trasto o te pego un tiro aquí
mismo —dijo escupiendo las palabras entre los dientes apretados.
No tuvo que repetir la orden. El motor diésel rugió
con furia y el blindado saltó sobre la arena, dejando tras de sí una estela de
polvo y terror.
En su interior, siete hombres se miraban unos a otros.
Bajo la suciedad, el sudor y la arena, las facciones de sus rostros dibujaban
algo a lo que ninguno pudo poner nombre. Pero sabían que lo que acababa de
ocurrir iba más allá del miedo.
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2017.
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 0811091272760, con fecha de 9 de noviembre de 2008.
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Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.