Las
sirenas atraen con su canto y sus voluptuosas promesas a los marineros
que surcan los siete mares, abocándolos a un fatal destino.
Pero no todos los mares son iguales, ni las sirenas aparecen siempre donde cuentan las viejas historias.
El grupo de soldados al mando del teniente Herrero, envueltos en una guerra que no es la suya, acabarán por descubrirlo.
Sexto capítulo de esta noveleta de terror bélico.
Capítulos anteriores:
___________________________________________________________________
___________________________________________________________________
Capítulo 6
Los blindados surcaron el océano petrificado bajo el
aplastante sol del desierto. Polvo, sudor y el olor del gasoil quemado.
Al trepar una de las dunas un poco más empinada que el
resto, el jeep de cabeza se quedó atascado a poco más de un metro de la cima.
La rueda delantera derecha empezó a patinar en la arena, levantando una
nubecilla de polvo y partículas. El conductor metió la reductora más corta y
apretó el acelerador a fondo. El jeep tembló durante unos segundos hasta que
por fin consiguió la suficiente tracción para salvar de un salto la cresta de
la duna.
La pendiente al otro lado era mucho más pronunciada.
El vehículo escoró hacia un lado, al principio con lentitud, durante un segundo
eterno en que el conductor maniobró frenético con el volante en un intento de
recuperar la horizontal. Vano intento. El jeep acabó por volcar y rodar duna
abajo. Los pertrechos del remolque se esparcieron por la deslizante ladera de
arena.
Los tres BMR que lo seguían pararon justo a unos
metros de la cresta de la duna. Los hombres salieron con rapidez. El brigada
Ramírez ordenó a sus soldados que permanecieran junto a los vehículos,
vigilantes. Con tres de los hombres de la unidad corrió hacia el volcado jeep,
que había quedado panza arriba, como una tortuga con el vientre expuesto al
sol, las ruedas todavía giraban en el aire.
—¿Se encuentra bien, mi teniente? —gritó el brigada.
El teniente Herrero y el conductor del jeep salieron a
gatas de él. Estaban ilesos. Tan sólo algunas magulladuras y la dignidad
maltrecha.
Del volcado todoterreno escapaba un siseo acompañado
de una nubecilla de vapor blanco, incongruente y extraña en la sequedad del
desierto.
—El radiador está roto, mi teniente —dijo Carreño, el
conductor, tras aproximarse a la parte delantera del despatarrado jeep.
—Habrá que voltearlo y repararlo —dijo Ramírez—.
¿Cuánto tiempo tardarás en arreglarlo, Carreño?
—En menos de una hora podría estar listo, mi brigada,
aunque habría que ver si…
—No hay tiempo —terció el teniente—. No podemos
permitirnos estar aquí más de lo estrictamente necesario. Que los hombres
recojan las provisiones del remolque y las repartan entre los BMR. De todas
forman no quedan muchas. Abandonaremos el jeep aquí.
—A la orden, mi teniente.
Durante el resto del día, los tres blindados surcaron
el mar de arena a la mayor velocidad que sus seis enormes ruedas les permitían,
aunque con cuidado de no volver a caer en las traicioneras ondulaciones de las
dunas. El dibujo de las líneas paralelas de las rodadas constituía el único
signo de civilización que aquellas arenas habían visto en siglos, quizás
milenios.
No pararon hasta el anochecer, cuando acamparon y
repartieron las raciones de la cena. No habían comido en todo el día, pero
nadie se quejó. Todos estaban ansiosos por salir de aquel desierto cuanto
antes.
—¿Quién crees que nos atacó anoche, Castillo? —preguntó
Torres, sentado con las piernas cruzadas junto a uno de los BMR mientras
masticaba la sempiterna lata de judías con tocino.
—Una patrulla de iraquíes hijos de puta, ¿qué otra
cosa puede ser? —replicó el cabo primero Castillo, recostado sobre la puerta
abierta de la trasera del vehículo mientras fumaba un cigarrillo y echaba la
ceniza sobre la lata vacía de su cena.
—¿Entonces, por qué no oímos ningún disparo? —terció
Carreño, sentado sobre la arena junto a Torres.
—Eso mismo digo yo —repuso Torres—. Ningún disparo,
ninguna huella, ni rastro de vehículos, ni nada de nada.
—Debe ser un grupo especial. Uno de esos comandos
especializados en misiones de acoso. Debieron de utilizar armas blancas —dijo
Castillo.
—¿Dónde están los cuerpos de nuestros compañeros? ¿Por
qué dejaron los CETME en sus puestos?
El cabo primero se encogió de hombros y exhaló una
nube de humo gris.
—Antes de morir, González no dejaba de hablar de alguien
o algo que se acercó a la tienda por la noche y se llevó al sargento Carrasco —dijo
Torres—. Hablaba de extrañas canciones y de...
—González estaba delirando, ¡hostias! —replicó el cabo
primero con rabia—. No me vengas ahora con gilipolleces de apariciones y
fantasmas.
Castillo arrojó con rabia hacia las dunas su
improvisado cenicero.
Torres bajó la mirada y la concentró en su lata de
judías.
—Quizás se trate de alguna alimaña del desierto. Algún
tipo de coyotes o algo así —dijo Carreño mientras asentía con gravedad.
—No seas capullo, Carreño —replicó Castillo con
hosquedad—. En este desierto no hay alimañas, ni coyotes ni lobos ni ningún
tipo de animal lo bastante grande para atacar a un hombre.
—¿Entonces qué cojones fue? —preguntó Torres.
El cabo primero Castillo no respondió. Una fugaz
oleada de miedo recorrió a los tres hombres, haciéndoles olvidar por un
instante el polvo, la suciedad y el cansancio.
Esa noche las guardias fueron dobles. Ningún miembro
de la unidad debía estar solo en ningún momento y al menor indicio había que
dar la voz de alarma.
A pesar de todas las precauciones, cuatro hombres
desaparecieron aquella noche. Como la anterior, no hubo ningún ruido que los
alertase, ningún ataque, ningún enemigo al que señalar y nombrar. Como la noche
anterior, encontraron los fusiles tirados a pocos metros del campamento. Ni
rastro de los desaparecidos, cuyas huellas se desvanecían entre las dunas como
si se hubiesen convertido sin más en diminutos cristales de cuarzo y sílice.
Tras la infructuosa búsqueda de sus compañeros, los
hombres se reunieron junto al teniente Herrero, a la sombra de uno de los
blindados. Todos los soldados miraban con ansia a su comandante en jefe, esperaban
que sus palabras les ofreciesen la clave de una salida, una posibilidad de
sobrevivir.
Al agruparse junto al teniente se había puesto en
dramática evidencia la terrible disminución de su número. Ya sólo quedaban once
de los veinticuatro hombres que comenzaron la misión. Todavía no sabían contra
qué luchaban ni cómo hacerlo.
—Castillo —dijo el teniente—. Coja a dos hombres de su
pelotón y que traspasen el combustible de uno de los BMR a los otros dos. Con
dos vehículos es suficiente y quizás así logremos pasar desapercibidos.
El cabo primero asintió con energía.
—Parece que la noche es el momento que prefieren para
atacarnos —continuo el oficial—. Así que cambiaremos de hábitos para
confundirlos. Viajaremos en la oscuridad. Esta tarde pararemos para descansar
un par de horas antes del anochecer. Luego continuaremos durante toda la noche;
sin paradas. ¿Está claro?
—Mi teniente… —dijo uno de los soldados con voz una clara
nota de aprensión en la voz.
—¿Qué quieres, Tortosa?
—¿Quién nos ataca?
—¡Dejarse de pamplinas, hostias! —ladró el teniente
como toda respuesta—. Quiero a todo el mundo listo y en los vehículos en cinco
minutos.
_________________________________________________________________
© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2017.
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 0811091272760, con fecha de 9 de noviembre de 2008.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario