Las
sirenas atraen con su canto y sus voluptuosas promesas a los marineros
que surcan los siete mares, abocándolos a un fatal destino.
Pero no todos los mares son iguales, ni las sirenas aparecen siempre donde cuentan las viejas historias.
El grupo de soldados al mando del teniente Herrero, envueltos en una guerra que no es la suya, acabarán por descubrirlo.
Capítulo quinto de esta noveleta de terror bélico.
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Capítulo 5
Cuando apenas la claridad de la aurora tocaba con sus
rosados dedos las crestas de las dunas que rodeaban el campamento, una voz de
alarma rompió el silencio del desierto.
El insuficiente descanso del sueño fue cortado de
cuajo por el grito. En apenas unos segundos, a pesar del cansancio y de las
perennes ojeras, los bien entrenados soldados salieron de sus vehículos con los
CETME en ristre y adoptaron una posición de defensa estratégica. Pero no había enemigo
al que combatir. Sólo la arena y el calor del sol que empezaba, un día más, a calcinar
las dunas y a sofocar el aire.
—¿Qué cojones pasa? —ladró el teniente Herrero. El
oficial trató de hacerse una idea de la situación lo más rápido posible—.
¿Quién ha dado la alarma?
Varios hombres se quedaron en silencio alrededor de su
comandante en jefe. Todos desviaron la mirada. En sus rostros sucios y
requemados por el sol y la arena, una nueva emoción casi lograba enmascarar el
cansancio y la fatiga. Era el miedo.
—Se han ido, mi teniente. Se han ido —contestó el cabo
López, con un inconfundible deje de histeria en la voz.
—¿Qué quieres decir con que se han ido?
—Manzano, Díaz, el Cordobés y los demás, mi teniente.
Los que hacían la última guardia. No están. ¡Han desaparecido todos!
Tras unos breves minutos de confusión, la verdad en
las palabras del soldado se hizo evidente. Todos los centinelas alrededor del
campamento habían desaparecido. El teniente y sus hombres miraron con espanto
el lugar vacío donde sus compañeros ya no estaban. A pocos metros de cada
puesto, tirados en la arena, descansaban los fusiles de cada uno de ellos, como
testigos mudos que no podían contar lo ocurrido.
Siguieron las huellas de los centinelas. Las marcas
dejadas en la arena por las pesadas botas de campaña se internaban entre las
dunas, hasta que desaparecían al cabo de unos centenares de metros. Como si los
hombres que las dejaron se hubiesen desvanecido de pronto en el aire.
—¿Qué cojones está pasando aquí? —preguntó el teniente
sin dirigir la pregunta a nadie en concreto.
—No lo sé, mi teniente, pero parece que por alguna
razón abandonaron su puesto —replicó el brigada Ramírez.
—¿Me está diciendo que varios de mis hombres, en plena
misión en zona de combate, abandonaron su guardia, arrojaron sus armas y se
fueron a dar un paseo hasta perderse en el desierto? ¿Que se volvieron todos
locos y al mismo tiempo? —dijo el teniente apretando los dientes con tanta
furia que parecía que las mandíbulas iban a estallarle de un momento a otro.
El brigada se encogió de hombros.
—¿Dónde está Carrasco? —preguntó el teniente y miró a
su alrededor—. ¿Dónde está ese jodido sanitario?
En ese momento el cabo primero Castillo se acercó a la
carrera desde la tienda marcada con la enorme cruz roja sobre el dibujo de
camuflaje marrón y amarillo.
—El sargento Carrasco también ha desaparecido, mi
teniente —dijo el cabo primero—. Su pistola estaba tirada en la puerta de la
tienda.
—¡Por la puta virgen! Otro que también se ha vuelto
loco —gritó Herrero presa de la exasperación.
—Además… —dijo Castillo.
—¡¿Además qué?!
—González tampoco está. Venga, mi teniente, tiene que
ver esto.
Siguieron al cabo hasta la tienda del sanitario. A
pocos pasos de ella surgía un ancho reguero de sangre, ya seca y medio
absorbida por la arena. El rastro se perdía tras las dunas.
El teniente ordenó a Ramírez que se quedase en el
campamento. Los hombres con las armas preparadas y vigilantes; los vehículos
listos para partir en cualquier momento. Él, Castillo, Torres y otros dos
soldados, siguieron el rastro de sangre.
La roja mancha ascendía hasta llegar a la cresta de
una duna algo más elevada que las circundantes. Despacio y con los fusiles en
ristre, los hombres caminaron hasta su cima. Al otro lado, en una pequeña
depresión en la arena, estaba tendido el soldado de primera González. La
pernera de la pierna herida era una macha húmeda de color oscuro. Espumarajos
secos de saliva, mezclados con arena, le cubrían buena parte del rostro.
—¡Oh Dios! Ha debido arrastrarse hasta aquí —dijo Torres
con estupefacción.
Despacio y con cautela, se acercaron al cuerpo
tendido.
Cuando estaban a escasos dos metros, González se movió
y murmuró palabras que no pudieron entender.
—¡Está vivo! —gritó Castillo.
Se acercaron al hombre con rapidez. Le dieron de beber
agua de sus cantimploras y le limpiaron la arena de la cara. Castillo se sacó
el cuchillo y rasgó la pernera del pantalón de González. Con esfuerzo y
habilidad le hizo un torniquete en la pierna.
—¿Qué ha pasado, González? —preguntó Herrero al herido
con ansiedad—. ¿Dónde está Carrasco, y los otros? ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Se fue…, mi teniente. Se fue… con ella —respondió el
agonizante soldado.
—¿Quién se fue? ¿Con quién? ¿De qué demonios estás
hablando? —insistió el teniente, de rodillas junto el herido, sosteniéndole la
cabeza sobre sus muslos.
—El sargento, mi teniente —tosió González en respuesta—.
Se fue con ella, con su música. ¡Oh, mi teniente! Era… era una canción
maravillosa… como nunca he oído ninguna… Yo… yo también quería ir, pero esta
maldita pierna… No pude, no podía y… y ella no… Pero el sargento se fue… tras
la música…
Herrero frunció el entrecejo y lanzó una silenciosa
mirada al cabo primero. Castillo respondió con una ligera sacudida de cabeza.
—Está bien, González —dijo el teniente—. No te
preocupes. Te llevaremos de vuelta al campamento y te pondrás mejor. Ya nos
contarás qué ha pasado aquí esta noche.
Llevaron al herido de vuelta al campamento. Lo
acostaron en el camastro de la tienda sanitaria y le vendaron la herida lo
mejor que supieron, pero, sin los conocimientos y experiencia del sanitario,
todos eran conscientes del frágil hilo que aún unía a González a este mundo.
Durante todo el trayecto de vuelta, el veterano soldado no dejó de murmurar
acerca de bellas canciones a las que debía seguir a toda costa. Tuvieron que
atarlo para que no volviera a arrastrase sobre la arena, de vuelta a las dunas.
En la tienda del teniente, Herrero y Ramírez se
miraban el uno al otro con el ceño fruncido. Negras bolsas de cansancio se
perfilaban bajo sus ojos. Minúsculos granos de arena se apreciaban incrustados
en las arrugas de sus rostros.
—¿Qué está pasando aquí, Ramírez? ¿Cómo es posible que
nos ataquen de esa manera y ni tan siguiera hayamos podido verlos? —preguntó
con desesperación el teniente—. Debe de tratarse de alguna unidad de las
fuerzas especiales iraquíes.
—¿Usted cree que son los iraquíes, mi teniente?
—No me venga con bobadas, Ramírez. ¿Qué otra cosa
puede ser? Deben ser un grupo experto en camuflaje en el desierto, bien
entrenados, esos hijos de puta. Eluden el enfrentamiento directo y nos van
aniquilando de uno en uno cuando tienen la oportunidad. De esa manera van
minando poco a poco nuestras fuerzas y nuestra moral. Es una táctica habitual
en la guerra de guerrillas.
—No lo sé, mi teniente. Nunca habíamos oído hablar de
algo así. Si hubiese algún grupo de ese tipo entre las fuerzas iraquíes, los
servicios de inteligencia americanos nos habrían informado.
—Los americanos no son Dios, brigada —replicó Herrero
con desprecio.
—No sé qué decirle, mi teniente. Pero algo me dice que
no son los iraquíes. Pero sean quienes sean, el caso es que hemos perdido ya a nueve
hombres. Más de un tercio de la unidad ha caído y todavía no sabemos quién o qué
nos está atacando. Quizás deberíamos pedir ayuda.
Herrero negó con un gruñido.
—Mi teniente, si nuestra posición en el mapa es
correcta, a unos ciento sesenta kilómetros al noroeste hay una base de la
Primera División Armada inglesa. En poco más de una hora podían mandar un
helicóptero de transporte y…
—¡No, Ramírez! Usted sabe tan bien como yo el carácter
de esta misión. Sólo nuestros mandos y los americanos saben de nuestra
presencia aquí. Es imprescindible que pasemos desapercibidos. Se supone que el ejército
español sólo colabora en esta guerra con misiones humanitarias y de apoyo
logístico. Si nuestra misión sale a la luz pública, rodará la cabeza de más de
un político. Y ya puede imaginarse qué ocurrirá con nuestras carreras. Nos
montarían un consejo de guerra y nos usarían como cabeza de turco. Ya puede
despedirse de sus galones si eso ocurre.
Ramírez asintió con un bufido de resignación.
—¿Y cómo explica lo de González, mi teniente?
—La fiebre y la infección deben haberle vuelto loco. O
quizás los iraquíes han utilizado algún tipo de gas neurotóxico en el ataque. ¡Qué
sé yo, Ramírez, qué sé yo! Pero no es el momento de…
—¡Mi teniente! ¡Mi teniente! —interrumpió la voz de
Castillo desde el exterior de la tienda.
Los dos hombres salieron con presteza.
—¿Qué ocurre, cabo primero? —preguntó el teniente Herrero.
—González ha muerto, mi teniente. Hicimos lo que
pudimos, pero… debió de perder demasiada sangre.
—¡Maldita sea! Esos hijos de puta que el diablo se
lleve —maldijo el teniente—. Recoged el equipo y todo el mundo a los vehículos.
Nos vamos de aquí en diez minutos —ordenó tras unos segundos de indecisión.
—¿Qué hacemos con González?
—Enterradlo en la arena —respondió el brigada Ramírez.
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2017.
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 0811091272760, con fecha de 9 de noviembre de 2008.
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Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.
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