La causalidad y la
casualidad nada tienen que ver la una con la otra. Pero a veces, quizá debido a
su similitud fonética, pueden confundirse y amalgamarse, sobre todo en una
mente agotada por un cansancio indecible.
A pesar de la extenuación y
la angustia, debemos ser cuidadosos a la hora de sacar conclusiones. Pues estas
pueden ser del todo equivocadas y llevarnos a situaciones irreversibles. Como
le pasó al protagonista de esta historia.
Un nuevo relato corto (casi
un microrrelato)
de Juan Nadie.
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CONTINGENCIA CUANTICA
Tuvo suerte y consiguió aparcar a
pocos metros del edificio de apartamentos en el que vivía. Salió del coche
emitiendo un ligero gruñido por el esfuerzo. Había conducido como un zombi los últimos
kilómetros de vuelta a casa y su cara era un espléndido homenaje a las ojeras y
al cansancio. Cruzó la calle y entró en el portal del bloque. Resopló con
fastidio al comprobar que, una vez más, el ascensor estaba fuera de uso. Se
dirigió con desgana hacia las escaleras.
Se sentía completamente exhausto y
de hecho lo estaba. Habían sido cuarenta y ocho horas agotadoras en la central
nuclear. En la madrugada de hacía dos días, pocas horas antes de que acabase su
turno, las alarmas se habían disparado en una orgía de sirenas estridentes y
luces parpadeantes. Durante un periodo largo hasta la extenuación, pareció que
la catástrofe era inevitable. Llamadas realizadas con urgencia a oficinas
desconocidas por el gran público despertaron y mantuvieron en vilo a un buen
puñado de altos cargos. Al final, tras ímprobos y agotadores esfuerzos, la
amenaza consiguió ser contenida, aunque el desastre había estado cerca. Quizá
demasiado.
Tras la intensa batalla, las aguas retornaron
a su cauce, las sirenas volvieron a enmudecer y los altos cargos regresaron a sus
camas, no sin antes dejar muy clara la necesidad de hacer rodar unas cuantas
cabezas antes de que acabase la semana.
Pero eso sería un nuevo temporal que
ya capearía de alguna forma. Ahora lo que necesitaba era alejarse del pánico y
la histeria. Le correspondían dos días de descanso en su turno rotatorio, y
tenía pensado pasárselos durmiendo. La tensión había sido brutal y le estaba
pasando factura a su cuerpo y a su mente. Cada músculo y cada hueso rezumaban
cansancio y pedían a gritos la merecida tregua. Con todo, sabía que no podría
conciliar el sueño hasta que su organismo limpiase los últimos restos de
adrenalina. Se dirigió a la cocina, cogió una lata de cerveza del frigorífico y
se dejó caer con pesadez de plomo sobre el sofá. Sólo quería desconectar el
cerebro, quedarse como idiota mirando la caja tonta y tragarse con total
docilidad cualquier estupidez que estuviesen emitiendo.
Accionó el mando a distancia, pero
el aparato le mostró una pantalla gris y sibilante de nieve electrónica.
Recorrió los más de ciento cincuenta. Todos le devolvieron la misma respuesta
vacía. Sintió como perlas de sudor se acumulaban en su frente y una punzada de ansiedad
se le agarrotó en la boca del estómago. El más horrendo de los pensamientos
cruzó su cerebro y se quedó allí, adherido como una sanguijuela. Trató de
quitárselo de encima sacudiendo la cabeza. No puede ser, pensó, conseguimos
pararlo.
Con un leve temblor, alargó la mano
hacia el teléfono que descansaba ignorante sobre la pequeña mesa auxiliar al
lado del sofá. Se llevó el auricular al oído y pudo sentir como el silencio
electrónico le golpeaba como un mazazo.
La línea estaba muerta.
El pánico, ominoso y frío, lo inundó
como una ola gigantesca e irremisible.
Con el corazón tronándole en el
pecho, se dirigió al dormitorio. Abrió el cajón superior de la cómoda y rebuscó
durante unos segundos hasta que encontró la pequeña bolsa de tacto aterciopelado.
La abrió y de su interior extrajo un revólver reluciente y bien engrasado. Con
mano no demasiado firme, desplazó el tambor del arma hacia un lado y rellenó
los seis huecos con sus correspondientes balas cobrizas. Encajó el tambor
cargado en su lugar, levantó el percutor, apoyó el cañón del revolver contra la
sien derecha y apretó el gatillo.
La policía encontró el cuerpo una
semana más tarde. Tratando de esclarecer los hechos acaecidos, los inspectores
preguntaron diligentemente a todos y cada uno de los vecinos del edificio.
Todos recordaban muy bien la fecha en que ocurrió el trágico suceso. Fue el
fatídico día en que el manazas del técnico que estaba instalando la nueva
televisión por cable en el bloque cortó por accidente la línea del teléfono.
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© Juan
Nadie, Planeta Tierra, 2017.
Obra
inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative con el número 1007066751258, con
fecha de 6 de julio de 2010.
Todos los
derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada:
fotomontaje del autor.
Muy buen relato! Me ha hecho reir al final jajaja pobre hombre, podría haberse asegurado mejor... La que lió el tecnico...
ResponderEliminarLa verdad es que el relato tiene más de humor negro que otra cosa. Es una situación hilarante y dramática al mismo tiempo. Te ries si la ves desde fuera, pero no quisiera que me ocurriese algo así.
EliminarGracias por leer y comentar.
Un saludo,