El espacio
exterior es un medio cruel y despiadado.
Ni la piedad ni el perdón significan
nada, y las vidas de los que allí habitan pueden desaparecer en un instante
entre el polvo estelar.
Pero ni aún
allí, los hombres olvidan sus viejos temores, sus odios y sus prejuicios.
Esta es la
odisea espacial de dos jóvenes varados en medio del universo.
Una odisea
que les conducirá a un caótico final.
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Mariposas
de Cristal
Borboleta
salió con cuidado del angosto receptáculo con paredes de plástico esmerilado
que era la cabina de la ducha. No se molestó en cerrar la puerta corredera. El
resto del cuarto de baño era apenas algo mayor. Podía abarcarlo de pared a
pared sin estirar los brazos del todo.
Con un
saltito que la hizo flotar en el aire durante un instante, se colocó justo
debajo de gran secador del techo y presionó el botón rojo que lo ponía en
marcha. Se giró de espaldas a la pared y contempló como las gotas de agua de la
ducha acababan por caer al suelo, con lenta y delicada parsimonia, y se
dirigían al sumidero, atraídas con pereza por la escasa gravedad de la
minúscula sala de aseo. Entre ellas brillaban como pálidos rubíes cuentas de
color rosado.
Entrecerró
los ojos y empezó a girar despacio. Casi con voluptuosidad, dejó que el chorro
de aire caliente la secase por completo. Esa siempre había sido para ella la
parte más divertida de lavarse. El aire del secador era una brisa cálida y
extraña que acariciaba su piel y agitaba su pelo. Le hacía pensar en las
historias que le contaban sus padres sobre el viento, los huracanes y las
tempestades, allí abajo, en los planetas habitados. Se preguntó cómo sería el
viento de verdad, natural, corretear entre las colinas y los valles de la
Tierra. Eso era algo que Borboleta nunca había experimentado y sabía que jamás
llegaría a conocer. Pero no le importaba. Como muchos otros antes y después que
ella, no podía añorar aquello que nunca había conocido. El pensar en sus padres
hizo que sintiese la familiar punzada de dolor. Torció la boca en una mueca de
disgusto. El tiempo había conseguido que la nostalgia y el pesar se redujesen a
un zumbido sordo y constante. Paro aún dolía. A veces con una intensidad que la
dejaba casi sin respiración, estrujándole la garganta y golpeándole en las
sientes.
De un
manotazo presionó el botón que apagaba el secador y salió del cuarto de baño.
Se
desplazó flotando por el largo corredor, el largo pelo castaño moviéndose en
suaves ondulaciones sobre sus hombros. La fuerza centrífuga creada por la
rotación del asteroide conseguía una débil y escasa gravedad en el baño,
situado en el extremo más exterior del edificio. Pero esta acción fruto de la
cinética se desvanecía al avanzar hacia el centro del largo cilindro que era la
base minera, o al menos lo que quedaba de ella. Las leyes de la física no
preocupaban en absoluto a Borboleta, que se movía con gracia y agilidad, sin
chocar en ningún momento con las paredes del pasillo, impulsándose con suaves y
perfectos movimientos de manos y pies. Estaba acostumbrada. Era lo que había
hecho toda la vida.
Era alta
y delgada, de cuerpo estilizado y largas piernas, aunque a sus trece años la
pubertad había ya empezado a conseguir algunas redondeces. Sus músculos, sin
embargo, eran débiles, y sus huesos frágiles. Mi pequeña y preciosa mariposa,
la llamaba su padre, cuando la sentaba en sus rodillas y la acunaba hasta que
se quedaba dormida.
Pero Borboleta
no era una excepción. Toda la gente que conoció en su corta vida era como ella.
Delicados, altos y esbeltos, con ese aire etéreo de elfo que tienen todos los que
han nacido y vivido fuera de las tenazas de la atracción gravitatoria. Esos
larguiruchos del espacio, les llamaban la gente de la Tierra, y se compadecían
de ellos porque nunca podrían pisar el suelo del planeta madre, disfrutar de
una puesta de sol o sentir el embate de las olas del mar. Los espacianos
respondían con una risotada agridulce y trataban de despertar la envidia de
esos terranos que nunca sabrían de las maravillas de hacer el amor en ausencia
de gravedad, ni contemplarían con sus propios ojos los portentosos paisajes del
espacio exterior. A pesar de su aspecto frágil y su alterada fisiología, los
habitantes del espacio no eran débiles, ni mucho menos cobardes. Eran
conscientes de que su pueblo representaba los límites de lo que era posible, del
postrero paso de la especie, de que ellos eran la última frontera de la
humanidad. Más allá de ellos, no había nada. Al menos nada humano. Borboleta lo
había aprendido desde la cuna. Junto con el valor, el desafío y las
precauciones necesarias, inculcadas en incontables lecciones, para sobrevivir
en un entorno donde sólo un par de capas de metal y plastiacero te separan de
la ineludible muerte en el vacío cuántico entre los mundos.
Con una
perfecta coordinación de movimientos, se paró en silencio y con suavidad junto
a la compuerta de entrada de la gran habitación de paredes redondeadas que les
servía de sala de estar, comedor y lugar de esparcimiento. Raudur estaba
sentado en uno de los mullidos sofás de plástico ergonómico. Miraba con
atención en la pantalla mural una de las películas almacenadas en la memoria de
la IA estructural. Su concentración se evidenciaba en el fruncido entrecejo,
que formaba una cómica arruga sobre sus pronunciados arcos supraorbitales. De
vez en cuando se llevaba la mano a la boca y mordisqueaba una de las barras
alimenticias que hacía tiempo se habían convertido en la casi única dieta de
los dos habitantes de la base asteroidal.
Borboleta
observó por un momento la enorme pantalla mural. Reconoció al instante la
película. Era una de las favoritas de Raudur, una de esas películas de
comienzos de la era espacial en la que se narraba la épica lucha de los
miembros de una colonia planetaria contra una banda de desalmados piratas del
espacio, horribles alienígenas y gobernantes siderales sin escrúpulos. Un
clásico, decía Raudur con toda seriedad, con ese aire tan cómico que ponía
cuando trataba de ser un chico mayor de lo que realmente era. En esas
ocasiones, Borboleta solía burlarse de él y trataba de pellizcar la ancha y
protuberante nariz en la cara del muchacho. Eso sacaba a Raudur de sus
casillas, que casi siempre acababa por marcharse a su cuarto farfullando
comentarios acerca de esa estúpida flaca que no entendía nada, perseguido por
la risa de cristal de su amiga.
—¿Qué
haces, Raudur?
—¡Hola,
flaca! —respondió el chico.
Una
enorme sonrisa de labios gruesos se dibujó en la larga y ancha cara del
muchacho, moteada de pecas en las mejillas. El huidizo mentón casi desapareció
bajo la media luna cuajada de grandes y cuadrados dientes. Cuando no utilizaba
su nombre, Raudur siempre la llamaba flaca. Era el apelativo general con que su
gente, más bajos y rechonchos, se refería a las personas como Borboleta.
—¿Te has
puesto un vestido? —preguntó Raudur a la vez que miraba a la chica de arriba
abajo.
—Sí.
Raudur
se rascó con nerviosismo el pelo, crespo y rojizo como muchos de los miembros
de su pueblo.
—¡Ah!
Ya… Vuelves a sangrar, ¿no?
Ella
asintió con una ligera inclinación de cabeza. Por una razón que no alcanzaba a
comprender, se sentía incómoda cuando se mencionaba el tema. Recordaba la
primera vez que sangró, de eso hacía ya más de un año. Se sintió aterrada
cuando se despertó y vio la mancha roja entre las sábanas. Pensó que se estaba
muriendo y gritó presa del pánico más angustioso que jamás había sentido. Raudur
acudió casi de inmediato a su habitación, con los ojos medio cerrados por el
sueño, que se abrieron de par en par al ver la sangre y la pálida cara de Borboleta.
Salió disparado del dormitorio de la chica y atravesó el largo pasillo a
grandes zancadas flotantes. Volvió al cabo de escasos minutos con un botiquín
completo. La gente de Raudur era entrenada desde la niñez para responder a
situaciones de emergencia. Como todos los suyos, el muchacho tenía los
conocimientos esenciales para prestar primeros auxilios a cualquier miembro
herido de la comunidad.
—¿Dónde
está la herida? —preguntó Raudur con la resolución pintada en el rostro cuando
entró como una tromba en la habitación de Borboleta.
El
muchacho era la imagen viva de la resolución y la zozobra, perfectamente
mezcladas y equilibradas. Borboleta no pudo reprimir el soltar una carcajada. Raudur
abrió la boca confundido, aunque no llegó a decir nada. La emergencia había
pasado.
Durante
un tiempo se sintieron desconcertados por el sangrado periódico de Borboleta.
Intentaron buscar información en la IA, pero con escaso éxito. Buscando entre
las cosas de su madre, Borboleta encontró algunas pistas que le indicaron que
ella no era la única que sufría ese extraño sangrado cíclico. Pero todo el
asunto siempre le pareció confuso y desagradable. No le gustaba hablar de ello.
Desde entonces, siempre que empezaba a sangrar, se ponía uno de los vestidos de
su madre.
Se sentó
en el mullido sofá junto a Raudur. Le acaricio distraídamente el pelo de color
ladrillo. El muchacho respondió con una elevación del hombro sin apartar la
mirada de la pantalla.
—Ahora
es cuando el sargento traidor le tiende una trampa al capitán Sebastian,
¿verdad?
—¡Aja!
—respondió él con la boca llena de pasta alimenticia.
Ambos
habían visto antes la película, como todas las demás. Por desgracia, se habían
salvado muy pocas en la base de datos de la IA y, durante los largos años a la
deriva, las habían visto todas decenas y decenas de veces. Pero aún seguían
viéndolas una y otra vez. Se habían acostumbrado a ello y, de todas formas, no
había mucho más que hacer en la base. Raudur solía quejarse de que todos los
héroes de las películas eran gente del pueblo de Borboleta y nunca del suyo.
Pensaba que no era justo, que la gente que hacía las películas eran unos
estúpidos que no sabían nada de la vida en el espacio.
—Las
películas son todas así —era la única respuesta que Borboleta podía ofrecer a
las constantes preguntas del chico. Pero ella también intuía que había algo no
del todo correcto en ello.
Mientras
Raudur seguía las vicisitudes del capitán Sebastian en la pantalla con
impertérrita concentración, ella lo miró durante unos instantes con el rabillo
del ojo. Como el de Borboleta, el cuerpo de Raudur había cambiado mucho durante
los dos últimos años. Aunque él era algo más joven, su gente crecía más
deprisa, y su cuerpo casi había adquirido las definitivas formas varoniles. Su
torso, ancho y acampanado, se había ensanchado aún más; los hombros habían
crecido; los músculos se habían desarrollado; las manos se habían vuelto
enormes; el vello había aparecido y espesado en algunas partes. Como toda
vestimenta, llevaba puestos unos pantalones cortos de color azul cobalto con
rayas amarillas. Sus favoritos. Borboleta lo había sorprendido varias veces con
la mano dentro de los pantalones, acariciándose una intrigante turgencia.
Algunas de esas veces, Borboleta había sentido el extraño deseo de introducir
también su mano en los pantalones de Raudur. Esos pensamientos también la
hacían sentirse un tanto incómoda, pero de una manera distinta, una manera casi
feliz. Recostó la cabeza sobre el hombro del muchacho y dirigió su atención a
la pantalla.
Cuando
el bravo y valiente capitán Sebastian, y sus aguerridos camaradas, acababan de
repeler el asalto de los alienígenas, Raudur se volvió hacia su amiga como si
saliese de un trance. Con una enorme sonrisa de dientes enormes le pregunto:
—¿Tienes
hambre, Borboleta? Es hora de cenar.
—Pero si
acabas de comer.
—Eso no
tiene importancia. Es la hora de la cena, ¿no? —replicó el adolescente y señaló
con el índice los números de naranja fluorescente que marcaban el paso del
tiempo desde la pared de la sala.
—¡Eres
un caso! —dijo ella sacudiendo la cabeza con exagerado aire de impotencia.
Raudur
se acercó a la cocina, la parte de la sala con una poyata de plástico
blanquecino, una mesa y varias sillas atornilladas al suelo y un dispensador de
comida. Apretó el botón del dispensador y realizó el pedido con cara de gran
solemnidad.
—Por
favor, quisiéramos para cenar un par de hamburguesas con queso, patatas fritas
y helado de fresa y chocolate.
«Orden
imposible de ejecutar», dijo la voz sintética e impersonal de la IA a través de
los altavoces de la cocina, «datos insuficientes, información no disponible en
la base de datos». Raudur lanzó una risa forzada que se rompió a medio camino
en un gallo de adolescente.
—Información
no disponible en la base de datos —repitió Raudur pellizcándose la nariz con el
índice y el pulgar en un intento de imitar la voz mecánica—. Estúpido
ordenador, por muchas veces que se lo hagas, siempre cae en la misma trampa —y
le lanzó un guiño a su amiga con cara de pícaro travieso.
—¡Déjate
de tonterías! Y ordena la comida de una vez
—¿Qué
pasa? ¿Ya no te hace gracia? Antes siempre nos reíamos de lo lindo con las
bromas que le gastábamos a la IA y de sus estúpidos «información no disponible».
—Es una
broma propia de críos, Raudur. Me aburre.
—Hay que
ver lo rara que te pones cuando sangras —dijo con un deje de tristeza en la
voz.
Borboleta
le lanzó una mirada furibunda que cortó cualquier réplica por parte del muchacho.
Raudur le dio las instrucciones oportunas al dispensador y, cuando la comida
apareció en sendas bandejas tras unos segundos, la colocó sobre la mesa. Se
sentaron a comer.
La cena
consistió en la dieta habitual de los dos habitantes de la estación minera a la
deriva. Dos barras de pasta alimenticia, un cuadrado de gelatina verde con un
ligero regusto vegetal, y dos grandes vasos de agua, herméticamente cerrados y
de los que se bebía a través de una pajita, lo que impedía que el líquido
elemento se desparramase en glóbulos flotantes por toda la habitación.
—¿Te
acuerdas de a qué sabía el helado, Borboleta?
La chica
arrugó el entrecejo y meditó durante unos instantes.
—No,
pero creo que me gustaba.
—¡Mira!
Allí está otra vez —dijo Raudur de pronto y apuntó con el dedo a uno de los diminutos
ventanales de la sala.
El
fornido joven se levantó de la mesa y en un par de gráciles saltos se situó
junto al pequeño mirador. Pegó los ojos al grueso cristal que lo separaba del
espacio vacío.
—Está
cada vez más grande.
Desde
hacía muchos días, no podrían decir si semanas o meses, en el pequeño fragmento
de negro firmamento tachonado de estrellas que los dos niños podían ver desde
la estación apareció un nuevo elemento. Al principio no era más que una pequeña
bola, de color amarillento pálido. Pero poco a poco fue creciendo hasta que se
convirtió en una enorme esfera de rayas horizontales, ocres, tostadas y
naranjas, con una mancha rojiza y circular en uno de sus lados. A Raudur la
aparición le fascinó desde un principio, y solía jactarse con orgullo de que su
pelo era del mismo color que la mancha. Tras muchas deliberaciones e
infructuosas consultas a la base de datos, los dos habitantes del asteroide
llegaron a la conclusión de que se estaban acercando a un planeta. Pero no
tenían ni idea de cuál.
—Es la
Tierra —afirmaba Raudur con una seguridad que estaba muy lejos de sentir.
Borboleta
asentía a la conclusión de su amigo sin demasiada convicción. No estaba muy
segura, pero creía recordar que las historias de su madre sobre el planeta natal
hablaban de un mundo de color azul y verde, no de un planeta a rayas.
—Se ve más
grande —comentó Raudur sin apartar los ojos del gigante naranja—. Eso quiere
decir que nos acercamos. Pronto aterrizaremos en la Tierra y nos recibirán con
aclamaciones y fiestas. Seremos los héroes del espacio, tú y yo, Borboleta.
Como el capitán Sebastian.
Raudur
se dejó llevar unos momentos por sus ensoñaciones. Se veía a sí mismo como un
gran héroe espacial, vitoreado y aclamado por todos. Estaba seguro que harían
una película sobre su aventura. Una película que por fin estaría protagonizada
por un miembro de su pueblo, y no por la gente flaca, como siempre ocurría.
—¿Crees que
encontraremos a… nuestras familias? —preguntó Borboleta con voz queda.
—Pues…
supongo que sí —respondió él encogiéndose de hombros, sin poder disimular un
delator temblor en la voz.
El joven
adolescente permaneció pegado al ventanuco hasta que la enorme bola naranja
desapareció de su campo de visión.
Después
de la cena, tiraron los cubiertos y los platos de plástico al reciclador y se
sentaron a ver una película distinta. Ésta sólo la habían visto ochenta y seis
veces, según los cómputos de Raudur, así que, afirmó con solemnidad, era casi
como si fuese nueva.
Estaban
a mitad de película cuando oyeron el sonido de algo que no había ocurrido en la
estación en los últimos cinco años. Era un chirrido metálico acompañado del sibilante
zumbido del aire al escapar al vacío exterior. Una luz de color ámbar empezó a
parpadear en una esquina de la sala, iluminando la cara de los dos niños con un
resplandor de fuego intermitente. La voz monótona de la IA anunció que la
puerta exterior de la esclusa había sido abierta, y que tras unos minutos se
iniciaría el proceso de recompresión en la antesala de entrada a la base.
Borboleta
y Raudur se miraron aterrados y se abrazaron sobre el sofá. La esclusa de la
entrada no se había abierto desde el accidente, por la sencilla razón de que
allí fuera no había nadie para abrirla, ni ellos tenían trajes para salir al
exterior.
Sólo
podía significar una cosa: intrusos.
Los
minutos se desplazaron con lentitud sobre la pantalla del reloj digital.
—¿Quiénes
serán? —preguntó Borboleta con un hilo de voz. Gotitas transparentes empezaron
a flotar delante de su cara—. ¿Crees que nos harán daño?
—Seguramente
son piratas espaciales que intentan atacarnos. Pero no te preocupes. Yo cuidaré
de ti —dijo Raudur tras tragar en seco con dificultad.
Los
oyeron acercarse por el largo pasillo. Los dos niños estaban temblando,
abrazados el uno al otro, cuando los extraños llegaron a la gran sala
redondeada. Eran cuatro. Altos y temibles. Llevaban trajes espaciales de color
gris claro adornados con insignias de tonos oscuros. Pesadas botas de suelas
magnéticas los mantenían sujetos al suelo con firmeza. Las viseras levantadas
de sus cascos permitían verles el rostro. Pertenecían a la gente de Borboleta.
Se habían quitado los guantes y en sus manos sujetaban lo que sin duda eran
armas de fuego.
Raudur
se levantó del sofá y trató de no aparentar el miedo que sentía.
—¿Qui…
quiénes son ustedes? ¿Qué hacen aquí?
—¡Mirad!
Es uno de ellos —dijo uno de los hombres con voz ronca.
—¡Atrás!
—ladró el hombre que parecía estar al mando del grupo—. Ni se te ocurra
moverte, mono maldito.
Raudur
dio un pequeño saltito y se acercó flotando dispuesto a enfrentarse a los
cuatro intrusos.
—¡Váyanse
de aquí, piratas! Esta es nuestra casa y…
—¡Cuidado,
comandante! Nos ataca…
El
estampido cortó en seco la respiración de Borboleta, que no comprendió lo que
había ocurrido hasta unos segundos después de contemplar como Raudur salía
despedido hacia atrás por el impacto del proyectil. Un extraño olor a quemado
inundó la habitación.
El
cuerpo del muchacho se quedó suspendido a media altura, quieto, con las piernas
dobladas y la cabeza hacia atrás. Una enorme flor roja se había abierto en su
pecho y pequeñas gotas de rubí flotaban a su alrededor.
El
chillido de Borboleta fue tan agudo que los cuatro visitantes no alcanzaron a
oír el final del mismo, pues acabó más allá del espectro audible para el ser humano.
(continuará...)
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Este relato fue publicado
en el Nº 13 de la revista digital de
fantasía, ciencia ficción y terror Relatos Increíbles.
Pincha en la portada y
podrá ser tuya.
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2017.
Obra inscrita en el Registro de la
Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1007076754003,
con fecha de 7 de julio de 2010.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada:
fotomontaje del autor.
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