El espacio
exterior es un medio cruel y despiadado.
Pero ni aún
allí, los hombres olvidan sus viejos temores, sus odios y sus prejuicios.
Esta es la
odisea espacial de dos jóvenes varados en medio del universo.
Una odisea
que les conducirá a un caótico final.
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Mariposas
de Cristal
Setenta
y dos horas más tarde, en la enfermería del acorazado interplanetario Solaris Siete, perteneciente a la armada
del Sistema Exterior, la teniente médico Yaiza Canipe pasó la palma de la mano
sobre la frente de la dormida Borboleta. La arropó con suavidad subiéndole el
borde de la sábana hasta los hombros y emitió un ahogado suspiro.
Habían
sido tres días extenuantes, llenos de tensiones, miedos, angustias y abundantes
lágrimas. Para ambas. Pero Yaiza por fin había conseguido que la niña se
durmiese sólo con la ayuda de un sedante suave.
Salió en
silencio de la enfermería y cerró la puerta con cuidado tras ella. Caminó por
el corredor dando pequeños y elegantes saltitos. La reducida gravedad
artificial de la nave, apenas un cuarto de g, facilitaba los desplazamientos,
pero implicaba una cierta práctica hasta que los músculos y el cerebelo se
acostumbraban a la nueva situación. Yaiza ya no se chocaba con los mamparos ni
con sus compañeros de tripulación, pero aún se movía con el característico aire
temeroso e inseguro de los terranos que la gente nacida en el espacio sabía distinguir
a la legua.
En el
otro extremo del pasillo, una figura alta y grácil, avanzaba hacia ella con
movimientos fluidos y exactos. Al llegar a su altura, la teniente se llevó los
dedos a la sien en el arcaico saludo protocolario.
—Comandante.
—Teniente
—respondió el hombre al saludo.
Yaiza se
proponía seguir su camino, pero el comandante Adama, oficial al mando de la Solaris Siete, se volvió para
interpelarla en el último momento.
—¡Teniente
Canipe!
—Sí, mi
comandante.
—¿Cómo
está la niña?
—Bien,
bien. Dentro de lo que cabe, por supuesto. De momento descansa.
—¿Cree
que se recuperará?
—Físicamente,
lo más probable. Presenta signos de malnutrición, falta de calcio en los huesos
y deficiencia vitamínica. Nada que no pueda subsanarse con tiempo y una buena
alimentación. El mayor problema es el desarrollo del aparato locomotor y
cardiovascular. El largo periodo de tiempo en gravedad cero sin un régimen de
ejercicios adecuados le ha causado una severa atrofia muscular. Con mucha
rehabilitación podrá eventualmente vivir en lunas de baja gravedad, o en
estaciones orbitales. Pero nunca podrá ir a la Tierra, y dudo mucho que ni
siquiera a Marte. Y similares problemas presentaba el chico, según ha revelado
la autopsia que…
—No
poder ir a la Tierra es sólo un problema para ustedes, los terranos —interrumpió
el oficial superior con una burlona sonrisa.
—Por
supuesto, mi comandante —dijo Yaiza con una sonrisa incómoda. Se dio una
colleja mental a sí misma. Tenía que tener más cuidado con su lengua. El
comandante era un espaciano puro, nacido y criado en las lunas de los planetas
exteriores del Sistema Solar. Nunca había puesto un pie en la Tierra y nunca lo
haría—. De todas formas, lo peor es la rehabilitación psicológica —dijo a
continuación—. Ahí las cicatrices van a ser grandes y profundas. Mucho me temo
que la pequeña Borboleta está sólo al comienzo de un largo y penoso camino.
—Claro,
claro. Eso es preocupante, desde luego. Pero no se alarme. Le proporcionaremos
a la niña todos los cuidados que la moderna medicina pueda conseguir. Aparte de
eso…, eh…, ella está… ¿intacta?
—¿A qué
se refiere? —preguntó la teniente frunciendo el ceño en extrañeza.
—Me
refiero a que..., bueno…, ya sabe. Si ha sido sometida a algún tipo de… abuso.
Ya me entiende.
Los ojos
de Yaiza se abrieron de par en par en comprensión.
—¡Por
los dioses, mi comandante! Sólo eran dos críos perdidos en el espacio.
—Lamento
que mi pregunta la incomode, teniente. Pero comprenda que tengo que tener una
información sobre el caso lo más completa posible. A fin de cuentas, la
muchacha ha estado expuesta durante un largo tiempo a uno de esos malditos
monos rojos, conviviendo con él, incluso.
—Los
neandertales eran tan humanos como nosotros, mi comandante.
La
tensión se pudo apreciar en las mandíbulas del comandante, apretadas con
fuerza, mientras su cara enrojecía por el efecto de la ira. Escupió las
palabras a través de los dientes.
—Eso, teniente,
no son más que majaderías ecologistas de ustedes los terranos. Ahora les da por
defender a los pobrecitos monos y tratar de lavar su memoria. Pero no se
quejaban cuando tuvimos que limpiar el Sistema de esos grotescos neandertales
que nunca debieron ver la luz del sol. Ahora que ustedes están a salvo,
empiezan a lamentarse por lo que ocurrió y nos echan en cara a nosotros, los
espacianos, nuestros métodos, demasiado rudos e inhumanos para sus refinados
modales del planeta madre. Les limpiamos su patio trasero y ahora nos tildan de
crueles. Teniente, gracias a nosotros se salvaron millones.
—Los
neandertales fueron usados como esclavos, mi comandante. Durante décadas.
—Los
neandertales mataron a miles de humanos durante la revuelta, entre ellos a varios
compañeros del cuerpo, muy allegados y queridos para mí, por si le interesa
saberlo. Estuvieron a punto de sumir el Sistema entero en la ruina y la
barbarie. Se hizo lo que se tenía que hacer, teniente Canipe, no se olvide de
ello.
—Desde
luego, mi comandante. Aun así, no creo que el muchacho del asteroide supusiese
ninguna amenaza para nosotros. Hubiese sido mejor dejarlo con vida. Su muerte
le ha causado un profundo shock a Borboleta del que tardará en recuperarse.
Comprenda que durante mucho tiempo no…
—¡Teniente!
Usted sabe perfectamente que los neandertales están prohibidos en todo el
Sistema Solar, lo que incluye su querido planeta natal. Esta es una nave
militar, y como oficial al mando de la misma, mi mayor prioridad se centra en
velar por la seguridad de su tripulación. Y le aconsejo que no sea demasiado
efusiva en exponer esa clase de ideas. Al menos mientras dure su estancia en
los planetas exteriores.
Yaiza
apretó los puños y respiró hondo un par de veces.
—Sí, mi
comandante. No se preocupe por la niña. Su virginidad está sana y salva.
—¡Bien,
bien! Me alegra saberlo —replicó el oficial—. Manténgame informado de su
evolución.
—A la
orden, mi comandante —dijo Yaiza llevándose la mano a la sien.
La
teniente médico contempló como el comandante se alejaba por el pasillo con su
grácil y majestuoso andar de hombre del espacio. Sintió un amargo sabor de
bilis en la lengua y una punzada de náusea en la boca del estómago. El oficial
al mando tenía razón, al menos desde su punto de vista estrictamente militar.
Pero eso no hacía que Yaiza se sintiese mejor sobre cómo se habían desarrollado
las cosas.
La
discusión le hizo pensar, una vez más, en la decisión que tenía que tomar y a
la que llevaba dándole vueltas los últimos meses. Como oficial médico terrano,
tras los estragos de la guerra y los iniciales esfuerzos de reconstrucción,
había solicitado un traslado temporal a los planetas exteriores. Ansiaba la
aventura del espacio y conocer de primera mano las maravillas que el hombre
había realizado en la conquista del Sistema Solar. Pero tenía que tomar una
determinación. La vida en el espacio y en planetas de gravedad inferior a la
terrestre causaba cambios fisiológicos importantes. Las dos horas diarias de extenuantes
ejercicios podían retrasar el momento. Pero a la larga tenía que elegir. O
volvía a la Tierra pronto, o nunca podría hacerlo.
Con el
rostro surcado por oscuras nubes de preocupación, Yaiza se dirigió a la cantina
de la nave. Se dijo por enésima vez que si no tomaba una decisión pronto
acabaría por quedarse atrapada en las lunas de Júpiter.
Pero,
¿quiero volver?, se preguntó a sí misma una vez más. ¿Tenía realmente motivos
suficientes para volver a la Tierra? ¿Qué le esperaba allí?
Por fin
llegó a la cantina de la nave. Se paró un momento en la puerta y miró en
derredor. Sentado en una de las mesas del fondo estaba la mayor causa de sus
dudas y la amarra que la anclaba a los planetas exteriores. Alto y delgado, un
espaciano de pura cepa, con el pelo cortado a cepillo según las estrictas
especificaciones del reglamento, y los ojos grises concentrados en la pequeña
pantalla de su unidad IA de muñeca. Las oscuras nubes se borraron casi por
completo del rostro de Yaiza.
Sin
decir palabra, se sentó frente a él y extendió una mano sobre la mesa. Él se la
cogió con suavidad entre la suya y le dedicó una cálida sonrisa.
—¡Hola,
preciosa! ¿Qué tal estás? ¡Huy! Qué cara más larga tienes. ¿Qué ha pasado?
—He
tenido una no demasiado agradable conversación con nuestro querido comandante.
—La niña
del asteroide, ¿verdad?
Ella
asintió con tristeza.
—Yaiza,
entiendo cómo te sientes. Y quiero que sepas que estoy completamente de acuerdo
contigo. Pero tienes que comprender las circunstancias. Se trataba de un
neandertal. Hubieran tenido que eliminarlo de todas formas. Son las ordenanzas.
Por tu bien te aconsejo que no te enemistes con el comandante. Aunque seas un
oficial adjunto proveniente de otro cuerpo, mientras te encuentres a bordo,
estás a las órdenes del general de brigada Ciro Adama III. Como todos nosotros.
—Lo sé,
John, lo sé. Pero eso no lo hace más fácil. No era más que un niño. Un pobre
niño perdido que cometió el horrendo crimen de ser el único amigo de una niña
de raza distinta.
—Pobres
críos —dijo John mientras daba suaves golpecitos en el dorso de la mano de
Yaiza.
Se
quedaron en silencio durante unos segundos, las manos entrelazadas sobre la
mesa.
—¿Habéis
averiguado de dónde venían, quiénes eran? Como oficial de comunicaciones seguro
que has tenido acceso a los datos —preguntó Yaiza al fin.
John
sacudió la cabeza.
—La
información es escasa y fraccionaria. La IA de la base del asteroide no era la
unidad central, sino tan sólo una terminal que apenas se las apañó para salvar
algunos archivos parciales y programas de rutinas de mantenimiento. Pero con
esos datos, y el análisis espectrográfico de la superficie rocosa, compuesta casi
en su totalidad de silicatos y níquel-hierro, me atrevería a decir que lo que
encontramos son los restos del 15 Eunomia.
—¿El 15 Eunomia?
¿Ese 15? —preguntó Yaiza y enarcó las cejas en una mueca de sorpresa mezclada con
espanto—. Pero ahí es donde empezó la revuelta.
—¡Aja!
15 Eunomia, asteroide de clase S, de unos 100 km de diámetro, situado
en el cinturón principal, y la mayor mina de silicio de todo el Sistema. El
bendito silicio, ese precioso elemento tan necesario en nuestra moderna
tecnología. Con una población de unos mil quinientos individuos, de los que
sólo cien eran sapiens. Hasta que un día los neandertales de la mina se
cansaron de trabajar para sus amos y el asteroide desapareció de la noche a la
mañana.
—¿Pero…
cómo es posible?
—Bueno,
nadie sabe lo que pasó exactamente. En algún momento de la lucha uno de los dos
bandos hizo estallar el reactor atómico y el asteroide voló en pedazos. La roca
donde encontramos a esos dos niños es todo lo que queda del 15 Eunomia. Debió
de ser lanzado fuera del plano de la eclíptica por la onda expansiva de la
explosión, vagando a la deriva por el espacio exterior hasta que, por pura
casualidad, quedó atrapado en el pozo gravitatorio de Júpiter.
—Pero
eso ocurrió hace más de cinco años —dijo Yaiza mientras apretaba una de las
manos de John ente las suyas—. Es increíble que hayan sobrevivido tanto tiempo.
—Por
fortuna para ellos, las bases mineras se construyen por secciones estancas, más
o menos independientes. Tuvieron suerte de encontrarse en una de las que contenían
las despensas. Aunque a la larga los alimentos se habrían agotado, la
estructura del casco habría sido dañada, o los sistemas de soporte vital
habrían acabado por fallar. Ha sido un verdadero milagro que los hayamos
encontrado. Lo que no me explico es por qué dos niños de las dos razas estaban juntos
en la misma sección.
—Según
tengo entendido, durante los años de infancia los educaban juntos. Simplemente
era lo más práctico. Después, cuando crecían, era cuando se mantenían en
secciones separadas.
—Entonces,
¿dónde están el resto de los niños de la base minera?
Yaiza se
encogió de hombros.
—Quizás
ese día ellos dos estaban haciendo novillos.
Dos
oficiales de alta graduación caminaron junto a la mesa. Yaiza y John se
soltaron las manos, que volvieron a unirse de forma clandestina bajo la
superficie de pulido metal. Las relaciones románticas entre los miembros de la
tripulación no estaban prohibidas, incluso se animaba al personal a ello.
Ayudaba a sobrellevar el hastío y la monotonía de los viajes espaciales. Pero
las demostraciones públicas de afecto no estaban bien consideradas según una de
las innumerables reglas no escritas del código militar espaciano. Ninguno de
los dos tenía interés en ganarse una amonestación de sus superiores.
—Es casi
irónico —dijo John. Bajó la mirada hacia la pulida superficie de la mesa—.
Encontrar a ese pobre chico en los restos del asteroide en el que empezó la
revuelta de los neandertales.
—Aún me
estremezco cuando pienso en los meses de tumultos y violencia. Los neandertales
se levantaron en armas en casi todo el Sistema. En la Tierra, muchas ciudades
se quedaron sin suministro de energía, sin alimentos e incluso sin agua. Fueron
días horribles. Después vinieron las masacres. Llegaron a organizar batidas
para cazarlos como animales. Hasta que no quedó ninguno. Fue espantoso,
realmente espantoso.
—Sí. No fue
precisamente uno de los momentos más brillantes de nuestra historia —dijo John.
Sacudió la cabeza con pesadumbre.
Yaiza
emitió un largo suspiro.
—Los
neandertales tuvieron un triste final —dijo en voz baja.
—Desde
luego. Extintos durante miles de años. Vueltos a la vida gracias a la magia de
la ingeniería genética y la clonación, y convertidos casi de inmediato en los
preciosos esclavos del homo sapiens,
su dueño y creador.
—Nosotros
no los creamos.
—No. La
evolución lo hizo. Y la evolución los aniquiló. Nosotros sólo les dimos una
segunda oportunidad.
—Los
explotamos —dijo Yaiza compungida—. Sobre todo en el espacio.
—Tuvieron
la mala suerte de que su vuelta a la existencia coincidiera con la expansión de
la era espacial y la colonización del Sistema. Mineros de los asteroides,
trabajadores de los campos de terraformación de Marte. Eran los esclavos
perfectos. Tan inteligentes como nosotros y totalmente sometidos. Trabajadores
incansables a los que no había que pagar salario ni preocuparse de sus derechos
civiles, puesto que no tenían ninguno.
—Hasta
que se cansaron.
—Hasta
que decidieron rebelarse contra sus amos. Y sus amos optaron por devolverlos a
la extinción.
—Y
nosotros hemos acabado con el último neandertal vivo del Sistema Solar —Yaiza
sacudió la cabeza con abatimiento—. Pobre niña.
Una
solitaria gota de cristal líquido corrió por la mejilla de la teniente médico.
FIN
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Este relato fue publicado
en el Nº 13 de la revista digital de
fantasía, ciencia ficción y terror Relatos Increíbles.
Pincha en la portada y
podrá ser tuya.
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2017.
Obra inscrita en el Registro de la
Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1007076754003,
con fecha de 7 de julio de 2010.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada:
fotomontaje del autor.
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