jueves, 13 de julio de 2017

Mariposas de cristal - segunda parte


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El espacio exterior es un medio cruel y despiadado. 
Pero ni aún allí, los hombres olvidan sus viejos temores, sus odios y sus prejuicios.

Esta es la odisea espacial de dos jóvenes varados en medio del universo.
Una odisea que les conducirá a un caótico final.
Aquí tienes la Primera Parte de este relato de ciencia ficción.

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Mariposas de Cristal

Setenta y dos horas más tarde, en la enfermería del acorazado interplanetario Solaris Siete, perteneciente a la armada del Sistema Exterior, la teniente médico Yaiza Canipe pasó la palma de la mano sobre la frente de la dormida Borboleta. La arropó con suavidad subiéndole el borde de la sábana hasta los hombros y emitió un ahogado suspiro.
Habían sido tres días extenuantes, llenos de tensiones, miedos, angustias y abundantes lágrimas. Para ambas. Pero Yaiza por fin había conseguido que la niña se durmiese sólo con la ayuda de un sedante suave.
Salió en silencio de la enfermería y cerró la puerta con cuidado tras ella. Caminó por el corredor dando pequeños y elegantes saltitos. La reducida gravedad artificial de la nave, apenas un cuarto de g, facilitaba los desplazamientos, pero implicaba una cierta práctica hasta que los músculos y el cerebelo se acostumbraban a la nueva situación. Yaiza ya no se chocaba con los mamparos ni con sus compañeros de tripulación, pero aún se movía con el característico aire temeroso e inseguro de los terranos que la gente nacida en el espacio sabía distinguir a la legua.
En el otro extremo del pasillo, una figura alta y grácil, avanzaba hacia ella con movimientos fluidos y exactos. Al llegar a su altura, la teniente se llevó los dedos a la sien en el arcaico saludo protocolario.
—Comandante.
—Teniente —respondió el hombre al saludo.
Yaiza se proponía seguir su camino, pero el comandante Adama, oficial al mando de la Solaris Siete, se volvió para interpelarla en el último momento.
—¡Teniente Canipe!
—Sí, mi comandante.
—¿Cómo está la niña?
—Bien, bien. Dentro de lo que cabe, por supuesto. De momento descansa.
—¿Cree que se recuperará?
—Físicamente, lo más probable. Presenta signos de malnutrición, falta de calcio en los huesos y deficiencia vitamínica. Nada que no pueda subsanarse con tiempo y una buena alimentación. El mayor problema es el desarrollo del aparato locomotor y cardiovascular. El largo periodo de tiempo en gravedad cero sin un régimen de ejercicios adecuados le ha causado una severa atrofia muscular. Con mucha rehabilitación podrá eventualmente vivir en lunas de baja gravedad, o en estaciones orbitales. Pero nunca podrá ir a la Tierra, y dudo mucho que ni siquiera a Marte. Y similares problemas presentaba el chico, según ha revelado la autopsia que…
—No poder ir a la Tierra es sólo un problema para ustedes, los terranos —interrumpió el oficial superior con una burlona sonrisa.
—Por supuesto, mi comandante —dijo Yaiza con una sonrisa incómoda. Se dio una colleja mental a sí misma. Tenía que tener más cuidado con su lengua. El comandante era un espaciano puro, nacido y criado en las lunas de los planetas exteriores del Sistema Solar. Nunca había puesto un pie en la Tierra y nunca lo haría—. De todas formas, lo peor es la rehabilitación psicológica —dijo a continuación—. Ahí las cicatrices van a ser grandes y profundas. Mucho me temo que la pequeña Borboleta está sólo al comienzo de un largo y penoso camino.
—Claro, claro. Eso es preocupante, desde luego. Pero no se alarme. Le proporcionaremos a la niña todos los cuidados que la moderna medicina pueda conseguir. Aparte de eso…, eh…, ella está… ¿intacta?
—¿A qué se refiere? —preguntó la teniente frunciendo el ceño en extrañeza.
—Me refiero a que..., bueno…, ya sabe. Si ha sido sometida a algún tipo de… abuso. Ya me entiende.
Los ojos de Yaiza se abrieron de par en par en comprensión.
—¡Por los dioses, mi comandante! Sólo eran dos críos perdidos en el espacio.
—Lamento que mi pregunta la incomode, teniente. Pero comprenda que tengo que tener una información sobre el caso lo más completa posible. A fin de cuentas, la muchacha ha estado expuesta durante un largo tiempo a uno de esos malditos monos rojos, conviviendo con él, incluso.
—Los neandertales eran tan humanos como nosotros, mi comandante.
La tensión se pudo apreciar en las mandíbulas del comandante, apretadas con fuerza, mientras su cara enrojecía por el efecto de la ira. Escupió las palabras a través de los dientes.
—Eso, teniente, no son más que majaderías ecologistas de ustedes los terranos. Ahora les da por defender a los pobrecitos monos y tratar de lavar su memoria. Pero no se quejaban cuando tuvimos que limpiar el Sistema de esos grotescos neandertales que nunca debieron ver la luz del sol. Ahora que ustedes están a salvo, empiezan a lamentarse por lo que ocurrió y nos echan en cara a nosotros, los espacianos, nuestros métodos, demasiado rudos e inhumanos para sus refinados modales del planeta madre. Les limpiamos su patio trasero y ahora nos tildan de crueles. Teniente, gracias a nosotros se salvaron millones.
—Los neandertales fueron usados como esclavos, mi comandante. Durante décadas.
—Los neandertales mataron a miles de humanos durante la revuelta, entre ellos a varios compañeros del cuerpo, muy allegados y queridos para mí, por si le interesa saberlo. Estuvieron a punto de sumir el Sistema entero en la ruina y la barbarie. Se hizo lo que se tenía que hacer, teniente Canipe, no se olvide de ello.
—Desde luego, mi comandante. Aun así, no creo que el muchacho del asteroide supusiese ninguna amenaza para nosotros. Hubiese sido mejor dejarlo con vida. Su muerte le ha causado un profundo shock a Borboleta del que tardará en recuperarse. Comprenda que durante mucho tiempo no…
—¡Teniente! Usted sabe perfectamente que los neandertales están prohibidos en todo el Sistema Solar, lo que incluye su querido planeta natal. Esta es una nave militar, y como oficial al mando de la misma, mi mayor prioridad se centra en velar por la seguridad de su tripulación. Y le aconsejo que no sea demasiado efusiva en exponer esa clase de ideas. Al menos mientras dure su estancia en los planetas exteriores.
Yaiza apretó los puños y respiró hondo un par de veces.
—Sí, mi comandante. No se preocupe por la niña. Su virginidad está sana y salva.
—¡Bien, bien! Me alegra saberlo —replicó el oficial—. Manténgame informado de su evolución.
—A la orden, mi comandante —dijo Yaiza llevándose la mano a la sien.
La teniente médico contempló como el comandante se alejaba por el pasillo con su grácil y majestuoso andar de hombre del espacio. Sintió un amargo sabor de bilis en la lengua y una punzada de náusea en la boca del estómago. El oficial al mando tenía razón, al menos desde su punto de vista estrictamente militar. Pero eso no hacía que Yaiza se sintiese mejor sobre cómo se habían desarrollado las cosas.
La discusión le hizo pensar, una vez más, en la decisión que tenía que tomar y a la que llevaba dándole vueltas los últimos meses. Como oficial médico terrano, tras los estragos de la guerra y los iniciales esfuerzos de reconstrucción, había solicitado un traslado temporal a los planetas exteriores. Ansiaba la aventura del espacio y conocer de primera mano las maravillas que el hombre había realizado en la conquista del Sistema Solar. Pero tenía que tomar una determinación. La vida en el espacio y en planetas de gravedad inferior a la terrestre causaba cambios fisiológicos importantes. Las dos horas diarias de extenuantes ejercicios podían retrasar el momento. Pero a la larga tenía que elegir. O volvía a la Tierra pronto, o nunca podría hacerlo.
Con el rostro surcado por oscuras nubes de preocupación, Yaiza se dirigió a la cantina de la nave. Se dijo por enésima vez que si no tomaba una decisión pronto acabaría por quedarse atrapada en las lunas de Júpiter.
Pero, ¿quiero volver?, se preguntó a sí misma una vez más. ¿Tenía realmente motivos suficientes para volver a la Tierra? ¿Qué le esperaba allí?
Por fin llegó a la cantina de la nave. Se paró un momento en la puerta y miró en derredor. Sentado en una de las mesas del fondo estaba la mayor causa de sus dudas y la amarra que la anclaba a los planetas exteriores. Alto y delgado, un espaciano de pura cepa, con el pelo cortado a cepillo según las estrictas especificaciones del reglamento, y los ojos grises concentrados en la pequeña pantalla de su unidad IA de muñeca. Las oscuras nubes se borraron casi por completo del rostro de Yaiza.
Sin decir palabra, se sentó frente a él y extendió una mano sobre la mesa. Él se la cogió con suavidad entre la suya y le dedicó una cálida sonrisa.
—¡Hola, preciosa! ¿Qué tal estás? ¡Huy! Qué cara más larga tienes. ¿Qué ha pasado?
—He tenido una no demasiado agradable conversación con nuestro querido comandante.
—La niña del asteroide, ¿verdad?
Ella asintió con tristeza.
—Yaiza, entiendo cómo te sientes. Y quiero que sepas que estoy completamente de acuerdo contigo. Pero tienes que comprender las circunstancias. Se trataba de un neandertal. Hubieran tenido que eliminarlo de todas formas. Son las ordenanzas. Por tu bien te aconsejo que no te enemistes con el comandante. Aunque seas un oficial adjunto proveniente de otro cuerpo, mientras te encuentres a bordo, estás a las órdenes del general de brigada Ciro Adama III. Como todos nosotros.
—Lo sé, John, lo sé. Pero eso no lo hace más fácil. No era más que un niño. Un pobre niño perdido que cometió el horrendo crimen de ser el único amigo de una niña de raza distinta.
—Pobres críos —dijo John mientras daba suaves golpecitos en el dorso de la mano de Yaiza.
Se quedaron en silencio durante unos segundos, las manos entrelazadas sobre la mesa.
—¿Habéis averiguado de dónde venían, quiénes eran? Como oficial de comunicaciones seguro que has tenido acceso a los datos —preguntó Yaiza al fin.
John sacudió la cabeza.
—La información es escasa y fraccionaria. La IA de la base del asteroide no era la unidad central, sino tan sólo una terminal que apenas se las apañó para salvar algunos archivos parciales y programas de rutinas de mantenimiento. Pero con esos datos, y el análisis espectrográfico de la superficie rocosa, compuesta casi en su totalidad de silicatos y níquel-hierro, me atrevería a decir que lo que encontramos son los restos del 15 Eunomia.
—¿El 15 Eunomia? ¿Ese 15? —preguntó Yaiza y enarcó las cejas en una mueca de sorpresa mezclada con espanto—. Pero ahí es donde empezó la revuelta.
—¡Aja! 15 Eunomia, asteroide de clase S, de unos 100 km de diámetro, situado en el cinturón principal, y la mayor mina de silicio de todo el Sistema. El bendito silicio, ese precioso elemento tan necesario en nuestra moderna tecnología. Con una población de unos mil quinientos individuos, de los que sólo cien eran sapiens. Hasta que un día los neandertales de la mina se cansaron de trabajar para sus amos y el asteroide desapareció de la noche a la mañana.
—¿Pero… cómo es posible?
—Bueno, nadie sabe lo que pasó exactamente. En algún momento de la lucha uno de los dos bandos hizo estallar el reactor atómico y el asteroide voló en pedazos. La roca donde encontramos a esos dos niños es todo lo que queda del 15 Eunomia. Debió de ser lanzado fuera del plano de la eclíptica por la onda expansiva de la explosión, vagando a la deriva por el espacio exterior hasta que, por pura casualidad, quedó atrapado en el pozo gravitatorio de Júpiter.
—Pero eso ocurrió hace más de cinco años —dijo Yaiza mientras apretaba una de las manos de John ente las suyas—. Es increíble que hayan sobrevivido tanto tiempo.
—Por fortuna para ellos, las bases mineras se construyen por secciones estancas, más o menos independientes. Tuvieron suerte de encontrarse en una de las que contenían las despensas. Aunque a la larga los alimentos se habrían agotado, la estructura del casco habría sido dañada, o los sistemas de soporte vital habrían acabado por fallar. Ha sido un verdadero milagro que los hayamos encontrado. Lo que no me explico es por qué dos niños de las dos razas estaban juntos en la misma sección.
—Según tengo entendido, durante los años de infancia los educaban juntos. Simplemente era lo más práctico. Después, cuando crecían, era cuando se mantenían en secciones separadas.
—Entonces, ¿dónde están el resto de los niños de la base minera?
Yaiza se encogió de hombros.
—Quizás ese día ellos dos estaban haciendo novillos.
Dos oficiales de alta graduación caminaron junto a la mesa. Yaiza y John se soltaron las manos, que volvieron a unirse de forma clandestina bajo la superficie de pulido metal. Las relaciones románticas entre los miembros de la tripulación no estaban prohibidas, incluso se animaba al personal a ello. Ayudaba a sobrellevar el hastío y la monotonía de los viajes espaciales. Pero las demostraciones públicas de afecto no estaban bien consideradas según una de las innumerables reglas no escritas del código militar espaciano. Ninguno de los dos tenía interés en ganarse una amonestación de sus superiores.
—Es casi irónico —dijo John. Bajó la mirada hacia la pulida superficie de la mesa—. Encontrar a ese pobre chico en los restos del asteroide en el que empezó la revuelta de los neandertales.
—Aún me estremezco cuando pienso en los meses de tumultos y violencia. Los neandertales se levantaron en armas en casi todo el Sistema. En la Tierra, muchas ciudades se quedaron sin suministro de energía, sin alimentos e incluso sin agua. Fueron días horribles. Después vinieron las masacres. Llegaron a organizar batidas para cazarlos como animales. Hasta que no quedó ninguno. Fue espantoso, realmente espantoso.
—Sí. No fue precisamente uno de los momentos más brillantes de nuestra historia —dijo John. Sacudió la cabeza con pesadumbre.
Yaiza emitió un largo suspiro.
—Los neandertales tuvieron un triste final —dijo en voz baja.
—Desde luego. Extintos durante miles de años. Vueltos a la vida gracias a la magia de la ingeniería genética y la clonación, y convertidos casi de inmediato en los preciosos esclavos del homo sapiens, su dueño y creador.
—Nosotros no los creamos.
—No. La evolución lo hizo. Y la evolución los aniquiló. Nosotros sólo les dimos una segunda oportunidad.
—Los explotamos —dijo Yaiza compungida—. Sobre todo en el espacio.
—Tuvieron la mala suerte de que su vuelta a la existencia coincidiera con la expansión de la era espacial y la colonización del Sistema. Mineros de los asteroides, trabajadores de los campos de terraformación de Marte. Eran los esclavos perfectos. Tan inteligentes como nosotros y totalmente sometidos. Trabajadores incansables a los que no había que pagar salario ni preocuparse de sus derechos civiles, puesto que no tenían ninguno.
—Hasta que se cansaron.
—Hasta que decidieron rebelarse contra sus amos. Y sus amos optaron por devolverlos a la extinción.
—Y nosotros hemos acabado con el último neandertal vivo del Sistema Solar —Yaiza sacudió la cabeza con abatimiento—. Pobre niña.
Una solitaria gota de cristal líquido corrió por la mejilla de la teniente médico.

FIN


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https://lektu.com/l/acuedi/relatos-increibles-13-lazarus-y-otros-relatos/6902

Este relato fue publicado en el Nº 13 de la revista digital de fantasía, ciencia ficción y terror Relatos Increíbles.

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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2017.
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1007076754003, con fecha de 7 de julio de 2010.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.



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