La soledad, el
egoísmo, la fatalidad y la envidia no son atributos exclusivos del ser humano.
Los dioses también los sufren y manifiestan.
La única diferencia es, quizá, la
escala divina a la que acontecen.
Cuando un hombre
se convierte en el último dios en la Tierra, sólo puede temer a dos cosas: el
fin de su propia inmortalidad y el encuentro con otro dios.
Presentamos aquí
el primer capítulo de los tres en que se divide este trepidante relato.
El
próximo jueves, el siguiente capítulo (manténganse atentos a sus pantallas).
Relato disponible
TOTALMENTE GRATIS, en formato PDF, para los amantes de la lectura. Sólo tienes que pinchar en la portada.
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Tercera Parte
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AL FINAL, DIOS SOLO
Primera parte
El Dios
Solitario subió las escaleras que conducían al balcón del antiguo edificio de
Renacimiento S.L. El cemento de los escalones estaba agrietado. Entre algunas
de las grietas asomaban pálidas briznas de hierba. Casi en el último escalón,
el mecanismo hidráulico de la articulación de la rodilla derecha volvió a
atascarse. La pierna quedó envarada y tiesa, incapaz de doblarse a pesar de sus
esfuerzos. Maldijo por lo bajo. Se apoyó con la espalda contra la pared, llena
de mohos y telarañas, y golpeó con fuerza la pantorrilla derecha, para forzar a
la articulación a doblarse. El ruido de metal contra metal sonó como un gong en
el estrecho pasillo.
La maldita
rodilla llevaba dándole problemas por lo menos… tuvo que pararse a pensarlo.
Sí, por lo menos veinte años. Pronto dejaría de funcionar por completo y no
había manera de doblar la pierna. No era el único deterioro. Las articulaciones
de la espalda cada vez chirriaban más. Apenas podía girar la cabeza hacia la
izquierda, y tres de sus diez dedos eran apéndices tiesos y casi inútiles. Las
articulaciones de las falanges eran las primeras que se estropeaban. La imagen
de uno de sus ojos se pixelaba de vez en cuando. La del otro había perdido
definición de color; no tardaría en ver en blanco y negro. En varias partes de
su cuerpo se apreciaban manchas oscuras, corrosiones y abolladuras. La mayoría
las tapaba lo mejor que podía con el simulacro de ropa, pieles mal curtidas de
animales, que le proporcionaban los fieles en sus ofrendas. Pero no iba a durar
mucho.
Volvió a hacer
un rápido cálculo mental. La parte de su cerebro positrónico con capacidad de
procesamiento informático le ayudó, como siempre. Llevaba ya varios siglos con
ese cuerpo. Conjeturó que le quedarían entre cincuenta y cien años antes de
cambiarlo otra vez. No tanto por la acumulación de desperfectos como por el
agotamiento de la pila atómica de su interior. Luego tendría que transferirse
de nuevo. Pero ya sólo le quedaban dos recambios más.
Por enésima vez,
el pensamiento le hizo estremecer.
Su inmortalidad
no tardaría en llegar a su fin.
Bueno, se dijo,
a trescientos o cuatrocientos años por cuerpo… si soy cuidadoso… me pueden
quedar unos ochocientos o novecientos años. Mil incluso, si tengo suerte.
¿Y después qué?
Sacudió la
cabeza. Prefería no pensar en ello. Ya buscaría una solución cuando llegase el
momento. Aunque en el fondo de su conciencia sabía cuál era la respuesta. No
había solución posible. Hacía ya casi tres mil años que se había quedado sin
opciones.
Tratando de
disimular en lo posible la cojera causada por su anquilosada rodilla, el Dios
Solitario se asomó al balcón. El gentío abajo levantó los brazos y rompió en
vítores.
En realidad, el
balcón era el único fragmento que quedaba de la escalera de incendios que hacía
siglos cubría la fachada lateral del edificio de Renacimiento S.L. El balcón
había sido apuntalado y reparado mil veces por sus fieles adoradores, usando
troncos de árboles cortados con hachas de piedra y cuerdas de fibras vegetales
trenzadas. No quedaba mucho más del edificio, reducido a ruinas y pedazos
oxidados del armazón metálico. Apenas se mantenía el trozo de la fachada sobre
la que se abría el balcón, cubierto por enredaderas y lianas, y algunas de las
dependencias de la planta baja, invadidas por la vegetación y la fauna del
lugar. Y los sótanos, desde luego. Era la única parte de la edificación que
permanecía de forma similar al día en que se construyó. Era el sancta sanctorum
del Dios Solitario. Allí era donde guardaba su gran secreto. Allí reposaban sus
cuerpos de recambio y la energía que los alimentaba.
Los recambios
que aún le quedaban.
Levantó los
brazos y saludó a la muchedumbre.
—Adoradores del
Dios Solitario —dijo.
El gentío
incrementó el volumen de los vítores. Las mujeres aullaron, los guerreros
golpearon sus escudos de cuero con sus lanzas de madera, los sacerdotes
sonrieron y se mantuvieron hieráticos, los niños miraron con ojos de asombro
hacia el balcón y se agarraron con fuerza a las ropas de sus madres. A pesar de
la herrumbre y la falta de lustre, la cabeza metálica del dios aún resultaba
impresionante. Al menos para aquella gente.
Con la usual
mezcla de desilusión, añoranza y lástima, el Dios Solitario miró a sus
adoradores. Vestían pieles de animales y piezas vegetales trenzadas, iban
descalzos, portaban armas de sílex, tenían los dientes podridos y ninguno
superaba los cincuenta años.
A aquello se
había visto reducida la humanidad. Toda la tecnología y la ciencia, olvidadas
en la noche de los tiempos. Habían retrocedido a la edad de piedra. Habían
vuelto a ser cazadores y recolectores. Una antorcha o una punta de lanza de
piedra eran las técnicas más sofisticadas de las que eran capaces. Pocas veces
había visto a alguno de los primitivos con arcos y flechas. Incluso habían
olvidado la rueda. En aquello había quedado la otrora flamante y orgullosa
humanidad. Él era el único que recordaba aquellos tiempos remotos en los que el
hombre dominaba el planeta con su tecnología. Él era el único que había vivido
en aquel tiempo. Hacía ya más de tres mil años.
El sumo
sacerdote levantó la vara de mando y la multitud calló casi de inmediato. La
vara era larga y gruesa, un cayado de madera de roble, tallado con esmero y
adornada con profusión de amuletos, desde garras momificadas de águila a
conchas marinas.
—Una nueva
estación comienza, un nuevo año nos sale al encuentro —dijo el Dios Solitario
con voz tonante—. La fruta madurará en sus ramas y las abundantes manadas cruzarán
la pradera.
Un suspiro de
alivio se extendió como una ola por la muchedumbre. Los más viejos asintieron.
Los más jóvenes clavaron sus ojos llenos de anhelo en su dios.
Con el rabillo
del ojo, el Dios Solitario vio como el sumo sacerdote lo miraba y asentía con
aquiescencia de forma casi imperceptible.
Aquel día era
una ocasión especial. El equinoccio de primavera. Un nuevo año comenzaba, se
acababa el duro invierno y la llegada de una nueva estación de abundancia
proporcionaba nuevas esperanzas. Habían acudido representantes de varias
tribus, algunas de las cuales vivían a muchos días de viaje. Cada tribu había
enviado una pequeña comitiva, que siempre incluía a un sacerdote, claramente
identificado por sus símbolos de rango y poder: una capa de piel de bisonte, un
tocado de plumas, una vara de mando. Pero el sumo sacerdote era el que tenía el
rango mayor, pues él era el chamán de la tribu local, los elegidos que vivían
todo el año junto a su dios. Su tocado de plumas era el más grande y aparatoso.
La jerarquía era importante, por supuesto, se dijo el Dios Solitario. Siempre
lo había sido, no importa los desastres que se sufran.
En esas
ocasiones especiales del año, miembros de todas las tribus venían a adorar y
ser bendecidos por el Dios Solitario. El dios salía al balcón del ruinoso
edificio y pronunciaba las frases que dictaba la liturgia.
La liturgia
había sido desarrollada por los sacerdotes. El Dios Solitario la aceptó con
anuencia sin más. Él pronunciaba las palabras que tenía que pronunciar en las
ceremonias. Tocaba las armas de los cazadores para traerles suerte en la caza.
Acariciaba los vientres de las mujeres que deseaban quedar encintas y los de
las mujeres encintas para que pariesen niños sanos. Bendecía las fuentes para
que el suministro de agua no se agotase y tocaba la frente de los enfermos para
que sanasen o muriesen sin dolor. Por supuesto, él no tenía la más mínima
influencia sobre todos esos sucesos. Si salían bien, los primitivos le daban
las gracias al dios. Si salían mal, solicitaban de nuevo sus bendiciones.
Todos parecían
satisfechos. Sobre todo, los sacerdotes. Casi siempre eran los miembros más
rollizos y saludables del grupo. Vestían las mejores pieles, no arriesgaban la
vida en las cacerías ni en las luchas con las tribus enemigas y disfrutaban de
las mujeres más jóvenes y hermosas.
El Dios
Solitario llegó a la conclusión de que las religiones anteriores también habían
sido así. Pero ahora él era el único que podía recordarlas.
Como ordenaba el
ritual, el Dios Solitario bajó del balcón por las viejas escaleras de cemento
manchado por el tiempo de siglos hasta la explanada donde le esperaban los
fieles. La articulación de la rodilla se le volvió a atascar en el último
escalón. Estiró la pierna con un fuerte tirón y la articulación se
desencasquilló.
Maldita sea, se
dijo. Quizás este maldito cuerpo dure menos de lo que pensaba. Ya sólo me
quedan dos.
La explanada
frente a las ruinas del edificio de Renacimiento S.L. era un espacio ganado al
bosque que los miembros de la tribu local se preocupaban de mantener limpio de
maleza. Estaba rodeado por troncos tallados, menhires y rocas decoradas con
símbolos en ocres y amarillos. Incluso, al otro lado de la tierra pisoteada,
habían erigido una burda estatua de piedra arenisca del propio dios. A un lado
de la explanada se colocaron los sacerdotes de las distintas tribus, con el
sumo sacerdote a la cabeza. El Dios Solitario pasó junto a ellos y posó la mano
en el hombro de cada uno, en señal de confirmación de su sagrado ministerio. Al
otro lado se agrupaban el resto de los fieles. Aquellos que acudían por primera
vez a contemplar a su venerada deidad, sobre todo los niños, no podían apartar
la mirada y contemplaban la escena con los ojos abiertos de par en par, los
rostros encendidos de arrobamiento. Un silencio temeroso se extendía entre las
ruinas y el bosque, roto tan sólo por el leve zumbido del cuerpo robótico del
dios al moverse.
Entonces ocurrió
lo impensable.
El Dios
Solitario levantó la mirada al cielo. Tardó un par de segundos en comprender lo
que estaba oyendo. Pero sí, no cabía duda. Aunque hacía más de tres mil años
que no oía un sonido semejante.
Era el ruido de
una aeronave surcando el aire no lejos de allí.
Los primitivos
se arrodillaron y contemplaron el cielo con temor y aprensión. Los sacerdotes
tocaron sin cesar sus amuletos y empezaron a salmodiar por lo bajo. El sumo
sacerdote se acercó al robot. Con tono implorante le habló:
—¿Qué es esto,
mi venerado Dios Solitario? ¿Qué se nos viene encima?
—Espera —replicó
el dios.
Los circuitos
positrónicos de su cerebro se agitaron con la emoción. ¿Sería posible? Se dijo.
¿Habría sobrevivido la civilización tecnológica en algún lugar, después de
todo? Tras tantos siglos de espera, de vivir entre cavernícolas, entre gentes
que habían retrocedido a la prehistoria… ¿Por fin le habían encontrado?
¿Volvería a vivir en un mundo que lo comprendiese, sin absurdas supersticiones
sobre deidades y bendiciones?
Una nueva luz de
esperanza se empezó a abrir en su mente. Sintió una alegría que no sentía desde
hacía milenios.
Con un cierto
bamboleo, la nave aterrizó en un extremo de la explanada. Patas articuladas
surgieron de su parte inferior y levantaron nubecillas de polvo al posarse con
un crujido en el suelo. En la maniobra, derribó un par de menhires tallados y
rompió en pedazos la tosca estatua del Dios Solitario. Las toberas de
aterrizaje incendiaron algunos árboles de la linde del bosque. Los fieles
huyeron en desbandada, con el pánico gritando en sus gargantas, y se perdieron
colina abajo. En la explanada sólo quedaron el sumo sacerdote, algunos de los
sacerdotes de las otras tribus, y un puñado de guerreros locales, que sujetaban
sus lanzas de punta de sílex y sus escudos de piel con el miedo petrificado en
los rostros. Todos se apelotonaban tras el cuerpo metálico del Dios Solitario.
—¿Son esos tus
hermanos que vuelven, Dios Solitario? —preguntó en voz baja el sumo sacerdote.
—Es posible
—respondió el robot.
Caminó con
lentitud a través de la explanada y se acercó a la nave. El sumo sacerdote y
los guerreros lo siguieron con reticencia y a distancia. Observó la nave con
detenimiento. Era más o menos ovoide, sin nada que se pareciese a una cola o a
unas alas. Tampoco aparentaba tener nada semejante a hélices o reactores. No se
parecía a ningún avión o helicóptero que él recordase. Se dijo que debía ser un
modelo nuevo, desarrollado tras la caída de la civilización mundial. No era
demasiado grande, de todas formas. Imaginó que sería una nave de exploración,
lo que indicaría que la base, o la nave nodriza, no estarían muy lejos. ¿De
dónde vendría? ¿Dónde habría sobrevivido la tecnología? Si hubiese tenido un
corazón orgánico en su pecho, estaría latiendo desbocado. No había corazón en
su cuerpo robótico, desde luego, pero el sentimiento era el mismo. Un
maravilloso estremecimiento de miedo y expectación.
Con un zumbido
mecánico y el siseo de presiones atmosféricas igualándose, una abertura
redondeada apareció en la parte inferior de la nave. De ella surgió una rampa
extensible que se alargó hasta tocar el suelo.
Por la rampa
bajó alguien. El Dios Solitario se paró en seco y miró con avidez a la figura.
Era obvio que tenía dos piernas, dos brazos, un tronco y una cabeza. Pero
también era obvia otra cosa: no era humano.
Su cuerpo,
delgado y de más de dos metros de altura, estaba cubierto por una miríada de
pequeñas placas córneas de color marrón verdoso. En la cabeza, los hombros y
las articulaciones de brazos y piernas las placas formaban pequeñas
protuberancias, como diminutos cuernos ramificados, que parecían tener una
función más que nada estética. Los pies eran una mezcla entre el casco de un
caballo y la pezuña de un camello. Tanto brazos como piernas tenían coyunturas
dobles. En las manos se podían observar dedos articulados. Siete. Dos de ellos
cumplían la función de pulgares oponibles. Este es capaz de atarse los cordones
de los zapatos con una sola mano, fue el pensamiento que cruzó la mente del
Dios Solitario. Lástima que no use zapatos, se dijo.
Pero lo que resultaba
más estremecedor era el rostro. Allí las placas córneas eran más anchas y
planas, con diminutas manchas rojizas que parecían formar un intrincado mosaico
de figuras geométricas. Tenía una mandíbula móvil y una boca en la parte
inferior. No había dientes, pero al abrir la boca se podían ver dos estructuras
horizontales que rodeaban la apertura por dentro, una arriba y otra abajo, de
color rosado y aspecto húmedo. Tenía tres ojos. El del centro algo más elevado
que los otros dos.
Parece un jodido
lagarto, pensó el Dios Solitario. Un jodido lagarto gigante de tres ojos.
La criatura no
parecía vestir ropas algunas, pero sobre la parte que en un humano sería el
vientre, portaba un ancho cinturón con muescas y hendiduras y varios símbolos
indescifrables grabados.
Una de sus manos
tocó el cinturón. Abrió la boca y emitió una serie de sonidos y chasquidos,
mezclados con algún que otro silbido suave. Al Dios Solitario le pareció del
todo ininteligible.
Los primitivos
arrojaron sus armas al suelo, se arrodillaron y se postraron en señal de
adoración a la criatura. Tres o cuatro no pudieron soportarlo más y huyeron
hacia el bosque.
—¿Quién eres?
¿De dónde vienes? —preguntó el Dios Solitario.
La criatura
volvió a emitir una serie de sonidos. Volvió a tocarse el cinturón y habló de
nuevo. Hizo una serie de gestos con las manos. Con dos de sus dedos se señaló a
sí misma, señaló a la nave y luego al Dios Solitario. Volvió a hablar y repitió
los gestos.
El Dios
Solitario enfocó sus ojos robóticos y clavó la mirada en el alienígena. Tardó
un par de segundos en comprender. ¡Claro!, la criatura quería que hablase más.
Se señaló
también a sí mismo y le dio su nombre, su nombre original, de cuando él era
humano, hecho de carne y sangre. Luego señaló a los fieles arrodillados en el
suelo, a las ruinas del edificio, a la nave, a los árboles, a las piedras
talladas. Repitió varias veces las mismas preguntas y formuló tres o cuatro
veces varias maneras de saludo. La criatura pareció escuchar con atención y
manipuló los mandos de su cinturón.
Sintió un tirón
en su brazo robótico. Se giró con sorpresa. Era el sumo sacerdote, que se había
incorporado y, medio encorvado, requería su atención.
—¿Qué quieres?
—preguntó el Dios Solitario.
—¿Es uno de tus
hermanos, mi dios? —susurró el hombre.
El Dios guardó
silencio unos segundos. Miró al alienígena y luego al sacerdote.
—Sí. Sí lo es
—respondió al fin.
Se sorprendió al
percatarse que la cara del sumo sacerdote revelaba más preocupación que miedo.
—Pero no es como
tú —dijo el sacerdote.
—En cierto
aspecto, sí que lo es. Más de lo que tú piensas.
—Necesitamos tus
bendiciones, venerado Dios Solitario.
—No te preocupes
por ello, sacerdote.
—¿Qué
significará la llegada de tu hermano para nosotros, mi dios?
—Eso está aún
por ver. Pero no te alarmes. Si esto supone algún cambio para vosotros, será
para mejor. Créeme.
—Lo que tú
digas, mi dios —el sacerdote asintió, dio un paso hacia atrás y volvió a
arrodillarse.
El alienígena
parecía haber seguido la conversación con todo detalle. Hizo un par de gestos
con los brazos de dos articulaciones y agitó los dedos ante su rostro de tres
ojos.
—¡Hola! Vengo
aquí yo, a mundo vuestro.
La voz sonaba
sintética y era sin duda artificial. No salió de la boca del alienígena, sino
de su cinturón. Los primitivos dejaron escapar una exclamación de asombro.
El Dios
Solitario asintió con satisfacción. ¡Claro! El cinturón del alienígena debía
tener algún tipo de procesador del lenguaje. Probablemente no era tanto un
cinturón como algún tipo de computador portátil. El programa del procesador
había escuchado lo suficiente del lenguaje humano para aventurar un primer
saludo. No le había salido del todo mal, se dijo.
—Bienvenido a la
Tierra —dijo el Dios Solitario.
—Afortunado soy
de ser aquí —dijo el cinturón del alienígena.
Si el rostro
metálico del Dios Solitario hubiese podido expresar alguna emoción, esta
hubiese sido una profunda pena.
¡Maldita sea!,
pensó. Por fin se produce el ansiado primer contacto y tiene que ser en estas
circunstancias. Ya podía haber venido tres mil años antes.
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2016
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad
Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1409292214611,
con fecha de 29 de septiembre de 2014.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.
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