jueves, 1 de febrero de 2018

Al final, dios solo - Primera Parte (relato)



La soledad, el egoísmo, la fatalidad y la envidia no son atributos exclusivos del ser humano. Los dioses también los sufren y manifiestan. 
La única diferencia es, quizá, la escala divina a la que acontecen.

Cuando un hombre se convierte en el último dios en la Tierra, sólo puede temer a dos cosas: el fin de su propia inmortalidad y el encuentro con otro dios.

Presentamos aquí el primer capítulo de los tres en que se divide este trepidante relato.

El próximo jueves, el siguiente capítulo (manténganse atentos a sus pantallas). 

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Segunda Parte
Tercera Parte
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AL FINAL, DIOS SOLO
 

Primera parte



 El Dios Solitario subió las escaleras que conducían al balcón del antiguo edificio de Renacimiento S.L. El cemento de los escalones estaba agrietado. Entre algunas de las grietas asomaban pálidas briznas de hierba. Casi en el último escalón, el mecanismo hidráulico de la articulación de la rodilla derecha volvió a atascarse. La pierna quedó envarada y tiesa, incapaz de doblarse a pesar de sus esfuerzos. Maldijo por lo bajo. Se apoyó con la espalda contra la pared, llena de mohos y telarañas, y golpeó con fuerza la pantorrilla derecha, para forzar a la articulación a doblarse. El ruido de metal contra metal sonó como un gong en el estrecho pasillo.
La maldita rodilla llevaba dándole problemas por lo menos… tuvo que pararse a pensarlo. Sí, por lo menos veinte años. Pronto dejaría de funcionar por completo y no había manera de doblar la pierna. No era el único deterioro. Las articulaciones de la espalda cada vez chirriaban más. Apenas podía girar la cabeza hacia la izquierda, y tres de sus diez dedos eran apéndices tiesos y casi inútiles. Las articulaciones de las falanges eran las primeras que se estropeaban. La imagen de uno de sus ojos se pixelaba de vez en cuando. La del otro había perdido definición de color; no tardaría en ver en blanco y negro. En varias partes de su cuerpo se apreciaban manchas oscuras, corrosiones y abolladuras. La mayoría las tapaba lo mejor que podía con el simulacro de ropa, pieles mal curtidas de animales, que le proporcionaban los fieles en sus ofrendas. Pero no iba a durar mucho.
Volvió a hacer un rápido cálculo mental. La parte de su cerebro positrónico con capacidad de procesamiento informático le ayudó, como siempre. Llevaba ya varios siglos con ese cuerpo. Conjeturó que le quedarían entre cincuenta y cien años antes de cambiarlo otra vez. No tanto por la acumulación de desperfectos como por el agotamiento de la pila atómica de su interior. Luego tendría que transferirse de nuevo. Pero ya sólo le quedaban dos recambios más.
Por enésima vez, el pensamiento le hizo estremecer.
Su inmortalidad no tardaría en llegar a su fin.
Bueno, se dijo, a trescientos o cuatrocientos años por cuerpo… si soy cuidadoso… me pueden quedar unos ochocientos o novecientos años. Mil incluso, si tengo suerte.
¿Y después qué?
Sacudió la cabeza. Prefería no pensar en ello. Ya buscaría una solución cuando llegase el momento. Aunque en el fondo de su conciencia sabía cuál era la respuesta. No había solución posible. Hacía ya casi tres mil años que se había quedado sin opciones.
Tratando de disimular en lo posible la cojera causada por su anquilosada rodilla, el Dios Solitario se asomó al balcón. El gentío abajo levantó los brazos y rompió en vítores.
En realidad, el balcón era el único fragmento que quedaba de la escalera de incendios que hacía siglos cubría la fachada lateral del edificio de Renacimiento S.L. El balcón había sido apuntalado y reparado mil veces por sus fieles adoradores, usando troncos de árboles cortados con hachas de piedra y cuerdas de fibras vegetales trenzadas. No quedaba mucho más del edificio, reducido a ruinas y pedazos oxidados del armazón metálico. Apenas se mantenía el trozo de la fachada sobre la que se abría el balcón, cubierto por enredaderas y lianas, y algunas de las dependencias de la planta baja, invadidas por la vegetación y la fauna del lugar. Y los sótanos, desde luego. Era la única parte de la edificación que permanecía de forma similar al día en que se construyó. Era el sancta sanctorum del Dios Solitario. Allí era donde guardaba su gran secreto. Allí reposaban sus cuerpos de recambio y la energía que los alimentaba.
Los recambios que aún le quedaban.
Levantó los brazos y saludó a la muchedumbre.
—Adoradores del Dios Solitario —dijo.
El gentío incrementó el volumen de los vítores. Las mujeres aullaron, los guerreros golpearon sus escudos de cuero con sus lanzas de madera, los sacerdotes sonrieron y se mantuvieron hieráticos, los niños miraron con ojos de asombro hacia el balcón y se agarraron con fuerza a las ropas de sus madres. A pesar de la herrumbre y la falta de lustre, la cabeza metálica del dios aún resultaba impresionante. Al menos para aquella gente. 
Con la usual mezcla de desilusión, añoranza y lástima, el Dios Solitario miró a sus adoradores. Vestían pieles de animales y piezas vegetales trenzadas, iban descalzos, portaban armas de sílex, tenían los dientes podridos y ninguno superaba los cincuenta años.
A aquello se había visto reducida la humanidad. Toda la tecnología y la ciencia, olvidadas en la noche de los tiempos. Habían retrocedido a la edad de piedra. Habían vuelto a ser cazadores y recolectores. Una antorcha o una punta de lanza de piedra eran las técnicas más sofisticadas de las que eran capaces. Pocas veces había visto a alguno de los primitivos con arcos y flechas. Incluso habían olvidado la rueda. En aquello había quedado la otrora flamante y orgullosa humanidad. Él era el único que recordaba aquellos tiempos remotos en los que el hombre dominaba el planeta con su tecnología. Él era el único que había vivido en aquel tiempo. Hacía ya más de tres mil años.
El sumo sacerdote levantó la vara de mando y la multitud calló casi de inmediato. La vara era larga y gruesa, un cayado de madera de roble, tallado con esmero y adornada con profusión de amuletos, desde garras momificadas de águila a conchas marinas.
—Una nueva estación comienza, un nuevo año nos sale al encuentro —dijo el Dios Solitario con voz tonante—. La fruta madurará en sus ramas y las abundantes manadas cruzarán la pradera.
Un suspiro de alivio se extendió como una ola por la muchedumbre. Los más viejos asintieron. Los más jóvenes clavaron sus ojos llenos de anhelo en su dios.
Con el rabillo del ojo, el Dios Solitario vio como el sumo sacerdote lo miraba y asentía con aquiescencia de forma casi imperceptible.
Aquel día era una ocasión especial. El equinoccio de primavera. Un nuevo año comenzaba, se acababa el duro invierno y la llegada de una nueva estación de abundancia proporcionaba nuevas esperanzas. Habían acudido representantes de varias tribus, algunas de las cuales vivían a muchos días de viaje. Cada tribu había enviado una pequeña comitiva, que siempre incluía a un sacerdote, claramente identificado por sus símbolos de rango y poder: una capa de piel de bisonte, un tocado de plumas, una vara de mando. Pero el sumo sacerdote era el que tenía el rango mayor, pues él era el chamán de la tribu local, los elegidos que vivían todo el año junto a su dios. Su tocado de plumas era el más grande y aparatoso. La jerarquía era importante, por supuesto, se dijo el Dios Solitario. Siempre lo había sido, no importa los desastres que se sufran. 
En esas ocasiones especiales del año, miembros de todas las tribus venían a adorar y ser bendecidos por el Dios Solitario. El dios salía al balcón del ruinoso edificio y pronunciaba las frases que dictaba la liturgia.
La liturgia había sido desarrollada por los sacerdotes. El Dios Solitario la aceptó con anuencia sin más. Él pronunciaba las palabras que tenía que pronunciar en las ceremonias. Tocaba las armas de los cazadores para traerles suerte en la caza. Acariciaba los vientres de las mujeres que deseaban quedar encintas y los de las mujeres encintas para que pariesen niños sanos. Bendecía las fuentes para que el suministro de agua no se agotase y tocaba la frente de los enfermos para que sanasen o muriesen sin dolor. Por supuesto, él no tenía la más mínima influencia sobre todos esos sucesos. Si salían bien, los primitivos le daban las gracias al dios. Si salían mal, solicitaban de nuevo sus bendiciones.
Todos parecían satisfechos. Sobre todo, los sacerdotes. Casi siempre eran los miembros más rollizos y saludables del grupo. Vestían las mejores pieles, no arriesgaban la vida en las cacerías ni en las luchas con las tribus enemigas y disfrutaban de las mujeres más jóvenes y hermosas.
El Dios Solitario llegó a la conclusión de que las religiones anteriores también habían sido así. Pero ahora él era el único que podía recordarlas.
Como ordenaba el ritual, el Dios Solitario bajó del balcón por las viejas escaleras de cemento manchado por el tiempo de siglos hasta la explanada donde le esperaban los fieles. La articulación de la rodilla se le volvió a atascar en el último escalón. Estiró la pierna con un fuerte tirón y la articulación se desencasquilló.
Maldita sea, se dijo. Quizás este maldito cuerpo dure menos de lo que pensaba. Ya sólo me quedan dos.
La explanada frente a las ruinas del edificio de Renacimiento S.L. era un espacio ganado al bosque que los miembros de la tribu local se preocupaban de mantener limpio de maleza. Estaba rodeado por troncos tallados, menhires y rocas decoradas con símbolos en ocres y amarillos. Incluso, al otro lado de la tierra pisoteada, habían erigido una burda estatua de piedra arenisca del propio dios. A un lado de la explanada se colocaron los sacerdotes de las distintas tribus, con el sumo sacerdote a la cabeza. El Dios Solitario pasó junto a ellos y posó la mano en el hombro de cada uno, en señal de confirmación de su sagrado ministerio. Al otro lado se agrupaban el resto de los fieles. Aquellos que acudían por primera vez a contemplar a su venerada deidad, sobre todo los niños, no podían apartar la mirada y contemplaban la escena con los ojos abiertos de par en par, los rostros encendidos de arrobamiento. Un silencio temeroso se extendía entre las ruinas y el bosque, roto tan sólo por el leve zumbido del cuerpo robótico del dios al moverse.
Entonces ocurrió lo impensable.
El Dios Solitario levantó la mirada al cielo. Tardó un par de segundos en comprender lo que estaba oyendo. Pero sí, no cabía duda. Aunque hacía más de tres mil años que no oía un sonido semejante.
Era el ruido de una aeronave surcando el aire no lejos de allí.
Los primitivos se arrodillaron y contemplaron el cielo con temor y aprensión. Los sacerdotes tocaron sin cesar sus amuletos y empezaron a salmodiar por lo bajo. El sumo sacerdote se acercó al robot. Con tono implorante le habló:
—¿Qué es esto, mi venerado Dios Solitario? ¿Qué se nos viene encima?
—Espera —replicó el dios.
Los circuitos positrónicos de su cerebro se agitaron con la emoción. ¿Sería posible? Se dijo. ¿Habría sobrevivido la civilización tecnológica en algún lugar, después de todo? Tras tantos siglos de espera, de vivir entre cavernícolas, entre gentes que habían retrocedido a la prehistoria… ¿Por fin le habían encontrado? ¿Volvería a vivir en un mundo que lo comprendiese, sin absurdas supersticiones sobre deidades y bendiciones?
Una nueva luz de esperanza se empezó a abrir en su mente. Sintió una alegría que no sentía desde hacía milenios.
Con un cierto bamboleo, la nave aterrizó en un extremo de la explanada. Patas articuladas surgieron de su parte inferior y levantaron nubecillas de polvo al posarse con un crujido en el suelo. En la maniobra, derribó un par de menhires tallados y rompió en pedazos la tosca estatua del Dios Solitario. Las toberas de aterrizaje incendiaron algunos árboles de la linde del bosque. Los fieles huyeron en desbandada, con el pánico gritando en sus gargantas, y se perdieron colina abajo. En la explanada sólo quedaron el sumo sacerdote, algunos de los sacerdotes de las otras tribus, y un puñado de guerreros locales, que sujetaban sus lanzas de punta de sílex y sus escudos de piel con el miedo petrificado en los rostros. Todos se apelotonaban tras el cuerpo metálico del Dios Solitario.
—¿Son esos tus hermanos que vuelven, Dios Solitario? —preguntó en voz baja el sumo sacerdote.
—Es posible —respondió el robot.
Caminó con lentitud a través de la explanada y se acercó a la nave. El sumo sacerdote y los guerreros lo siguieron con reticencia y a distancia. Observó la nave con detenimiento. Era más o menos ovoide, sin nada que se pareciese a una cola o a unas alas. Tampoco aparentaba tener nada semejante a hélices o reactores. No se parecía a ningún avión o helicóptero que él recordase. Se dijo que debía ser un modelo nuevo, desarrollado tras la caída de la civilización mundial. No era demasiado grande, de todas formas. Imaginó que sería una nave de exploración, lo que indicaría que la base, o la nave nodriza, no estarían muy lejos. ¿De dónde vendría? ¿Dónde habría sobrevivido la tecnología? Si hubiese tenido un corazón orgánico en su pecho, estaría latiendo desbocado. No había corazón en su cuerpo robótico, desde luego, pero el sentimiento era el mismo. Un maravilloso estremecimiento de miedo y expectación.
Con un zumbido mecánico y el siseo de presiones atmosféricas igualándose, una abertura redondeada apareció en la parte inferior de la nave. De ella surgió una rampa extensible que se alargó hasta tocar el suelo.
Por la rampa bajó alguien. El Dios Solitario se paró en seco y miró con avidez a la figura. Era obvio que tenía dos piernas, dos brazos, un tronco y una cabeza. Pero también era obvia otra cosa: no era humano.
Su cuerpo, delgado y de más de dos metros de altura, estaba cubierto por una miríada de pequeñas placas córneas de color marrón verdoso. En la cabeza, los hombros y las articulaciones de brazos y piernas las placas formaban pequeñas protuberancias, como diminutos cuernos ramificados, que parecían tener una función más que nada estética. Los pies eran una mezcla entre el casco de un caballo y la pezuña de un camello. Tanto brazos como piernas tenían coyunturas dobles. En las manos se podían observar dedos articulados. Siete. Dos de ellos cumplían la función de pulgares oponibles. Este es capaz de atarse los cordones de los zapatos con una sola mano, fue el pensamiento que cruzó la mente del Dios Solitario. Lástima que no use zapatos, se dijo.
Pero lo que resultaba más estremecedor era el rostro. Allí las placas córneas eran más anchas y planas, con diminutas manchas rojizas que parecían formar un intrincado mosaico de figuras geométricas. Tenía una mandíbula móvil y una boca en la parte inferior. No había dientes, pero al abrir la boca se podían ver dos estructuras horizontales que rodeaban la apertura por dentro, una arriba y otra abajo, de color rosado y aspecto húmedo. Tenía tres ojos. El del centro algo más elevado que los otros dos.
Parece un jodido lagarto, pensó el Dios Solitario. Un jodido lagarto gigante de tres ojos.
La criatura no parecía vestir ropas algunas, pero sobre la parte que en un humano sería el vientre, portaba un ancho cinturón con muescas y hendiduras y varios símbolos indescifrables grabados. 
Una de sus manos tocó el cinturón. Abrió la boca y emitió una serie de sonidos y chasquidos, mezclados con algún que otro silbido suave. Al Dios Solitario le pareció del todo ininteligible.
Los primitivos arrojaron sus armas al suelo, se arrodillaron y se postraron en señal de adoración a la criatura. Tres o cuatro no pudieron soportarlo más y huyeron hacia el bosque.
—¿Quién eres? ¿De dónde vienes? —preguntó el Dios Solitario.
La criatura volvió a emitir una serie de sonidos. Volvió a tocarse el cinturón y habló de nuevo. Hizo una serie de gestos con las manos. Con dos de sus dedos se señaló a sí misma, señaló a la nave y luego al Dios Solitario. Volvió a hablar y repitió los gestos.
El Dios Solitario enfocó sus ojos robóticos y clavó la mirada en el alienígena. Tardó un par de segundos en comprender. ¡Claro!, la criatura quería que hablase más.
Se señaló también a sí mismo y le dio su nombre, su nombre original, de cuando él era humano, hecho de carne y sangre. Luego señaló a los fieles arrodillados en el suelo, a las ruinas del edificio, a la nave, a los árboles, a las piedras talladas. Repitió varias veces las mismas preguntas y formuló tres o cuatro veces varias maneras de saludo. La criatura pareció escuchar con atención y manipuló los mandos de su cinturón.
Sintió un tirón en su brazo robótico. Se giró con sorpresa. Era el sumo sacerdote, que se había incorporado y, medio encorvado, requería su atención.
—¿Qué quieres? —preguntó el Dios Solitario.
—¿Es uno de tus hermanos, mi dios? —susurró el hombre.
El Dios guardó silencio unos segundos. Miró al alienígena y luego al sacerdote.
—Sí. Sí lo es —respondió al fin.
Se sorprendió al percatarse que la cara del sumo sacerdote revelaba más preocupación que miedo.
—Pero no es como tú —dijo el sacerdote.
—En cierto aspecto, sí que lo es. Más de lo que tú piensas.
—Necesitamos tus bendiciones, venerado Dios Solitario.
—No te preocupes por ello, sacerdote.
—¿Qué significará la llegada de tu hermano para nosotros, mi dios?
—Eso está aún por ver. Pero no te alarmes. Si esto supone algún cambio para vosotros, será para mejor. Créeme.
—Lo que tú digas, mi dios —el sacerdote asintió, dio un paso hacia atrás y volvió a arrodillarse.
El alienígena parecía haber seguido la conversación con todo detalle. Hizo un par de gestos con los brazos de dos articulaciones y agitó los dedos ante su rostro de tres ojos.
—¡Hola! Vengo aquí yo, a mundo vuestro.
La voz sonaba sintética y era sin duda artificial. No salió de la boca del alienígena, sino de su cinturón. Los primitivos dejaron escapar una exclamación de asombro.
El Dios Solitario asintió con satisfacción. ¡Claro! El cinturón del alienígena debía tener algún tipo de procesador del lenguaje. Probablemente no era tanto un cinturón como algún tipo de computador portátil. El programa del procesador había escuchado lo suficiente del lenguaje humano para aventurar un primer saludo. No le había salido del todo mal, se dijo.
—Bienvenido a la Tierra —dijo el Dios Solitario.
—Afortunado soy de ser aquí —dijo el cinturón del alienígena.
Si el rostro metálico del Dios Solitario hubiese podido expresar alguna emoción, esta hubiese sido una profunda pena.
¡Maldita sea!, pensó. Por fin se produce el ansiado primer contacto y tiene que ser en estas circunstancias. Ya podía haber venido tres mil años antes.


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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2016
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1409292214611, con fecha de 29 de septiembre de 2014.
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Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.
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