jueves, 16 de noviembre de 2017

Cerebros evolucionando (relato)

Aunque muy pocos lo saben, existeun subgénero literario con apenas unas pocas décadas de vida y por lo general no muy conocido todavía por el gran público.
Se trata de la «ciencia en la ficción», también conocida como «literatura de laboratorio».

A diferencia de la ciencia ficción, la literatura de laboratorio trata de mostrar un retrato realista de los científicos actuales y sus profesiones. Las historias se ambientan en el presente y tratan sobre el conocimiento científico establecido en la actualidad, sin adentrarse (al menos no demasiado) en el terreno de la especulación. Científicos reales (sean personajes históricos o no) suelen ser sus personajes principales.

Además de la novela, la literatura de laboratorio ha encontrado en el arte dramático un vehículo apropiado para sus fines. En los últimos años han surgido pequeñas obras de teatro que utilizan la ciencia como tema de fondo y como inspiración.

Siguiendo esta línea de creación artística, presentamos aquí el primer trabajo inédito de Juan Nadie dentro del subgénero de la literatura de laboratorio.
Se trata de una pequeña obra de teatro (la primera y hasta el momento única incursión del autor en el arte dramático), con un solo acto y sólo dos personajes.

El tema de fondo, como no es difícil de adivinar, la ciencia. En concreto, la EVOLUCIÓN BIOLÓGICA.

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Cerebros evolucionando

Personajes:
STÉFANOS, doctorando y becario de investigación.
GREGORIUS, doctorando y becario de investigación.

Nota:
doctorando/da: Persona que se está preparando para obtener el grado de doctor, es decir, que está realizando su tesis doctoral.

Escenario:
Un laboratorio de investigación biológica. Dos poyatas en forma de ele, abarrotadas de instrumentos: una campana de flujo laminar, centrífugas, pipetas, un pH-metro, una placa de electroforesis, cajas de guantes de látex a medio gastar, rollos de papel, estantes y anaqueles atiborrados de fotocopias, páginas garabateadas, cuadernos, libros y frascos con soluciones salinas. En una esquina, dos pantallas de ordenador muestran complejos gráficos. A través de los ventanales se observa la noche; la luces de la ciudad al fondo y los faros de los coches pasando por una autopista de circunvalación. Tras un largo día en el laboratorio, Stéfanos y Gregorius charlan sentados en sillas giratorias con ruedas, ambas con el respaldo y los brazos bastante desgastados. Stéfanos es alto y delgado, con el pelo rizado que pide a gritos la atención del peluquero. Viste vaqueros, sandalias y una descolorida camiseta con la tabla periódica impresa. Gregorius es bajo y regordete, con una alopecia bastante avanzada, viste pantalones beige que hace mucho desde la última vez que se plancharon, deportivas que una vez fueron blancas y el pico de la camisa le asoma por el cuello del jersey. Ambos llevan gruesas gafas con montura de plástico oscuro y batas blancas, bastante arrugadas y con algunos lamparones. Del frigorífico donde guardan reactivos y muestras biológicas han sacado un paquete de seis cervezas. Ya se han bebido la primera, las botellas vacías descansan junto a la microcentrífuga, y van por la segunda. No hay nadie más en el laboratorio.


STÉFANOS.- La evolución es una ingeniosa chapucera. Usa lo que tiene a mano para darle nuevos usos, si es que puede. La evolución es una gran aficionada al reciclaje.
GREGORIUS.- El ejemplo de las plumas de los dinosaurios, ¿no? Que aparecieron como un sistema de termorregulación y acabaron sirviendo para volar en las aves.
STÉFANOS.- (asintiendo) Por ejemplo. Nuestros cerebros serían otro claro ejemplo. Utilizamos para actividades modernas circuitos cerebrales antiguos que surgieron con otros fines.
GREGORIUS.- (levanta la cerveza en un simulacro de brindis) Elabore un poco más su hipótesis, cuasi-doctor Stéfanos.
STÉFANOS.- La lectura, mi querido colega y cuasi-doctor Gregorius. Una actividad que los humanos han desarrollado en los últimos siglos. Un suspiro si lo comparamos con los ciento cincuenta mil años de existencia de la especie. De hecho, en un artículo recién aparecido en Trends in Cognitive Science, una tal Carolyn Parkinson afirma que los cerebros humanos no han evolucionado para leer, pero que leemos reciclando los engranajes neuronales que evolucionaron para procesar caras y objetos.
GREGORIUS.- De lo que se deduce, como bien acabas de decir de forma implícita, mi docto colega, que el reciclaje evolutivo de estructuras cerebrales posibilitó el surgimiento del lenguaje en los humanos, y por ende de la cultura.
STÉFANOS.- En efecto, estimado colega. Y no sólo estructuras neuronales. Las hormonas también jugaron un papel importante. Así tenemos la oxitocina o la vasopresina, que en principio servían para regular el comportamiento reproductivo de los mamíferos, mediante el refuerzo a través del placer de las relaciones macho-hembra y el cuidado de las crías. En los humanos, y también en otros primates, estar hormonas han servido para fortalecer relaciones sociales, lo que ha favorecido la colaboración entre individuos sin lazos de sangre, aspecto sin el cual no hubiese sido posible el desarrollo de la sociedad.
GREGORIUS.- Ya sabemos que la plasticidad neuronal del cerebro humano está muy por encima de la de cualquier otro ser vivo. Pero el cerebro humano tiene limitaciones.
STÉFANOS.- En efecto, así es, por increíble parezca. Sin embargo... serías tan amable de ilustrarme con un ejemplo.
GREGORIUS.- (ríe y bebe de su cerveza) Por supuesto. Uno de los ejemplos más evidentes es el límite del grupo social. Los humanos están adaptados para vivir en grupos de unos ciento cincuenta individuos.
STÉFANOS.- (también bebe de su cerveza) Magnífico ejemplo, mi querido doctorando. Pero las sociedades humanas, sobre todo en el último siglo, han crecido mucho más allá de ese número.
GREGORIUS.- De ahí muchos de los problemas de la sociedad actual, que son globales, a nivel planetario, mientras que nuestros cerebros siguen estancados al nivel de la tribu, del grupo pequeño, cercano y familiar.
STÉFANOS.- Según palabras del doctor Fernando Moya, del Instituto de Neurociencias de Alicante, nuestros cerebros evolucionaron para reconocer como propio lo cercano y como ajeno lo lejano. Pero en una civilización global, el destino para lo cercano y lo lejano es el mismo. Sabias palabras las del doctor Moya, a mi entender.
GREGORIUS.- Totalmente de acuerdo. El cerebro del Homo sapiens puede estar llegando a su límite.
STÉFANOS.- Puede que así sea, o puede que no. Existen algunos indicios que podrían señalar justo en la dirección opuesta.
GREGORIUS.- ¿Cómo cuáles?
STÉFANOS.- (carraspea un momento y bebe cerveza, su colega también bebe) En abril del 2012, el doctor Richard Jantz, de la Universidad de Tennessee, presentó en el congreso de aquel año de la American Association for Physical Anthropology, que se celebró en Portland, unos datos muy curiosos.
GREGORIUS.- Ilústreme usted, mi querido colega.
STÉFANOS.- El doctor Jantz descubrió que el cráneo de los norteamericanos blancos, lo cual podía extenderse a otras razas y nacionalidades, había ido creciendo en el ultimo siglo. No mucho, unos ocho milímetro de altura en promedio, pero se trata de un crecimiento significativo. Más o menos unos 200 centímetros cúbicos. Un volumen equivalente a una pelota de tenis.
GREGORIUS.- ¿Qué motivos daba el doctor Jantz para ese crecimiento y que conclusiones extraía del estudio?
STÉFANOS.- Nada relevante, la verdad. Me temo que el pobre tipo no tiene ni idea.
GREGORIUS.- La evolución siempre ha ido dando altibajos, mi apreciado Stéfanos. El registro fósil nos dice que el volumen craneal de los seres humanos fue creciendo progresivamente desde que apareció el primer Homo sapiens hasta hace unos trescientos mil años, donde se estabilizó. Cuando el hombre desarrolló la agricultura, hace unos cinco o seis mil años, el cráneo empezó a reducir su tamaño sin que se sepa el motivo. Quizás la tendencia haya vuelto a revertirse, pero no podemos sacar conclusiones válidas de ello. Al menos aún no.
STÉFANOS.- Admirable la prudencia y cautela que muestras, mi estimado Gregorius, como buen científico que eres.
GREGORIUS.- Agradezco el cumplido.
(ambos entrechocan sus botellas de cerveza y beben hasta acabarlas. Cada uno dejan las vacías junto a las otras y cogen sendas nuevas del paquete, que queda vacío)
STÉFANOS.- ¿Saco más cervezas de la nevera?
GREGORIUS.- Esa pregunta sólo puede tener una respuesta, mi estimado colega.
STÉFANOS.- (se levanta y trae otro paquete de seis cervezas) Pero tienes toda la razón, mi buen Gregorius. La idea de que la evolución del ser humano se ha estancado, o incluso está retrocediendo, no es nueva. Ya otros la han mencionado antes. Hasta han escrito sobre ello.
GREGORIUS.- Lo sé. Hace unos años muchos autores sostenían que la escasa presión de la sociedad moderna sobre la selección natural estaba provocando que estuviésemos perdiendo nuestras habilidades intelectuales e incluso emocionales.
STÉFANOS.- En efecto. Según algunos artículos que aparecieron en la revista Trends in Genetics en el 2012, la idea era que la inteligencia depende de una red de miles de genes, con lo cual estoy de acuerdo por completo. Dicha red es muy sensible a las mutaciones. Eso, combinado con la falta de presión sobre la selección natural, impedía que nuestros genes se optimizasen. Con el tiempo, las mutaciones se irían acumulando, sin que la selección natural pudiese eliminarlas.
GREGORIUS.- Y poco a poco, iríamos perdiendo nuestras capacidades cerebrales. Nuestras habilidades intelectuales y emocionales se irían reduciendo paulatinamente. Seríamos cada vez más tontos.
STÉFANOS.- Exacto. Según declaraba el doctor Gerald Crabtree, de la Universidad de Stanforfd, el desarrollo de las capacidades intelectuales del Homo sapiens, y la optimización de los miles de genes implicados en dichas capacidades, se produjeron en grupos humanos primitivos, enfrentados a un medio ambiente hostil. En ese entorno, la inteligencia era clave para la supervivencia. La selección natural presionaba con gran fuerza para propiciar un aumento de la inteligencia humana. Pero con el desarrollo de la agricultura, el sedentarismo y las civilizaciones, esa presión desapareció. El hombre empezó a vivir en un medio creado por él mismo, según su comodidad y conveniencia. En ese medio, la selección natural ya no es capaz de eliminar las mutaciones que propician el deterioro de la capacidad intelectual.
GREGORIUS.- La idea no es mala. Incluso puede que en parte tenga razón. Pero si mal no recuerdo, esos mismos autores ofrecían alternativas para poder librarnos de ese aparente e inevitable desastre.
STÉFANOS.- En efecto. ¡Nosotros¡ Brindemos por ello.
GREGORIUS.- ¿Te refieres a los becarios de investigación?
STÉFANOS.- (riendo) Eh... no... yo me refería a la ciencia en general, a los científicos.
GREGORIUS.- (también ríe) ¡Brindemos por ello!
STÉFANOS.- Pues como te decía, mi docto amigo, el doctor Crabtree calculó que en unas 120 generaciones, unos tres mil años, la humanidad habría sufrido al menos dos mutaciones perjudiciales para nuestro intelecto. La alternativa que ofrecía es que, puesto que esa degeneración era más bien lenta, ofrecía tiempo suficiente a los descubrimientos y avances científicos para paliar y combatir la pérdida.
GREGORIUS.- Prometedor augurio con el que estoy de acuerdo. No está lejos el día en que conozcamos cada uno de los cientos de genes que intervienen en nuestra inteligencia, y cómo interactúan unos con otros. Ese día, podremos corregir cualquier mutación negativa que se pueda producir.
STÉFANOS.- Por eso nuestra labor aquí es tan importante, Gregorius. Sin el grandioso edificio de la investigación científica, que gente como tú y como yo vamos construyendo ladrillo a ladrillo, el futuro de la humanidad sería un desastre.
GREGORIUS.- ¡Brindemos por ello!
STÉFANOS.- ¡Brindemos!
GREGORIUS.- ¡Brindemos por el SRGAP2 y sus sucesores!
STÉFANOS.- (con cara de desconcierto) ¿Por el qué?
GREGORIUS.- El gen SRGAP2, ya sabes.
STÉFANOS.- Refrésqueme usted la memoria, mi docto amigo.
GREGORIUS.- Acuérdate, Stéfanos. El gen SRGAP2 codifica una proteína esencial en los procesos de diferenciación y migración de las neuronas, así como en el desarrollo de las sinapsis neuronales. Fueron varios artículos publicados en Science y en Cell.
STÉFANOS.- ¡Ah, sí! Uno de los únicos veintitrés genes que aparecen duplicados en humanos, pero no en el resto de los primates.
GREGORIUS.- ¡Exacto! Uno de los genes clave para establecer la diferencia entre el Homo sapiens y sus primos primates, valga la redundancia.
STÉFANOS.- En efecto, mi querido colega. Una duplicación en ese gen hace 2,4 millones de años supuso la división del linaje de los monos del de los hombres.
GREGORIUS.- Más o menos. Aunque yo no lo expresaría con palabras tan políticamente incorrectas. Pero es cierto que la duplicación del SRGAP2 permitió una mayor movilidad de las neuronas durante el desarrollo embrionario, y que a su vez formasen una mayor cantidad de apéndices celulares, los conocidos como filopodios, lo que a su vez posibilita el establecimiento de un mayor número de conexiones neuronales.
STÉFANOS.- Y a mayor número de conexiones neuronales...
GREGORIUS.- …mayor comunicación entre las neuronas, y mayores capacidades cerebrales.
STÉFANOS.- ¡Brindemos por ello!
GREGORIUS.- ¡Brindemos!
(acaban sus respectivas cervezas y abren dos nuevas botellas)
STÉFANOS.- ¡Ah, mi estimado colega! El cerebro humano es una herramienta maravillosa, la mejor que poseemos.
GREGORIUS.- (se retrepa en la silla) Muchos han considerado durante mucho tiempo que se trataba de un hito de la evolución. Un instrumento de precisión y exquisitamente complejo. La cumbre de la pirámide evolutiva. Lo más de lo más.
STÉFANOS.- Tú y yo sabemos que eso no es cierto.
GREGORIUS.- Desde luego. El cerebro es una herramienta maravillosa, pero no es ningún hito de la evolución.
STÉFANOS.- En efecto. Puede ser impresionante, sí. Y de hecho lo es. Pero también está lleno de chapuzas, parches y caminos sin salida.
GREGORIUS.- Nuestra lógica dista mucho de ser impecable. Nuestra memoria es falible y poco fiable. Nuestros lenguajes son poco precios y carecen de regularidad y sistematización.
STÉFANOS.- Tú lo has dicho, mi docto colega. Ya lo propusieron en su día algunos autores como David Linden y Gary Marcus. El cerebro humano, aunque maravilloso, es accidental. Simplemente funciona lo suficientemente bien para mantenernos vivos. Sus potenciales distan mucho de ser infinitos y el raciocinio del que tanto presumimos, es a menudo una mera entelequia. Incluso los académicos estadounidenses han acuñado un término: kludge, formado por las iniciales de los adjetivos klumsy, que significa torpe, lame, poco convincente, ugly, feo, dumb, tonto, but good enough, pero lo bastante bueno.
GREGORIUS.- Así es como somos, mi querido doctorando. Los seres humanos no somos gran cosa, aunque seamos la única especie capaz de planear de forma sistemática el futuro. La selección natural no puede llegar a producir el mejor tipo de organismo posible, sino únicamente el menos malo.
STÉFANOS.- En efecto. Como dijo el premio Nobel Herbert Simón, la evolución no busca la perfección, sino satisfacer de manera suficiente. Somos un producto chapucero lleno de defectos.
GREGORIUS.- ¡Brindemos por ello!
STÉFANOS.- ¡Brindemos!

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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2016
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1508054819641, con fecha de 5 de agosto de 2015.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.
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jueves, 9 de noviembre de 2017

El hombre que tenía una polla fotogénica (relato sicalíptico de RR)


Dice el sabio refrán que la belleza de una persona (humana o inhumana) no está en el exterior, sino en el interior.
Pero… ¿en el interior de qué o de dónde?
¿En el interior de su mente?
¿En el interior de su corazón?
¿O en el interior de su bragueta?

Para el protagonista de esta historia, el comprender los devastadores efectos que puede tener la estética inguinal le supuso un shock que le durará toda la vida.

Ten cuidado al leer este relato sicalíptico, no te vayas a quedar pasmado/a de la impresión.


  Un nuevo relato corto de Rebeca Rader, el álter ego femenino, impúdico y rijoso de Juan Nadie
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EL HOMBRE QUE TENÍA UNA POLLA FOTOGÉNICA

Fue la última gran fiesta de Nochevieja, o al menos fue la más memorable. La organizamos en el apartamento de Teresa, un piso enorme, en el mismo centro, de esos antiguos de techos altos y más de doscientos metros cuadrados. Teresa era una chica de familia bien, estudiante de económicas que disfrutaba de esa vivienda de ensueño gracias a sus acaudalados abuelos, que se la cedieron como fastuoso regalo a su única nieta cuando ésta alcanzó la mayoría de edad. Vivía en el piso con su novio, José Carlos, un tipo un tanto remilgado hijo de un prestigioso abogado muy afamado en la ciudad. Pero había que reconocer que Teresa y José Carlos hacían una pareja estupenda, y el apartamento era perfecto para la fiesta.
Empezamos a llegar poco después de las once de la noche, una vez concluidas las opíparas cenas que cada uno se zampó en el hogar familiar. Teníamos que estar todos reunidos para la media noche, y cumplir con el consabido ritual de las campanadas, las uvas y los buenos deseos para el nuevo año. Había algunas parejas, pero yo, para mi pesar, me encontraba en el grupo de los solteros, aquellos con la eterna esperanza de poder empezar el año comiéndose alguna rosca. En total debíamos estar cerca de cuarenta personas en el amplio apartamento.
A eso de las doce menos veinte apareció Carmen, como siempre la última en llegar. Carmen era una morena esbelta y atractiva a la que yo le había tirado los tejos en un par de ocasiones, aunque sin demasiado éxito hasta el momento. Trabajaba a tiempo parcial en una agencia de modelos publicitarios. Su sueño era convertirse en una modelo de alta costura. Desde luego cualidades no le faltaban a la chica. Estaba de toma pan y moja.
Venía acompañada de un tipo al que ninguno conocíamos y que me sorprendió verlo como acompañante de la guapa Carmen. Era un tipo bajito y canijo, de tez morena y andar encorvado, con una enorme ceja peluda en una cara que parecía una caricatura del pájaro loco. Carmen lo presentó como un compañero de trabajo en la agencia. El tipejo, además de feo, parecía ser patológicamente tímido. Cuando alguien le preguntó cuál era su trabajo en la agencia, Carmen contestó por él. Dijo como si tal cosa que el individuo también trabajaba como modelo. A todos se nos quedó la cara a cuadros. Ni de coña un tipo con esa pinta podía ser modelo. Empecé a sospechar que se trataba de alguna de las bromas pesadas tan típicas de Carmen y sentí un poco de lástima por el triste Quasimodo, al que imaginé víctima de las crueldades y maquinaciones de la bella vampiresa.
Me equivoqué de lleno.

Según explicó Carmen, la agencia en la que trabajaba tenía un departamento especializado en modelos que sólo aportaban una parte de su cuerpo. Ellos eran las caras anónimas e invisibles de esos anuncios en los que se ve una mano que sujeta una pastilla de jabón o una oreja que luce un pendiente. Por supuesto, alguien le preguntó al canijo cual era la parte de su cuerpo que utilizaba en las sesiones fotográficas.
Risas de incredulidad recorrieron como una ola todo el grupo de invitados cuando el tipo especificó la parte de su anatomía con la que se ganaba el sustento. Venga ya, déjate de coñas, dijo alguien expresando el pensamiento común. Con aires de superioridad, Carmen se ajustó la larga melena de ondulado pelo negro y le espetó al cejijunto un autoritario «demuéstraselo a estos incrédulos». La extraña pareja se había convertido a esas alturas en el centro de atención de la fiesta.
El tipo dio la impresión de que no era la primera vez que se encontraba en una situación como aquella. Con parsimonia, se desabrochó los pantalones y los dejó caer hasta los tobillos. Todos miramos con suma atención. Con cierta teatralidad, introdujo los pulgares en el elástico de los calzoncillos y se los bajó. Se agarró el pene y lo sacudió con maestría. En unos segundos quedó listo para la acción. Se veía que tenía bastante práctica en el tema.
Cuando apartó la mano de su miembro, un ¡ohhh! de asombro se levantó a coro de la garganta de todos los asistentes. Ninguno podíamos apartar la mirada de aquel soberbio órgano, que parecía haber sido cincelado en el más exquisito ébano por el más genial de los escultores renacentistas. El pensamiento de todos en ese momento debió ser el mismo: era la polla perfecta.

Una de las chicas más cercanas al canijo, con la cara arrobada y en actitud de reverencia, alargó la mano hacia el prodigioso falo en un gesto de absoluta veneración. Lo acarició con extrema delicadeza, con la punta de los dedos, tocándolo de una forma tierna y suave, como el ala de una mariposa cuando roza el pétalo de una flor. Se pudo oír el chasquido de todos los invitados a la fiesta cuando dejaron de respirar al unísono. Si una mosca hubiese cruzado el silencio de la habitación en ese momento, su zumbido habría tronado como las turbinas de un reactor.
Entonces la magia se rompió.
Teresa se adelantó al centro del círculo y pronunció un par de incoherentes frases acerca de lo insólito del empleo del tipo y las curiosidades de la industria publicitaria. Tenía la cara bastante descompuesta. La pobre debió sentirse aterrada con la idea de que su piso acabase convirtiéndose en el escenario de una bacanal desenfrenada. Deshecho el hechizo, Quasimodo se guardó la herramienta de trabajo con diligencia.
Sacudí la cabeza para salir de mi ensimismamiento y dirigí embarazosas miradas a mi alrededor. El resto de tíos en la fiesta mostraban la misma cara de perplejidad. Todos nos sentíamos bastante incómodos por haber prestado tanta atención a la entrepierna de aquel tipo. Casi todo el mundo se acercó a la mesa donde estaban las bebidas. Se oyó un enorme ruido de hielos y vasos tintineantes. Todos trataban de apagar el sofoco.
De pronto alguien se dio cuenta en voz alta de la hora que era. Enajenados con el inusitado modelo, se nos había pasado la media noche y nadie se había acordado de las jodidas campanadas y las uvas. Risas nerviosas y farfulladas excusas se extendieron por toda la estancia.
Por supuesto, Quasimodo se convirtió en el rey de la fiesta para el resto de la velada. Durante toda la noche se vio acompañado de un grupo de admiradoras que se turnaban en un constante corro a su alrededor. Parecía sentirse a la vez adulado e intimidado. Contó que él era el único modelo de la agencia que se dedicaba a su particular especialidad y, por lo que él sabía, el único en todo el país. Su aparato había aparecido en un anuncio de preservativos para una cadena de televisión nórdica, y en algunos pósteres promocionales en festivales de cine para adultos; pero donde más reclamadas eran sus habilidades era en la elaboración de tratados de medicina. Eran incontables los urólogos y sexólogos que contaban con su fotografía en gruesos volúmenes de fisiología médica. Fue una de esas cosas que te dices a ti mismo, nunca se me hubiese ocurrido algo así. De lo más surrealista.
A eso de las cuatro de la mañana, decidí largarme de la fiesta. Había estado tirándole los tejos a Carmen, pero como el que oye llover. No me hizo ni puto caso. Además, con el supermodelo de cuerpo presente, no había forma de meter baza con las chicas. Con una buena concentración de alcohol en sangre me despedí de Teresa y José Carlos, les deseé un pastoso feliz año nuevo y me dirigí a los abarrotados pubs del centro, a ver si había suerte.
A las nueve de la mañana, con la caja de condones intacta en el bolsillo, volví a casa.
Pasó casi un año antes de ver a Carmen de nuevo. Me la encontré por casualidad un día a mediados de diciembre, mientras caminaba por el centro mirando escaparates y preguntándome si debía sumergirme, un año más, en la vorágine consumista propia de esas fechas. Estaba todavía más guapa que la última vez que la vi, y así se lo hice saber. Me rio el halago. Yo nunca había perdido la esperanza de acabar entre las sábanas con ella, así que la invité a tomar un café en alguno de los establecimientos del centro comercial. Para mi sorpresa aceptó.
Estuvimos de amigable charla un buen rato. Cuando mencionó su trabajo en la agencia de modelos, me acordé de su inaudito colega. Le pregunté si Quasimodo seguía siendo el modelo peniano más afamado del país. Carmen me miró con sorpresa y me preguntó si es que no sabía nada de lo de Teresa y José Carlos. Me encogí de hombros y admití mi ignorancia. Yo no pertenecía al círculo íntimo de la pareja, acudí a la fiesta de Nochevieja a través de un amigo común y no había sabido de ellos desde entonces.
Las nuevas me dejaron piedra. Según Carmen me contó, Teresa se había obsesionado hasta el delirio con el amigo Quasimodo. Desde aquel día de la fiesta, no podía quitárselo de la cabeza. Acosó a Carmen durante semanas hasta que ésta le dio el teléfono del canijo. A José Carlos lo puso de patitas en la calle. Literalmente. El pobre tipo se encontró un día con sus maletas hechas en el descansillo de la escalera y una nota de despedida. El de la polla fotogénica, por supuesto, se había mudado con Teresa, que abandonó sus estudios y pasó a vivir de la fortuna de sus adinerados abuelos. Carmen comentó con su adorable mala leche que a Teresa se la veía muy feliz de un tiempo a esta parte. Debe de alcanzar el éxtasis cada día mientras contempla el afamado miembro con embeleso, dijo. Solté una ruidosa carcajada al imaginarme la escena.
Tras unos minutos más de conversación intrascendente, me despedí de Carmen con un beso en la mejilla y una difusa promesa de vernos durante las fiestas.
El día de Nochevieja recibí un SMS de ella donde me invitaba a un cotillón que organizaba el personal de la agencia de modelos. A pesar de la tentadora perspectiva de verme rodeado de bellas mujeres, decliné la invitación. Algo me repelía en la idea de encontrarme con otro modelo de partes corporales.

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© Rebeca Rader, Planeta Tierra, 2017.
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (safecreative.org) con el número 1104229038710, con fecha de 22 de abril de 2011.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada: fotomontaje de la autora.
Rebeca Rader es miembro de FESNI, Fantástica Escritura Sicalíptica y Narrativa Impúdica, la inefable y quimérica asociación de creadores de fábulas libidinosas. 


jueves, 2 de noviembre de 2017

El último síndrome (relato)


Desde Servet, Galileo y Darwin hasta nuestros días, el conflicto entre religión y ciencia parece haberse convertido en un problema eterno de difícil solución.
En los tiempos que vivimos, la ciencia quizá sea la única luz en la oscuridad, aunque hay quien afirma que el siglo XXI será el siglo de las religiones.
En este litigio, algunos optan por una posición más beligerante, mientras que otros tratan de encontrar posturas más conciliadoras.
Quizá algún día se encuentre la solución al conflicto, pero lo que sí es casi seguro es que será una solución que no estará al gusto de todos. 

Un nuevo relato de Juan Nadie, al alcance de tus neuronas con tan sólo unos cuantos clics del ratón. 
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ADVERTENCIA: Este relato puede herir la sensibilidad o sacudir de forma incómoda las creencias de algunos lectores. Que cada cual tome sus decisiones y afronte sus consecuencias. Desde el respeto y la tolerancia, las interpretaciones de cada lector, al lector pertenecen. El autor ni quiere ni debe ser culpado por ellas.

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EL ÚLTIMO SÍNDROME

—Anoche volví a hablar con Dios, doctor —dijo con desánimo el hombre sentado en el mullido sillón de piel sintética al otro lado del escritorio.
—¿Ha tenido algún problema con la medicación, señor González? ¿Algo que le hiciese interrumpirla de alguna forma? —preguntó el doctor Tyrell con semblante adusto a la vez que apoyaba los codos sobre la mesa.
—No me he saltado ni una sola toma en los últimos tres meses, doctor.
Tyrell cogió su pequeño computador portátil del escritorio y escribió unas rápidas notas en la pantalla táctil.
—Tendremos que incrementar la dosis. La subiremos a mil trescientos miligramos, repartidos en sus dos tomas diarias habituales.
—¿Cree que servirá de algo, doctor?
—Bien…, tenemos que hacer todo lo posible para tratar de eliminar esos episodios, o al menos reducir su intensidad.
—Doctor Tyrell, llevo casi seis meses como interno en su clínica, y más de año y medio tomando teocaína. Hasta ahora el único efecto que he conseguido es subir y subir la dosis —replicó González con un brillo de irritación en las pupilas.
—La teocaína es la prescripción más eficaz en aquellos aquejados de su problema, señor González. El camino lógico que seguir es incrementar la dosificación del fármaco hasta conseguir que sus episodios SIR remitan —explicó el doctor Tyrell con una cierta condescendencia en el tono de voz.
—Usted sabe que yo no soy un paciente como los demás.
González se llevó una mano a la cara y se frotó el puente de la nariz con el índice y el pulgar.
—Su caso es especial, eso es cierto —dijo el doctor—. Pero no debería desanimarse. Con el tiempo quizás consigamos que la teocaína haga su efecto, o al menos lograr que los síntomas se estabilicen.
—La teocaína sólo funciona al principio de cada nuevo tratamiento, doctor. Pero a las pocas semanas las visiones vuelven otra vez. ¡Siempre vuelven!
—Lo sé muy bien, señor González, tengo su expediente en la mano. Es lo que se llama respuesta de desensibilización. Con el tiempo, los tejidos cerebrales se vuelven refractarios a la cantidad acostumbrada del fármaco, lo que hace necesario un incremento en la dosis. El problema es que, en su caso, el proceso de desensibilización ocurre extraordinariamente rápido —explicó el galeno.
—¿Qué hay de la inducción por hipnosis? —preguntó el paciente con un asomo de esperanza.
—Me temo que en su caso no funcionaría, señor González. Como bien sabe la supresión de episodios sicóticos mediante la hipnosis se basa más que nada en el auto convencimiento y el efecto placebo. Sin embargo, tenemos el inconveniente de que usted es por completo consciente de la realidad de su condición, lo que hace el auto convencimiento casi impracticable, y en cuanto al efecto placebo…, bueno…, usted trabajaba en una de esas reservas y conoce bien como actúa dicho efecto. Para que el placebo tenga alguna consecuencia el paciente debe creer en ello.
—Lo sé, doctor, lo sé. Pero desde el accidente no puedo evitar estos episodios de misticismo y hasta ahora nada ha funcionado. No puedo quitármelos de la cabeza y… Me encuentro muy cansado, doctor —dijo González y soltó un suspiro de desaliento.
—No debe dejarse vencer por el abatimiento, señor González. Entiendo la dificultad de su caso, pero créame que hacemos todo lo posible. No pierda la esperanza, en cualquier momento puede surgir un nuevo tratamiento que sea el adecuado para su caso. De momento, probemos con subir la dosis de teocaína y veamos que resultados nos da.
González asintió sin demasiado ánimo. Su rostro se había convertido en una máscara de resignación.
—De acuerdo doctor.
—Y no olvide sus sesiones de terapia. La aceptación de su condición es un paso importante a la hora de lograr una mejoría, incluso puede que una ulterior cura. O al menos conseguir un incremento significativo de su calidad de vida. Piense que usted no es el único, hay muchos otros que padecen SIR y viven una existencia más o menos normal —Tyrell dibujó en su rostro una forzada sonrisa.
—¡Sí! Los desgraciados que viven en las reservas —exclamó González mientras dirigía su triste figura hacia la puerta.
Tyrell observó con lástima como González abandonaba su despacho con los hombros hundidos y la desesperanza flotando a su alrededor como una nube de tormenta. Sintió una punzada de culpabilidad. No debería experimentar lástima por su desventurado paciente; ese tipo de sentimientos sólo lograban enturbiar su labor de facultativo. Debía mantenerse objetivo y racional. Pero tenía que admitir que González se salía por completo de lo común. Era de hecho el único interno en la pequeña clínica en la que se trataban a los ocasionales dolientes que sufrían algún tipo de trastorno mental que no se adecuaba a los tratamientos farmacológicos convencionales. La clínica era en realidad una mezcla de hotel y balneario, un pequeño y amable edificio casi escondido en la arboleda del enorme campus universitario donde el doctor Tyrell, en calidad de profesor titular de la cátedra de psicología evolutiva, desempeñaba sus funciones pedagógicas.
Durante unos minutos, Tyrell miró pensativo al bien cuidado jardín que se abría al otro lado del espacioso ventanal de su oficina. Se rascó distraído el mentón con el dedo índice y se abandonó con indulgencia a la idea de encontrar una cura para su insólito paciente. González era con toda probabilidad uno de los pocos «casos incurables» que le quedaban en la actualidad a nuestra querida madre ciencia. Encontrar una solución a su problema haría que el nombre del doctor Tyrell apareciese de nuevo en los titulares de las revistas científicas más prestigiosas. Sin duda alguna eso le acercaría un considerable número de pasos en su carrera política hacia el sillón de rector. Se sonrió a sí mismo y acarició la idea casi con voluptuosidad.
Un cuadrado de luz se iluminó en la madera sintética de la mesa del doctor Tyrell, desgajándolo con brusquedad de sus dulces cavilaciones. Lo presionó con el dedo y con un mohín de disgusto. Sobre la pulida superficie del mueble se materializó la proyección holográfica del atractivo semblante de la señorita Meyer. Su secretaria era una mujer madura de rasgos clásicos que conservaba un aspecto joven y lozano. No aparentaba tener más de setenta años a pesar de que debía estar rondando los ciento treinta. La señorita Meyer había sido su secretaria desde que Tyrell comenzó su tarea docente en la facultad de ciencias del campus, hacía ya más de doce años, y que Tyrell recordase, no había faltado ni un solo día a su trabajo. Sin ella, tenía que reconocer el acreditado psiquiatra, su apretada agenda social se convertiría en un caos irrecuperable.
—El doctor Ripley acaba de llegar, doctor Tyrell —dijo la rubia cabeza flotante.
—Dígale que pase, por favor.
La puerta de imitación de caoba se abrió y dejó paso al rostro aniñado y de ojos rasgados del doctor Ripley, incorporado hacía menos de un año al centro en calidad de investigador especialista en sociobiología comparada. Ripley era un joven brillante y prometedor que había levantado cierto revuelo y polémica en los círculos académicos tras la publicación de una atrevida tesis doctoral. Tyrell lo había tomado bajo su mecenazgo, esperaba que el joven científico incrementase aún más el ya considerable prestigio y renombre de la universidad; y el suyo propio, desde luego.
—Buenos días, doctor Tyrell. Espero no haber venido en un mal momento.
—No se preocupe, Ripley. Acabo de terminar con la última consulta del día.
—¿Un caso difícil? —preguntó el brillante protegido, simulando un interés que era tan obviamente falso que sólo podía ser ignorado por los dos hombres.
—¡Oh! El señor González. Un caso complicado, desde luego —replicó el doctor Tyrell, y sacudió la mano delante de su cara como si espantase a una invisible mosca.
—¿De qué sufre?
—SIR.
—¿Sir?
—SIR, síndrome de infatuación religiosa —explicó el veterano científico con aire de suficiencia.
—¡Ah! Ese debe ser al que llaman el profeta.
—¿El profeta?
—Es el apodo con que lo denominan algunos de los miembros del departamento, sobre todo el personal de la clínica —explicó Ripley con una pícara sonrisa que indicaba a la vez que la broma parecía hacerle mucha gracia, pero que él era por completo inocente al respecto.
—¡Pobre González! —Tyrell sacudió la cabeza con un ligero vaivén.
—¿Cuál es en concreto el problema de González, doctor Tyrell? Me temo que no estoy muy familiarizado con el SIR. Tiene algo que ver con las antiguas creencias religiosas, ¿no es cierto? Me parece increíble pensar que en pleno siglo XXII todavía existan ese tipo de cuestiones.
La bobalicona sonrisa quedó colgada en la cara de Ripley. El joven valido solía aprovechar las ocasiones que permitiesen a su benefactor lucir su sabiduría y experiencia. Era una especie de juego de adulación recíproca. Ambos lo sabían, y ambos lo aceptaban.
—Como usted sabe, doctor Ripley, o al menos debería recordar de sus años de facultad, durante el siglo pasado se estableció sin ninguna a duda que la experiencia religiosa no era más que una alteración de la actividad eléctrica en el cerebro; para ser concreto en una zona del lóbulo temporal. Cuando, por medios artificiales, se estimulaba esa zona del cerebro, el sujeto sentía que un espíritu, una presencia, estaba con él, aunque de hecho se encontraba por completo a solas en la estancia. Esto, por supuesto, se interpretaba como una revelación de la existencia de un ser superior. Es un fenómeno bien conocido y caracterizado, que ocurre, en mayor o menor grado, en la mayoría de las personas. Dependiendo del entorno cultural del individuo, esa presencia mística se traducía en un determinado tipo de dios; unos lo llamaban Buda, Alá, Dios, Gran Espíritu, o alguna otra denominación por el estilo. González es europeo, y por lo tanto muy influenciado por la tradición judeocristiana, así que sostiene que ve y oye a un señor con túnica y luenga barba blanca —explicó el doctor Tyrell haciendo gala de sus buenas cualidades como orador.
—Pero la fe religiosa se puede tratar con fármacos, ¿no es así?
A pesar del tono jocoso de sus comentarios, la inquisitiva mente de Ripley sentía crecer la curiosidad acerca del inusual enfermo.
—¡Oh! Desde luego. Durante la revolución farmacogenética de la segunda mitad del siglo XXI, se desarrolló una droga muy específica para el tratamiento del SIR, la teocaína. Este fármaco se une a una clase de receptores proteínicos en las membranas de las células del lóbulo temporal y suprime la actividad neuronal que da lugar a la experiencia religiosa. La teocaína causó la casi completa extinción de las religiones en el mundo en menos de dos décadas, lo que llevó aparejado una considerable disminución en la intensidad y el número de los conflictos armados en todo el planeta, todo sea dicho —Tyrell se recostó en su confortable sillón. Sus palabras eran casi el mismo discurso que soltaba sin excepción a sus alumnos de psiquiatría al comienzo de cada curso académico.
—¿La teocaína no funciona con González?
—El caso de González se sale de lo común, y es un tanto irónico, la verdad. González trabajaba como agregado en la reserva italiana.
—¿La reserva? ¿A qué se refiere? —preguntó Ripley con genuina extrañeza.
—Verá usted Ripley. Se puede decir que la teocaína borró de facto las religiones de la faz de la Tierra. Pero no por completo. Aquí y allí quedaron algunos grupúsculos que se negaron a usarla y se aferraron con más fuerza que nunca a sus convicciones religiosas. Esto les acarreó un rechazo casi unánime del resto de la sociedad, y se vieron condenados al aislamiento y al ostracismo. Con el tiempo, esos creyentes se aislaron a sí mismos en las llamadas reservas de religión, unas amplias zonas bien delimitadas donde viven según sus reglas. Son gente que mantienen una existencia de espaldas al resto de la sociedad. Algunos de ellos incluso rechazan el uso de la tecnología moderna y aún utilizan teléfonos con conexiones alámbricas y motores de combustión interna.
—Ya veo. He oído hablar alguna vez de esos lugares, pero es un tema por el que nunca me he interesado demasiado. Además, tengo que reconocer que no deja de ser un tanto estremecedor pensar cómo se puede vivir en un sitio así. ¿Y qué hacía González en una reserva?
—Para su supervivencia, las reservas mantienen un pequeño comercio de intercambio de productos agrícolas con las zonas circundantes a las mismas. El trabajo de González era supervisar ese comercio, funcionando como una especie de embajador del mundo exterior en la reserva italiana. Por desgracia, sufrió un estúpido accidente en uno de sus viajes al interior de la misma. Fue atropellado por alguien que circulaba con un anticuado automóvil de conducción manual. Como consecuencia del accidente, González sufrió un importante traumatismo craneoencefálico, para ser exactos en la zona del lóbulo temporal. Eso hace que apenas reaccione al tratamiento con teocaína, a pesar de las dosis considerablemente altas que le estamos administrando.
—¿Qué hay de la neurocirugía?
Tyrell sacudió la cabeza.
—Todas las proyecciones computarizadas dan un porcentaje de éxito en torno al trece por ciento, con una elevada probabilidad de causar daños colaterales importantes. González no ha aceptado la intervención y, la verdad, yo tampoco la recomiendo.
—¿Qué opciones le quedan entonces a González?
—Está en tratamiento de psicoterapia convencional, con la idea de ayudarle a aceptar su condición. Es casi lo único que podemos hacer por él. De hecho, en las últimas sesiones hemos estado discutiendo la posibilidad de que González se marche a vivir de forma permanente a la reserva. A fin de cuentas, la conoce bien y su condición le garantizaría una integración no demasiado problemática. Incluso podría llegar a convertirse en un personaje de cierta relevancia en esa sociedad, dadas las circunstancias —dijo Tyrell con una casi imperceptible nota de tristeza.
Ripley asintió con gravedad. La habitual jovialidad de su rostro parecía haberse evaporado como por encanto.
—Desafortunado González. Estar condenado a la religión y ser consciente de ello. La verdad es que…
La frase de Ripley quedó cortada en seco por la cabeza holográfica de la señorita Meyer, que se materializó, sin previo aviso, sobre la mesa.
Tyrell enarcó las cejas sintiéndose un tanto asombrado. En todos esos años de servicio, era la primera vez que su secretaria violaba la santidad de su despacho de esa manera.
—Doctor Tyrell, lamento muchísimo la interrupción, pero he recibido una llamada urgente de la clínica. Ha ocurrido algo terrible. Se trata del señor González…

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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2016.
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1102228556525, con fecha de 22 de febrero de 2011.
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Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.
Este relato fue originalmente publicado en mayo de 2009 en la antología de relatos Dejad que os cuente algo, una colección de 65 relatos cortos, escritos por veinte autores diferentes, que se autoeditó a través del portal El Recreo. Como todos los buenos sueños, efímero y precioso fue. Hoy día, el libro está prácticamente descatalogado y el portal casi desvanecido en la inopia electrónica. 
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