Dice el sabio refrán que la belleza de una persona (humana o inhumana) no está en el exterior, sino en el interior.
Pero… ¿en el interior de qué o de dónde?
¿En el interior de su mente?
¿En el interior de su corazón?
¿O en el interior de su bragueta?
Para el protagonista de esta historia, el comprender
los devastadores efectos que puede tener la estética inguinal le supuso un shock que le durará toda la vida.
Ten cuidado al leer este relato sicalíptico, no te
vayas a quedar pasmado/a de la impresión.
Un nuevo relato corto de Rebeca Rader, el
álter ego femenino, impúdico y rijoso de Juan Nadie.
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EL HOMBRE
QUE TENÍA UNA POLLA FOTOGÉNICA
Fue la última gran fiesta de Nochevieja, o al menos
fue la más memorable. La organizamos en el apartamento de Teresa, un piso
enorme, en el mismo centro, de esos antiguos de techos altos y más de
doscientos metros cuadrados. Teresa era una chica de familia bien, estudiante
de económicas que disfrutaba de esa vivienda de ensueño gracias a sus
acaudalados abuelos, que se la cedieron como fastuoso regalo a su única nieta
cuando ésta alcanzó la mayoría de edad. Vivía en el piso con su novio, José
Carlos, un tipo un tanto remilgado hijo de un prestigioso abogado muy afamado
en la ciudad. Pero había que reconocer que Teresa y José Carlos hacían una
pareja estupenda, y el apartamento era perfecto para la fiesta.
Empezamos a llegar poco después de las once de la
noche, una vez concluidas las opíparas cenas que cada uno se zampó en el hogar
familiar. Teníamos que estar todos reunidos para la media noche, y cumplir con
el consabido ritual de las campanadas, las uvas y los buenos deseos para el
nuevo año. Había algunas parejas, pero yo, para mi pesar, me encontraba en el
grupo de los solteros, aquellos con la eterna esperanza de poder empezar el año
comiéndose alguna rosca. En total debíamos estar cerca de cuarenta personas en
el amplio apartamento.
A eso de las doce menos veinte apareció Carmen, como
siempre la última en llegar. Carmen era una morena esbelta y atractiva a la que
yo le había tirado los tejos en un par de ocasiones, aunque sin demasiado éxito
hasta el momento. Trabajaba a tiempo parcial en una agencia de modelos
publicitarios. Su sueño era convertirse en una modelo de alta costura. Desde
luego cualidades no le faltaban a la chica. Estaba de toma pan y moja.
Venía acompañada de un tipo al que ninguno conocíamos
y que me sorprendió verlo como acompañante de la guapa Carmen. Era un tipo
bajito y canijo, de tez morena y andar encorvado, con una enorme ceja peluda en
una cara que parecía una caricatura del pájaro loco. Carmen lo presentó como un
compañero de trabajo en la agencia. El tipejo, además de feo, parecía ser
patológicamente tímido. Cuando alguien le preguntó cuál era su trabajo en la
agencia, Carmen contestó por él. Dijo como si tal cosa que el individuo también
trabajaba como modelo. A todos se nos quedó la cara a cuadros. Ni de coña un
tipo con esa pinta podía ser modelo. Empecé a sospechar que se trataba de
alguna de las bromas pesadas tan típicas de Carmen y sentí un poco de lástima por
el triste Quasimodo, al que imaginé víctima de las crueldades y maquinaciones
de la bella vampiresa.
Me equivoqué de lleno.
Según explicó Carmen, la agencia en la que trabajaba
tenía un departamento especializado en modelos que sólo aportaban una parte de
su cuerpo. Ellos eran las caras anónimas e invisibles de esos anuncios en los
que se ve una mano que sujeta una pastilla de jabón o una oreja que luce un
pendiente. Por supuesto, alguien le preguntó al canijo cual era la parte de su
cuerpo que utilizaba en las sesiones fotográficas.
Risas de incredulidad recorrieron como una ola todo el
grupo de invitados cuando el tipo especificó la parte de su anatomía con la que
se ganaba el sustento. Venga ya, déjate de coñas, dijo alguien expresando el
pensamiento común. Con aires de superioridad, Carmen se ajustó la larga melena
de ondulado pelo negro y le espetó al cejijunto un autoritario «demuéstraselo a
estos incrédulos». La extraña pareja se había convertido a esas alturas en el
centro de atención de la fiesta.
El tipo dio la impresión de que no era la primera vez
que se encontraba en una situación como aquella. Con parsimonia, se desabrochó
los pantalones y los dejó caer hasta los tobillos. Todos miramos con suma atención.
Con cierta teatralidad, introdujo los pulgares en el elástico de los
calzoncillos y se los bajó. Se agarró el pene y lo sacudió con maestría. En unos
segundos quedó listo para la acción. Se veía que tenía bastante práctica en el
tema.
Cuando apartó la mano de su miembro, un ¡ohhh! de
asombro se levantó a coro de la garganta de todos los asistentes. Ninguno
podíamos apartar la mirada de aquel soberbio órgano, que parecía haber sido
cincelado en el más exquisito ébano por el más genial de los escultores
renacentistas. El pensamiento de todos en ese momento debió ser el mismo: era
la polla perfecta.
Una de las chicas más cercanas al canijo, con la cara
arrobada y en actitud de reverencia, alargó la mano hacia el prodigioso falo en
un gesto de absoluta veneración. Lo acarició con extrema delicadeza, con la
punta de los dedos, tocándolo de una forma tierna y suave, como el ala de una
mariposa cuando roza el pétalo de una flor. Se pudo oír el chasquido de todos
los invitados a la fiesta cuando dejaron de respirar al unísono. Si una mosca
hubiese cruzado el silencio de la habitación en ese momento, su zumbido habría
tronado como las turbinas de un reactor.
Entonces la magia se rompió.
Teresa se adelantó al centro del círculo y pronunció
un par de incoherentes frases acerca de lo insólito del empleo del tipo y las
curiosidades de la industria publicitaria. Tenía la cara bastante descompuesta.
La pobre debió sentirse aterrada con la idea de que su piso acabase
convirtiéndose en el escenario de una bacanal desenfrenada. Deshecho el hechizo,
Quasimodo se guardó la herramienta de trabajo con diligencia.
Sacudí la cabeza para salir de mi ensimismamiento y
dirigí embarazosas miradas a mi alrededor. El resto de tíos en la fiesta
mostraban la misma cara de perplejidad. Todos nos sentíamos bastante incómodos por
haber prestado tanta atención a la entrepierna de aquel tipo. Casi todo el
mundo se acercó a la mesa donde estaban las bebidas. Se oyó un enorme ruido de
hielos y vasos tintineantes. Todos trataban de apagar el sofoco.
De pronto alguien se dio cuenta en voz alta de la hora
que era. Enajenados con el inusitado modelo, se nos había pasado la media noche
y nadie se había acordado de las jodidas campanadas y las uvas. Risas nerviosas
y farfulladas excusas se extendieron por toda la estancia.
Por supuesto, Quasimodo se convirtió en el rey de la
fiesta para el resto de la velada. Durante toda la noche se vio acompañado de
un grupo de admiradoras que se turnaban en un constante corro a su alrededor.
Parecía sentirse a la vez adulado e intimidado. Contó que él era el único
modelo de la agencia que se dedicaba a su particular especialidad y, por lo que
él sabía, el único en todo el país. Su aparato había aparecido en un anuncio de
preservativos para una cadena de televisión nórdica, y en algunos pósteres
promocionales en festivales de cine para adultos; pero donde más reclamadas
eran sus habilidades era en la elaboración de tratados de medicina. Eran
incontables los urólogos y sexólogos que contaban con su fotografía en gruesos
volúmenes de fisiología médica. Fue una de esas cosas que te dices a ti mismo,
nunca se me hubiese ocurrido algo así. De lo más surrealista.
A eso de las cuatro de la mañana, decidí largarme de
la fiesta. Había estado tirándole los tejos a Carmen, pero como el que oye
llover. No me hizo ni puto caso. Además, con el supermodelo de cuerpo presente,
no había forma de meter baza con las chicas. Con una buena concentración de
alcohol en sangre me despedí de Teresa y José Carlos, les deseé un pastoso
feliz año nuevo y me dirigí a los abarrotados pubs del centro, a ver si había
suerte.
A las nueve de la mañana, con la caja de condones
intacta en el bolsillo, volví a casa.
Pasó casi un año antes de ver a Carmen de nuevo. Me la
encontré por casualidad un día a mediados de diciembre, mientras caminaba por
el centro mirando escaparates y preguntándome si debía sumergirme, un año más,
en la vorágine consumista propia de esas fechas. Estaba todavía más guapa que
la última vez que la vi, y así se lo hice saber. Me rio el halago. Yo nunca
había perdido la esperanza de acabar entre las sábanas con ella, así que la
invité a tomar un café en alguno de los establecimientos del centro comercial.
Para mi sorpresa aceptó.
Estuvimos de amigable charla un buen rato. Cuando
mencionó su trabajo en la agencia de modelos, me acordé de su inaudito colega. Le
pregunté si Quasimodo seguía siendo el modelo peniano más afamado del país. Carmen
me miró con sorpresa y me preguntó si es que no sabía nada de lo de Teresa y
José Carlos. Me encogí de hombros y admití mi ignorancia. Yo no pertenecía al
círculo íntimo de la pareja, acudí a la fiesta de Nochevieja a través de un
amigo común y no había sabido de ellos desde entonces.
Las nuevas me dejaron piedra. Según Carmen me contó,
Teresa se había obsesionado hasta el delirio con el amigo Quasimodo. Desde
aquel día de la fiesta, no podía quitárselo de la cabeza. Acosó a Carmen
durante semanas hasta que ésta le dio el teléfono del canijo. A José Carlos lo
puso de patitas en la calle. Literalmente. El pobre tipo se encontró un día con
sus maletas hechas en el descansillo de la escalera y una nota de despedida. El
de la polla fotogénica, por supuesto, se había mudado con Teresa, que abandonó
sus estudios y pasó a vivir de la fortuna de sus adinerados abuelos. Carmen
comentó con su adorable mala leche que a Teresa se la veía muy feliz de un
tiempo a esta parte. Debe de alcanzar el éxtasis cada día mientras contempla el
afamado miembro con embeleso, dijo. Solté una ruidosa carcajada al imaginarme
la escena.
Tras unos minutos más de conversación intrascendente,
me despedí de Carmen con un beso en la mejilla y una difusa promesa de vernos
durante las fiestas.
El día de Nochevieja recibí un SMS de ella donde me
invitaba a un cotillón que organizaba el personal de la agencia de modelos. A
pesar de la tentadora perspectiva de verme rodeado de bellas mujeres, decliné
la invitación. Algo me repelía en la idea de encontrarme con otro modelo de
partes corporales.
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© Rebeca
Rader, Planeta Tierra, 2017.
Obra
inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative
(safecreative.org) con el número 1104229038710, con fecha de 22 de abril de
2011.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración
de la portada: fotomontaje de la autora.
Rebeca Rader
es miembro de FESNI, Fantástica Escritura Sicalíptica y Narrativa Impúdica, la
inefable y quimérica asociación de creadores de fábulas libidinosas.
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