jueves, 2 de noviembre de 2017

El último síndrome (relato)


Desde Servet, Galileo y Darwin hasta nuestros días, el conflicto entre religión y ciencia parece haberse convertido en un problema eterno de difícil solución.
En los tiempos que vivimos, la ciencia quizá sea la única luz en la oscuridad, aunque hay quien afirma que el siglo XXI será el siglo de las religiones.
En este litigio, algunos optan por una posición más beligerante, mientras que otros tratan de encontrar posturas más conciliadoras.
Quizá algún día se encuentre la solución al conflicto, pero lo que sí es casi seguro es que será una solución que no estará al gusto de todos. 

Un nuevo relato de Juan Nadie, al alcance de tus neuronas con tan sólo unos cuantos clics del ratón. 
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ADVERTENCIA: Este relato puede herir la sensibilidad o sacudir de forma incómoda las creencias de algunos lectores. Que cada cual tome sus decisiones y afronte sus consecuencias. Desde el respeto y la tolerancia, las interpretaciones de cada lector, al lector pertenecen. El autor ni quiere ni debe ser culpado por ellas.

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EL ÚLTIMO SÍNDROME

—Anoche volví a hablar con Dios, doctor —dijo con desánimo el hombre sentado en el mullido sillón de piel sintética al otro lado del escritorio.
—¿Ha tenido algún problema con la medicación, señor González? ¿Algo que le hiciese interrumpirla de alguna forma? —preguntó el doctor Tyrell con semblante adusto a la vez que apoyaba los codos sobre la mesa.
—No me he saltado ni una sola toma en los últimos tres meses, doctor.
Tyrell cogió su pequeño computador portátil del escritorio y escribió unas rápidas notas en la pantalla táctil.
—Tendremos que incrementar la dosis. La subiremos a mil trescientos miligramos, repartidos en sus dos tomas diarias habituales.
—¿Cree que servirá de algo, doctor?
—Bien…, tenemos que hacer todo lo posible para tratar de eliminar esos episodios, o al menos reducir su intensidad.
—Doctor Tyrell, llevo casi seis meses como interno en su clínica, y más de año y medio tomando teocaína. Hasta ahora el único efecto que he conseguido es subir y subir la dosis —replicó González con un brillo de irritación en las pupilas.
—La teocaína es la prescripción más eficaz en aquellos aquejados de su problema, señor González. El camino lógico que seguir es incrementar la dosificación del fármaco hasta conseguir que sus episodios SIR remitan —explicó el doctor Tyrell con una cierta condescendencia en el tono de voz.
—Usted sabe que yo no soy un paciente como los demás.
González se llevó una mano a la cara y se frotó el puente de la nariz con el índice y el pulgar.
—Su caso es especial, eso es cierto —dijo el doctor—. Pero no debería desanimarse. Con el tiempo quizás consigamos que la teocaína haga su efecto, o al menos lograr que los síntomas se estabilicen.
—La teocaína sólo funciona al principio de cada nuevo tratamiento, doctor. Pero a las pocas semanas las visiones vuelven otra vez. ¡Siempre vuelven!
—Lo sé muy bien, señor González, tengo su expediente en la mano. Es lo que se llama respuesta de desensibilización. Con el tiempo, los tejidos cerebrales se vuelven refractarios a la cantidad acostumbrada del fármaco, lo que hace necesario un incremento en la dosis. El problema es que, en su caso, el proceso de desensibilización ocurre extraordinariamente rápido —explicó el galeno.
—¿Qué hay de la inducción por hipnosis? —preguntó el paciente con un asomo de esperanza.
—Me temo que en su caso no funcionaría, señor González. Como bien sabe la supresión de episodios sicóticos mediante la hipnosis se basa más que nada en el auto convencimiento y el efecto placebo. Sin embargo, tenemos el inconveniente de que usted es por completo consciente de la realidad de su condición, lo que hace el auto convencimiento casi impracticable, y en cuanto al efecto placebo…, bueno…, usted trabajaba en una de esas reservas y conoce bien como actúa dicho efecto. Para que el placebo tenga alguna consecuencia el paciente debe creer en ello.
—Lo sé, doctor, lo sé. Pero desde el accidente no puedo evitar estos episodios de misticismo y hasta ahora nada ha funcionado. No puedo quitármelos de la cabeza y… Me encuentro muy cansado, doctor —dijo González y soltó un suspiro de desaliento.
—No debe dejarse vencer por el abatimiento, señor González. Entiendo la dificultad de su caso, pero créame que hacemos todo lo posible. No pierda la esperanza, en cualquier momento puede surgir un nuevo tratamiento que sea el adecuado para su caso. De momento, probemos con subir la dosis de teocaína y veamos que resultados nos da.
González asintió sin demasiado ánimo. Su rostro se había convertido en una máscara de resignación.
—De acuerdo doctor.
—Y no olvide sus sesiones de terapia. La aceptación de su condición es un paso importante a la hora de lograr una mejoría, incluso puede que una ulterior cura. O al menos conseguir un incremento significativo de su calidad de vida. Piense que usted no es el único, hay muchos otros que padecen SIR y viven una existencia más o menos normal —Tyrell dibujó en su rostro una forzada sonrisa.
—¡Sí! Los desgraciados que viven en las reservas —exclamó González mientras dirigía su triste figura hacia la puerta.
Tyrell observó con lástima como González abandonaba su despacho con los hombros hundidos y la desesperanza flotando a su alrededor como una nube de tormenta. Sintió una punzada de culpabilidad. No debería experimentar lástima por su desventurado paciente; ese tipo de sentimientos sólo lograban enturbiar su labor de facultativo. Debía mantenerse objetivo y racional. Pero tenía que admitir que González se salía por completo de lo común. Era de hecho el único interno en la pequeña clínica en la que se trataban a los ocasionales dolientes que sufrían algún tipo de trastorno mental que no se adecuaba a los tratamientos farmacológicos convencionales. La clínica era en realidad una mezcla de hotel y balneario, un pequeño y amable edificio casi escondido en la arboleda del enorme campus universitario donde el doctor Tyrell, en calidad de profesor titular de la cátedra de psicología evolutiva, desempeñaba sus funciones pedagógicas.
Durante unos minutos, Tyrell miró pensativo al bien cuidado jardín que se abría al otro lado del espacioso ventanal de su oficina. Se rascó distraído el mentón con el dedo índice y se abandonó con indulgencia a la idea de encontrar una cura para su insólito paciente. González era con toda probabilidad uno de los pocos «casos incurables» que le quedaban en la actualidad a nuestra querida madre ciencia. Encontrar una solución a su problema haría que el nombre del doctor Tyrell apareciese de nuevo en los titulares de las revistas científicas más prestigiosas. Sin duda alguna eso le acercaría un considerable número de pasos en su carrera política hacia el sillón de rector. Se sonrió a sí mismo y acarició la idea casi con voluptuosidad.
Un cuadrado de luz se iluminó en la madera sintética de la mesa del doctor Tyrell, desgajándolo con brusquedad de sus dulces cavilaciones. Lo presionó con el dedo y con un mohín de disgusto. Sobre la pulida superficie del mueble se materializó la proyección holográfica del atractivo semblante de la señorita Meyer. Su secretaria era una mujer madura de rasgos clásicos que conservaba un aspecto joven y lozano. No aparentaba tener más de setenta años a pesar de que debía estar rondando los ciento treinta. La señorita Meyer había sido su secretaria desde que Tyrell comenzó su tarea docente en la facultad de ciencias del campus, hacía ya más de doce años, y que Tyrell recordase, no había faltado ni un solo día a su trabajo. Sin ella, tenía que reconocer el acreditado psiquiatra, su apretada agenda social se convertiría en un caos irrecuperable.
—El doctor Ripley acaba de llegar, doctor Tyrell —dijo la rubia cabeza flotante.
—Dígale que pase, por favor.
La puerta de imitación de caoba se abrió y dejó paso al rostro aniñado y de ojos rasgados del doctor Ripley, incorporado hacía menos de un año al centro en calidad de investigador especialista en sociobiología comparada. Ripley era un joven brillante y prometedor que había levantado cierto revuelo y polémica en los círculos académicos tras la publicación de una atrevida tesis doctoral. Tyrell lo había tomado bajo su mecenazgo, esperaba que el joven científico incrementase aún más el ya considerable prestigio y renombre de la universidad; y el suyo propio, desde luego.
—Buenos días, doctor Tyrell. Espero no haber venido en un mal momento.
—No se preocupe, Ripley. Acabo de terminar con la última consulta del día.
—¿Un caso difícil? —preguntó el brillante protegido, simulando un interés que era tan obviamente falso que sólo podía ser ignorado por los dos hombres.
—¡Oh! El señor González. Un caso complicado, desde luego —replicó el doctor Tyrell, y sacudió la mano delante de su cara como si espantase a una invisible mosca.
—¿De qué sufre?
—SIR.
—¿Sir?
—SIR, síndrome de infatuación religiosa —explicó el veterano científico con aire de suficiencia.
—¡Ah! Ese debe ser al que llaman el profeta.
—¿El profeta?
—Es el apodo con que lo denominan algunos de los miembros del departamento, sobre todo el personal de la clínica —explicó Ripley con una pícara sonrisa que indicaba a la vez que la broma parecía hacerle mucha gracia, pero que él era por completo inocente al respecto.
—¡Pobre González! —Tyrell sacudió la cabeza con un ligero vaivén.
—¿Cuál es en concreto el problema de González, doctor Tyrell? Me temo que no estoy muy familiarizado con el SIR. Tiene algo que ver con las antiguas creencias religiosas, ¿no es cierto? Me parece increíble pensar que en pleno siglo XXII todavía existan ese tipo de cuestiones.
La bobalicona sonrisa quedó colgada en la cara de Ripley. El joven valido solía aprovechar las ocasiones que permitiesen a su benefactor lucir su sabiduría y experiencia. Era una especie de juego de adulación recíproca. Ambos lo sabían, y ambos lo aceptaban.
—Como usted sabe, doctor Ripley, o al menos debería recordar de sus años de facultad, durante el siglo pasado se estableció sin ninguna a duda que la experiencia religiosa no era más que una alteración de la actividad eléctrica en el cerebro; para ser concreto en una zona del lóbulo temporal. Cuando, por medios artificiales, se estimulaba esa zona del cerebro, el sujeto sentía que un espíritu, una presencia, estaba con él, aunque de hecho se encontraba por completo a solas en la estancia. Esto, por supuesto, se interpretaba como una revelación de la existencia de un ser superior. Es un fenómeno bien conocido y caracterizado, que ocurre, en mayor o menor grado, en la mayoría de las personas. Dependiendo del entorno cultural del individuo, esa presencia mística se traducía en un determinado tipo de dios; unos lo llamaban Buda, Alá, Dios, Gran Espíritu, o alguna otra denominación por el estilo. González es europeo, y por lo tanto muy influenciado por la tradición judeocristiana, así que sostiene que ve y oye a un señor con túnica y luenga barba blanca —explicó el doctor Tyrell haciendo gala de sus buenas cualidades como orador.
—Pero la fe religiosa se puede tratar con fármacos, ¿no es así?
A pesar del tono jocoso de sus comentarios, la inquisitiva mente de Ripley sentía crecer la curiosidad acerca del inusual enfermo.
—¡Oh! Desde luego. Durante la revolución farmacogenética de la segunda mitad del siglo XXI, se desarrolló una droga muy específica para el tratamiento del SIR, la teocaína. Este fármaco se une a una clase de receptores proteínicos en las membranas de las células del lóbulo temporal y suprime la actividad neuronal que da lugar a la experiencia religiosa. La teocaína causó la casi completa extinción de las religiones en el mundo en menos de dos décadas, lo que llevó aparejado una considerable disminución en la intensidad y el número de los conflictos armados en todo el planeta, todo sea dicho —Tyrell se recostó en su confortable sillón. Sus palabras eran casi el mismo discurso que soltaba sin excepción a sus alumnos de psiquiatría al comienzo de cada curso académico.
—¿La teocaína no funciona con González?
—El caso de González se sale de lo común, y es un tanto irónico, la verdad. González trabajaba como agregado en la reserva italiana.
—¿La reserva? ¿A qué se refiere? —preguntó Ripley con genuina extrañeza.
—Verá usted Ripley. Se puede decir que la teocaína borró de facto las religiones de la faz de la Tierra. Pero no por completo. Aquí y allí quedaron algunos grupúsculos que se negaron a usarla y se aferraron con más fuerza que nunca a sus convicciones religiosas. Esto les acarreó un rechazo casi unánime del resto de la sociedad, y se vieron condenados al aislamiento y al ostracismo. Con el tiempo, esos creyentes se aislaron a sí mismos en las llamadas reservas de religión, unas amplias zonas bien delimitadas donde viven según sus reglas. Son gente que mantienen una existencia de espaldas al resto de la sociedad. Algunos de ellos incluso rechazan el uso de la tecnología moderna y aún utilizan teléfonos con conexiones alámbricas y motores de combustión interna.
—Ya veo. He oído hablar alguna vez de esos lugares, pero es un tema por el que nunca me he interesado demasiado. Además, tengo que reconocer que no deja de ser un tanto estremecedor pensar cómo se puede vivir en un sitio así. ¿Y qué hacía González en una reserva?
—Para su supervivencia, las reservas mantienen un pequeño comercio de intercambio de productos agrícolas con las zonas circundantes a las mismas. El trabajo de González era supervisar ese comercio, funcionando como una especie de embajador del mundo exterior en la reserva italiana. Por desgracia, sufrió un estúpido accidente en uno de sus viajes al interior de la misma. Fue atropellado por alguien que circulaba con un anticuado automóvil de conducción manual. Como consecuencia del accidente, González sufrió un importante traumatismo craneoencefálico, para ser exactos en la zona del lóbulo temporal. Eso hace que apenas reaccione al tratamiento con teocaína, a pesar de las dosis considerablemente altas que le estamos administrando.
—¿Qué hay de la neurocirugía?
Tyrell sacudió la cabeza.
—Todas las proyecciones computarizadas dan un porcentaje de éxito en torno al trece por ciento, con una elevada probabilidad de causar daños colaterales importantes. González no ha aceptado la intervención y, la verdad, yo tampoco la recomiendo.
—¿Qué opciones le quedan entonces a González?
—Está en tratamiento de psicoterapia convencional, con la idea de ayudarle a aceptar su condición. Es casi lo único que podemos hacer por él. De hecho, en las últimas sesiones hemos estado discutiendo la posibilidad de que González se marche a vivir de forma permanente a la reserva. A fin de cuentas, la conoce bien y su condición le garantizaría una integración no demasiado problemática. Incluso podría llegar a convertirse en un personaje de cierta relevancia en esa sociedad, dadas las circunstancias —dijo Tyrell con una casi imperceptible nota de tristeza.
Ripley asintió con gravedad. La habitual jovialidad de su rostro parecía haberse evaporado como por encanto.
—Desafortunado González. Estar condenado a la religión y ser consciente de ello. La verdad es que…
La frase de Ripley quedó cortada en seco por la cabeza holográfica de la señorita Meyer, que se materializó, sin previo aviso, sobre la mesa.
Tyrell enarcó las cejas sintiéndose un tanto asombrado. En todos esos años de servicio, era la primera vez que su secretaria violaba la santidad de su despacho de esa manera.
—Doctor Tyrell, lamento muchísimo la interrupción, pero he recibido una llamada urgente de la clínica. Ha ocurrido algo terrible. Se trata del señor González…

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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2016.
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1102228556525, con fecha de 22 de febrero de 2011.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.
Este relato fue originalmente publicado en mayo de 2009 en la antología de relatos Dejad que os cuente algo, una colección de 65 relatos cortos, escritos por veinte autores diferentes, que se autoeditó a través del portal El Recreo. Como todos los buenos sueños, efímero y precioso fue. Hoy día, el libro está prácticamente descatalogado y el portal casi desvanecido en la inopia electrónica. 
Si quieres leer más relatos de Juan Nadie, puedes encontrarlos aquí.  

2 comentarios:

  1. Quedé atrapado desde el comienzo.
    Por suerte, no llegaré a conocer la sociedad del año en que se desarrolla la acción del relato.
    Lo que sí, lamento que la religiones continuarán perjudicando al hombre por mucho tiempo más, a decir de las apreciaciones vertidas en la particular historia relatada, con mucha maestría.
    Gusté leerte, amigazo
    Shalom

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  2. La religión ha sido y sigue siendo una de las grandes lacras de la enfermedad. En un futuro la religión quizá sea como en el relato, un triste remanente de una enfermedad del pasado. O quizá los habitantes del futuro vivan sometidos a una dictadura teocrática. Quien sabe. Como bien dices, no llegaremos a ver tan lejos.
    Gracias por leer y comentar, Beto.
    Un saludo,

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