Desde Servet, Galileo y Darwin hasta nuestros días, el conflicto entre religión y ciencia parece haberse convertido en un problema eterno de difícil solución.
En los tiempos que vivimos, la ciencia quizá sea la única luz en la oscuridad,
aunque hay quien afirma que el siglo XXI será el siglo de las religiones.
En este litigio, algunos optan por una posición más beligerante,
mientras que otros tratan de encontrar posturas más conciliadoras.
Quizá algún día se encuentre la solución al conflicto,
pero lo que sí es casi seguro es que será una solución que no estará al gusto
de todos.
Un nuevo relato de Juan Nadie, al alcance de tus neuronas
con tan sólo unos cuantos clics del ratón.
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ADVERTENCIA:
Este relato puede herir la sensibilidad o sacudir de forma incómoda las
creencias de algunos lectores. Que cada cual tome sus decisiones y afronte sus
consecuencias. Desde el respeto y la tolerancia, las interpretaciones de cada
lector, al lector pertenecen. El autor ni quiere ni debe ser culpado por ellas.
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EL ÚLTIMO SÍNDROME
—Anoche volví a hablar con Dios, doctor —dijo con
desánimo el hombre sentado en el mullido sillón de piel sintética al otro lado
del escritorio.
—¿Ha tenido algún problema con la medicación, señor
González? ¿Algo que le hiciese interrumpirla de alguna forma? —preguntó el
doctor Tyrell con semblante adusto a la vez que apoyaba los codos sobre la
mesa.
—No me he saltado ni una sola toma en los últimos tres
meses, doctor.
Tyrell cogió su pequeño computador portátil del
escritorio y escribió unas rápidas notas en la pantalla táctil.
—Tendremos que incrementar la dosis. La subiremos a
mil trescientos miligramos, repartidos en sus dos tomas diarias habituales.
—¿Cree que servirá de algo, doctor?
—Bien…, tenemos que hacer todo lo posible para tratar
de eliminar esos episodios, o al menos reducir su intensidad.
—Doctor Tyrell, llevo casi seis meses como interno en
su clínica, y más de año y medio tomando teocaína. Hasta ahora el único efecto
que he conseguido es subir y subir la dosis —replicó González con un brillo de
irritación en las pupilas.
—La teocaína es la prescripción más eficaz en aquellos
aquejados de su problema, señor González. El camino lógico que seguir es
incrementar la dosificación del fármaco hasta conseguir que sus episodios SIR
remitan —explicó el doctor Tyrell con una cierta condescendencia en el tono de
voz.
—Usted sabe que yo no soy un paciente como los demás.
González se llevó una mano a la cara y se frotó el
puente de la nariz con el índice y el pulgar.
—Su caso es especial, eso es cierto —dijo el doctor—.
Pero no debería desanimarse. Con el tiempo quizás consigamos que la teocaína
haga su efecto, o al menos lograr que los síntomas se estabilicen.
—La teocaína sólo funciona al principio de cada nuevo
tratamiento, doctor. Pero a las pocas semanas las visiones vuelven otra vez.
¡Siempre vuelven!
—Lo sé muy bien, señor González, tengo su expediente
en la mano. Es lo que se llama respuesta de desensibilización. Con el tiempo,
los tejidos cerebrales se vuelven refractarios a la cantidad acostumbrada del
fármaco, lo que hace necesario un incremento en la dosis. El problema es que,
en su caso, el proceso de desensibilización ocurre extraordinariamente rápido
—explicó el galeno.
—¿Qué hay de la inducción por hipnosis? —preguntó el
paciente con un asomo de esperanza.
—Me temo que en su caso no funcionaría, señor
González. Como bien sabe la supresión de episodios sicóticos mediante la
hipnosis se basa más que nada en el auto convencimiento y el efecto placebo.
Sin embargo, tenemos el inconveniente de que usted es por completo consciente
de la realidad de su condición, lo que hace el auto convencimiento casi
impracticable, y en cuanto al efecto placebo…, bueno…, usted trabajaba en una
de esas reservas y conoce bien como actúa dicho efecto. Para que el placebo
tenga alguna consecuencia el paciente debe
creer en ello.
—Lo sé, doctor, lo sé. Pero desde el accidente no
puedo evitar estos episodios de misticismo y hasta ahora nada ha funcionado. No
puedo quitármelos de la cabeza y… Me encuentro muy cansado, doctor —dijo
González y soltó un suspiro de desaliento.
—No debe dejarse vencer por el abatimiento, señor
González. Entiendo la dificultad de su caso, pero créame que hacemos todo lo
posible. No pierda la esperanza, en cualquier momento puede surgir un nuevo
tratamiento que sea el adecuado para su caso. De momento, probemos con subir la
dosis de teocaína y veamos que resultados nos da.
González asintió sin demasiado ánimo. Su rostro se
había convertido en una máscara de resignación.
—De acuerdo doctor.
—Y no olvide sus sesiones de terapia. La aceptación de
su condición es un paso importante a la hora de lograr una mejoría, incluso
puede que una ulterior cura. O al menos conseguir un incremento significativo
de su calidad de vida. Piense que usted no es el único, hay muchos otros que
padecen SIR y viven una existencia más o menos normal —Tyrell dibujó en su
rostro una forzada sonrisa.
—¡Sí! Los desgraciados que viven en las reservas
—exclamó González mientras dirigía su triste figura hacia la puerta.
Tyrell observó con lástima como González abandonaba su
despacho con los hombros hundidos y la desesperanza flotando a su alrededor
como una nube de tormenta. Sintió una punzada de culpabilidad. No debería
experimentar lástima por su desventurado paciente; ese tipo de sentimientos
sólo lograban enturbiar su labor de facultativo. Debía mantenerse objetivo y
racional. Pero tenía que admitir que González se salía por completo de lo
común. Era de hecho el único interno en la pequeña clínica en la que se
trataban a los ocasionales dolientes que sufrían algún tipo de trastorno mental
que no se adecuaba a los tratamientos farmacológicos convencionales. La clínica
era en realidad una mezcla de hotel y balneario, un pequeño y amable edificio
casi escondido en la arboleda del enorme campus universitario donde el doctor
Tyrell, en calidad de profesor titular de la cátedra de psicología evolutiva,
desempeñaba sus funciones pedagógicas.
Durante unos minutos, Tyrell miró pensativo al bien
cuidado jardín que se abría al otro lado del espacioso ventanal de su oficina.
Se rascó distraído el mentón con el dedo índice y se abandonó con indulgencia a
la idea de encontrar una cura para su insólito paciente. González era con toda
probabilidad uno de los pocos «casos incurables» que le quedaban en la
actualidad a nuestra querida madre ciencia. Encontrar una solución a su
problema haría que el nombre del doctor Tyrell apareciese de nuevo en los
titulares de las revistas científicas más prestigiosas. Sin duda alguna eso le
acercaría un considerable número de pasos en su carrera política hacia el
sillón de rector. Se sonrió a sí mismo y acarició la idea casi con
voluptuosidad.
Un cuadrado de luz se iluminó en la madera sintética
de la mesa del doctor Tyrell, desgajándolo con brusquedad de sus dulces
cavilaciones. Lo presionó con el dedo y con un mohín de disgusto. Sobre la
pulida superficie del mueble se materializó la proyección holográfica del
atractivo semblante de la señorita Meyer. Su secretaria era una mujer madura de
rasgos clásicos que conservaba un aspecto joven y lozano. No aparentaba tener
más de setenta años a pesar de que debía estar rondando los ciento treinta. La
señorita Meyer había sido su secretaria desde que Tyrell comenzó su tarea
docente en la facultad de ciencias del campus, hacía ya más de doce años, y que
Tyrell recordase, no había faltado ni un solo día a su trabajo. Sin ella, tenía
que reconocer el acreditado psiquiatra, su apretada agenda social se
convertiría en un caos irrecuperable.
—El doctor Ripley acaba de llegar, doctor Tyrell —dijo
la rubia cabeza flotante.
—Dígale que pase, por favor.
La puerta de imitación de caoba se abrió y dejó paso
al rostro aniñado y de ojos rasgados del doctor Ripley, incorporado hacía menos
de un año al centro en calidad de investigador especialista en sociobiología
comparada. Ripley era un joven brillante y prometedor que había levantado
cierto revuelo y polémica en los círculos académicos tras la publicación de una
atrevida tesis doctoral. Tyrell lo había tomado bajo su mecenazgo, esperaba que
el joven científico incrementase aún más el ya considerable prestigio y
renombre de la universidad; y el suyo propio, desde luego.
—Buenos días, doctor Tyrell. Espero no haber venido en
un mal momento.
—No se preocupe, Ripley. Acabo de terminar con la
última consulta del día.
—¿Un caso difícil? —preguntó el brillante protegido,
simulando un interés que era tan obviamente falso que sólo podía ser ignorado
por los dos hombres.
—¡Oh! El señor González. Un caso complicado, desde
luego —replicó el doctor Tyrell, y sacudió la mano delante de su cara como si
espantase a una invisible mosca.
—¿De qué sufre?
—SIR.
—¿Sir?
—SIR, síndrome de infatuación religiosa —explicó el
veterano científico con aire de suficiencia.
—¡Ah! Ese debe ser al que llaman el profeta.
—¿El profeta?
—Es el apodo con que lo denominan algunos de los
miembros del departamento, sobre todo el personal de la clínica —explicó Ripley
con una pícara sonrisa que indicaba a la vez que la broma parecía hacerle mucha
gracia, pero que él era por completo inocente al respecto.
—¡Pobre González! —Tyrell sacudió la cabeza con un
ligero vaivén.
—¿Cuál es en concreto el problema de González, doctor
Tyrell? Me temo que no estoy muy familiarizado con el SIR. Tiene algo que ver
con las antiguas creencias religiosas, ¿no es cierto? Me parece increíble
pensar que en pleno siglo XXII todavía existan ese tipo de cuestiones.
La bobalicona sonrisa quedó colgada en la cara de
Ripley. El joven valido solía aprovechar las ocasiones que permitiesen a su
benefactor lucir su sabiduría y experiencia. Era una especie de juego de
adulación recíproca. Ambos lo sabían, y ambos lo aceptaban.
—Como usted sabe, doctor Ripley, o al menos debería
recordar de sus años de facultad, durante el siglo pasado se estableció sin ninguna
a duda que la experiencia religiosa no era más que una alteración de la
actividad eléctrica en el cerebro; para ser concreto en una zona del lóbulo
temporal. Cuando, por medios artificiales, se estimulaba esa zona del cerebro,
el sujeto sentía que un espíritu, una presencia, estaba con él, aunque de hecho
se encontraba por completo a solas en la estancia. Esto, por supuesto, se
interpretaba como una revelación de la existencia de un ser superior. Es un
fenómeno bien conocido y caracterizado, que ocurre, en mayor o menor grado, en
la mayoría de las personas. Dependiendo del entorno cultural del individuo, esa
presencia mística se traducía en un determinado tipo de dios; unos lo llamaban
Buda, Alá, Dios, Gran Espíritu, o alguna otra denominación por el estilo.
González es europeo, y por lo tanto muy influenciado por la tradición
judeocristiana, así que sostiene que ve y oye a un señor con túnica y luenga
barba blanca —explicó el doctor Tyrell haciendo gala de sus buenas cualidades
como orador.
—Pero la fe religiosa se puede tratar con fármacos,
¿no es así?
A pesar del tono jocoso de sus comentarios, la
inquisitiva mente de Ripley sentía crecer la curiosidad acerca del inusual
enfermo.
—¡Oh! Desde luego. Durante la revolución
farmacogenética de la segunda mitad del siglo XXI, se desarrolló una droga muy
específica para el tratamiento del SIR, la teocaína. Este fármaco se une a una
clase de receptores proteínicos en las membranas de las células del lóbulo
temporal y suprime la actividad neuronal que da lugar a la experiencia
religiosa. La teocaína causó la casi completa extinción de las religiones en el
mundo en menos de dos décadas, lo que llevó aparejado una considerable
disminución en la intensidad y el número de los conflictos armados en todo el
planeta, todo sea dicho —Tyrell se recostó en su confortable sillón. Sus
palabras eran casi el mismo discurso que soltaba sin excepción a sus alumnos de
psiquiatría al comienzo de cada curso académico.
—¿La teocaína no funciona con González?
—El caso de González se sale de lo común, y es un
tanto irónico, la verdad. González trabajaba como agregado en la reserva
italiana.
—¿La reserva? ¿A qué se refiere? —preguntó Ripley con
genuina extrañeza.
—Verá usted Ripley. Se puede decir que la teocaína borró
de facto las religiones de la faz de la Tierra. Pero no por completo.
Aquí y allí quedaron algunos grupúsculos que se negaron a usarla y se aferraron
con más fuerza que nunca a sus convicciones religiosas. Esto les acarreó un
rechazo casi unánime del resto de la sociedad, y se vieron condenados al
aislamiento y al ostracismo. Con el tiempo, esos creyentes se aislaron a sí
mismos en las llamadas reservas de religión, unas amplias zonas bien
delimitadas donde viven según sus reglas. Son gente que mantienen una
existencia de espaldas al resto de la sociedad. Algunos de ellos incluso
rechazan el uso de la tecnología moderna y aún utilizan teléfonos con
conexiones alámbricas y motores de combustión interna.
—Ya veo. He oído hablar alguna vez de esos lugares,
pero es un tema por el que nunca me he interesado demasiado. Además, tengo que
reconocer que no deja de ser un tanto estremecedor pensar cómo se puede vivir
en un sitio así. ¿Y qué hacía González en una reserva?
—Para su supervivencia, las reservas mantienen un
pequeño comercio de intercambio de productos agrícolas con las zonas
circundantes a las mismas. El trabajo de González era supervisar ese comercio,
funcionando como una especie de embajador del mundo exterior en la reserva
italiana. Por desgracia, sufrió un estúpido accidente en uno de sus viajes al
interior de la misma. Fue atropellado por alguien que circulaba con un
anticuado automóvil de conducción manual. Como consecuencia del accidente,
González sufrió un importante traumatismo craneoencefálico, para ser exactos en
la zona del lóbulo temporal. Eso hace que apenas reaccione al tratamiento con
teocaína, a pesar de las dosis considerablemente altas que le estamos
administrando.
—¿Qué hay de la neurocirugía?
Tyrell sacudió la cabeza.
—Todas las proyecciones computarizadas dan un
porcentaje de éxito en torno al trece por ciento, con una elevada probabilidad
de causar daños colaterales importantes. González no ha aceptado la
intervención y, la verdad, yo tampoco la recomiendo.
—¿Qué opciones le quedan entonces a González?
—Está en tratamiento de psicoterapia convencional, con
la idea de ayudarle a aceptar su condición. Es casi lo único que podemos hacer
por él. De hecho, en las últimas sesiones hemos estado discutiendo la
posibilidad de que González se marche a vivir de forma permanente a la reserva.
A fin de cuentas, la conoce bien y su condición le garantizaría una integración
no demasiado problemática. Incluso podría llegar a convertirse en un personaje
de cierta relevancia en esa sociedad, dadas las circunstancias —dijo Tyrell con
una casi imperceptible nota de tristeza.
Ripley asintió con gravedad. La habitual jovialidad de
su rostro parecía haberse evaporado como por encanto.
—Desafortunado González. Estar condenado a la religión
y ser consciente de ello. La verdad es que…
La frase de Ripley quedó cortada en seco por la cabeza
holográfica de la señorita Meyer, que se materializó, sin previo aviso, sobre
la mesa.
Tyrell enarcó las cejas sintiéndose un tanto
asombrado. En todos esos años de servicio, era la primera vez que su secretaria
violaba la santidad de su despacho de esa manera.
—Doctor Tyrell, lamento muchísimo la interrupción,
pero he recibido una llamada urgente de la clínica. Ha ocurrido algo terrible.
Se trata del señor González…
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©
Juan Nadie, Planeta Tierra, 2016.
Obra
inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative
(www.safecreative.org) con el número 1102228556525, con fecha de 22 de febrero
de 2011.
Todos
los derechos reservados. All rights
reserved.
Ilustración
de la portada: fotomontaje del autor.
Este relato fue originalmente publicado en mayo de 2009 en la
antología de relatos Dejad que os cuente
algo, una colección de 65 relatos cortos, escritos por veinte autores
diferentes, que se autoeditó a través del portal El Recreo.
Como todos los buenos sueños, efímero y precioso fue. Hoy día, el libro está
prácticamente descatalogado y el portal casi desvanecido en la inopia
electrónica.
Si quieres leer más relatos de Juan Nadie, puedes encontrarlos aquí.
Quedé atrapado desde el comienzo.
ResponderEliminarPor suerte, no llegaré a conocer la sociedad del año en que se desarrolla la acción del relato.
Lo que sí, lamento que la religiones continuarán perjudicando al hombre por mucho tiempo más, a decir de las apreciaciones vertidas en la particular historia relatada, con mucha maestría.
Gusté leerte, amigazo
Shalom
La religión ha sido y sigue siendo una de las grandes lacras de la enfermedad. En un futuro la religión quizá sea como en el relato, un triste remanente de una enfermedad del pasado. O quizá los habitantes del futuro vivan sometidos a una dictadura teocrática. Quien sabe. Como bien dices, no llegaremos a ver tan lejos.
ResponderEliminarGracias por leer y comentar, Beto.
Un saludo,