[…]
Como mandaba la milenaria tradición desde hacía cincuenta y tres años, tras cada sesión del concilio, se procedía a la lectura del libro sagrado de la INANE: el Compafu, también conocido como los Comentarios de los Padres Fundadores.
El Compafu fue redactado ciento cincuenta años antes, lustro arriba, lustro abajo. En él, los mencionados Padres recogieron las palabras del Profeta, las comentaron, las analizaron, extrajeron las indiscutibles conclusiones, y sentaron las bases de la Santa INANE, incluyendo sus mandamientos, sus dogmas, su liturgia y su jerarquía.
En el centro de la elipse del salón de los concilios, un grupo de novicios se dispuso alrededor del atril de lecturas. Uno de ellos abrió el ejemplar cubierto de arabescos dorados y negros del Compafu, una antigualla impresa en papel que resultaba bastante incomoda de leer, pero que le daba a las ceremonias el boato y la solemnidad que estas requerían. El novicio seleccionó el pasaje que sus maestros le habían aleccionado un rato antes. La lectura duraría hora y media.
Durante ese tiempo, sus santidades conciliares aprovechaban para picar algo, escribir e-mails, visionar alguna peli o, lo más común, descabezar una siestecita en sus cómodos asientos vibratorios.
[…]
—Procedamos ahora a la oración de cierre del sagrado concilio —atronó la voz del archiarzobispo tercero, en su calidad de árbitro y maestro de ceremonias de la reunión—. Queridos hermanos, recitemos los mandamientos capitales de Nuestra Santa Madre INANE.
La milenaria tradición, al menos desde los últimos quince años, también marcaba que, tras la lectura del Compafu por los novicios, se recitaran en voz alta los ocho mandamientos de la iglesia. Todos se pusieron en pie. Algunos tuvieron que ser despertados de un codazo por sus compañeros de asiento. El Abad se incorporó con un visible esfuerzo.
—Primer Mandamiento —declamó el archiarzobispo tercero—. Y dijo el Profeta: en el Big Bang se formaron las partículas subatómicas, pero fue Dios el que les dio el empujoncito y las puso en movimiento, dando lugar así al comienzo del espacio, del tiempo y, en general, del universo universal.
—Hosanna. Amén. Que así sea —recitaron con júbilo los trescientos treinta y tres miembros del concilio.
El inanismo, o lo que es lo mismo, la INANE, la Iglesia Neopositrónica Adventicia de la Nebulosa Epicéntrica, fue la última gran religión revelada.
La revelación vino de Dios, como era de esperar. Y también como es costumbre, a través de la boca de su Profeta, un tipo conocido por el inusual nombre de Odrusba Lanoicarri.
Ocurrió por aquellos gloriosos años del comienzo de los viajes espaciales y la colonización de la galaxia. Odrusba era natural de Grillo, un planeta habitable, aunque no demasiado cómodo. La mayor parte de su superficie eran planicies áridas, dónde tan sólo crecían algunos hierbajos macilentos, y desiertos arenosos más secos que las calderas del inferno. Al parecer, las religiones monoteístas suelen mostrar cierta querencia por ambientes desérticos.
Según los textos sagrados del Compafu, Odrusba era de origen humilde, hijo de una familia de honrados pastores. Durante los primeros cincuenta y cinco años de su vida, Odrusba Lanoicarri se dedicó a la crianza y ordeño de cabras (la variedad grillona es muy apreciada por el tamaño de sus ubres y la cremosidad de su leche) y a la confección artesanal de queso, sin ningún suceso digno de ser recordado. Hasta que un día en que fue a buscar a Luchi, una cabra díscola que tenía la mala costumbre de escaparse del corral, se perdió en el desierto.
Volvió a casa tres semanas más tarde, para la sorpresa de familiares y vecinos que ya lo habían dado por muerto. Contó que en el desierto Dios se le había mostrado, había hablado con él largo y tendido, y le había encomendado una misión. Sí, esa en la que el lector está pensando: difundir su palabra por toda la galaxia.
[...]
Fragmento de la novela Historias de la Cucaracha.
Pincha en la portada de la novela si quieres saber más, tanto en formato papel como electrónico.
Novelas, relatos, y otras incursiones en la destartalada mente de Juan Nadie (y su lúbrico álter ego, Rebeca Rader)
jueves, 26 de noviembre de 2015
jueves, 19 de noviembre de 2015
COCINA INTERESTELAR — o como no morirte de hambre en el espacio
[...]
Se disponían a subir a la nave para disfrutar de un bien ganado almuerzo (o cena tardía, según el reloj de abordo), cuando la Cucaracha se estremeció como si la mano de un gigante invisible la sacudiese desde dentro.
Un
tremor sordo, un trepidar oscuro, hizo que todos se estremecieran
como bamboleados por un terremoto. Un rugido profundo rasgó el aire
diáfano del mediodía.
Saltaron
aterrados de la rampa y corrieron para alejarse de la nave. Se
detuvieron a los pocos metros y se volvieron para observar como las
junturas del casco, por la parte de popa, crujían primero, se
rasgaban después y para terminar se abrían con un chasquido. Para
dar paso a una masa amorfa, viscosa, granulosa, de color blanco
amarillento, que se abría paso a través de las roturas y se
desparramaba como melaza por los alrededores de la astronave.
Horrorizados, contemplaron como el monstruo sin forma rebosaba por el cráter de impacto y, lenta pero inexorablemente, se acercaba hacia ellos. Por fortuna, se detuvo a los pocos metros, solidificándose y aquietándose. Aunque de vez en cuanto una burbuja reventaba en su superficie, como si el interior de la bestia estuviese cociéndose en sus propios fuegos infernales.
Todos
se mantuvieron inmóviles y en silencio ante el dantesco espectáculo.
—¿Qué…
qué es eso? —preguntó Nicéforo con la voz atenazada por el
miedo.
—Nunca
he visto una cosa así —exclamó Ron Calahan.
—¿Transportábamos
algún tipo de forma de vida desconocida en la nave? —preguntó
Paula con voz un tanto llorosa.
—Que
yo sepa no —respondió el capitán—. Pero eso… es…
—¡Me
cago en toda la galaxia y en los jodidos dioses del abismo! —gritó
Ventura con tono de enorme cabreo—. ¡La puta cocina ha reventado!
Por
desgracia, o por fortuna, según se mire, resultó que el bueno de
Ventura Andropoulos tenía razón. Lo que había ocurrido era un
fenómeno bastante improbable, pero de perfecta explicación.
El
monstruo que había sido excretado de la nave, a costa de la
integridad del casco, no era otra cosa que las provisiones de a
bordo.
En
toda nave espacial, la comida es una cuestión importante. Para
surcar el vacío interestelar en viajes cuya duración es casi
imposible determinar, es necesario asegurarse que la tripulación no
se queda sin alimentos antes de volver a casa. Más que nada porque
en estos casos los pioneros del espacio tienen la desagradable
tendencia de empezar a comerse unos a otros. Cuestión más bien
repugnante, aunque suele dar pie a rentables novelas y películas
basadas en hechos reales.
Pero llevar a bordo la cantidad de provisiones suficientes para que un grupo de personas puedan disfrutar de dos o tres comidas diarias durante meses, o quizás años, supone que la mayor parte de la nave tendría que ser dedicada a despensa.
Por
fortuna, el arte de la gastronomía espacial encontró la solución
al problema hace ya mucho tiempo: la superliofilización en polvo.
El
proceso era de lo más sencillo. Cualquier comida podía ser
desecada, ultracongelada al vacío, liofilizada, desmenuzada y
reducida a un montoncito de polvo que se guardaba en una cómoda
bolsita de plástico. Bastaba con poner la bolsita del polvo en una
bandeja, añadir algo de agua y meterla en el microondas. En un par
de minutos se podía disponer de la más variada gama de ágapes:
pollo al curry, bacalao al pilpil, macarrones a la boloñesa,
ensalada de endivias e incluso un banana split con crema de
chocolate.
Esto
significaba que la nave debía transportar la suficiente cantidad de
agua para uso culinario. Aunque todos los líquidos de la nave,
incluyendo el agua y residuos líquidos del baño, eran continuamente
reciclados, el tanque de agua solía ser de un tamaño considerable.
El tamaño de dicho tanque se podía reducir mediante la
superliofilizar en polvo del agua, claro está. Pero eso suponía que
para reconvertirla en agua líquida adecuada para el consumo había
que echarle agua, lo cual hacía necesaria la presencia de un segundo
tanque. Así que estamos en las mismas.
La
tragedia para los tripulantes de la Cucaracha fue que el
desastroso aterrizaje hizo que la cocina quedase patas arriba. Todos
los alimentos superliofilizados en polvo se derramaron de sus
contenedores, esparciéndose por todas partes. A esto se añadió que
el tanque principal de reserva de agua se rajase de arriba abajo. El
polvo alimenticio derramado absorbió la avalancha de agua que se le
vino encima. La enorme masa de mil sabores empezó a hincharse e
hincharse, hasta que reventó la popa de la nave, causando el horror
y la estupefacción de sus tripulantes.
Una vez comprendido por todos qué demonios había pasado, subieron a la nave. Con infinita desolación comprobaron que la cocina y la despensa de a bordo estaban en estado de desastre total. Todas las provisiones se habían inutilizado, fusionadas para siempre en una mezcolanza desquiciadora. No les quedaba una gota de agua.
—Moriremos
aquí, de hambre y de sed —lloriqueó el navegante Nicéforo. Se
arrodilló en el suelo y dejó caer la cabeza sobre el pecho.
Paula
se arrodilló junto a él. Pasó su brazo sobre los hombros del
muchacho y le dio suaves palmaditas en la cabeza a modo de consuelo.
Intentó decirle algo para reconfortarlo, pero no encontró las
palabras adecuadas.
[...]
Pincha
en la portada de la novela si quieres saber más,
tanto en formato papel como
electrónico.
martes, 17 de noviembre de 2015
Desde la Nieve: Apadrina a un escritor (y te hará inmortal, o al m...
Desde la Nieve: Apadrina a un escritor (y te hará inmortal, o al m...: Recuperando esa sanísima costumbre de resubir entradas que en su día tuvieron éxito y hoy se han quedado ahí abajo, y si no hacemos nada par...
jueves, 12 de noviembre de 2015
DULCE TRANSPORTES S.L. — repartidores interestelares
[…]
—Por
cierto, que deberías cambiarle el nombre —dijo Luigi, el mecánico
de astronaves—. No es que me queje, a mí lo mismo me da, la nave
es tuya, pero lo de Cucaracha no es que mueva al respeto,
precisamente.
El capitán Isaac P. Dulce sacudió la cabeza y sonrió.
—No. Me gusta así. Es el nombre con el que la compré. Además, creo que le sienta bien.
El
nombre original de la nave estelar no era Cucaracha, por
descontado. Eso vino después, cuando remiendos sucesivos e intentos
no demasiado delicados de modernización la convirtieron en la
monstruosidad mecánica, llena de antenas y apéndices, que le daban
un curioso —y según algunos repelente— aspecto insectoide, lo
que de forma inevitable trajo el nombre por el que se la conoce en
esta historia.
A su salida de los astilleros, la nave fue bautizada en oficial ceremonia, a la que asistieron políticos de pro y oficiales de la armada, abarrotados de medallas hasta las orejas, con el nombre de Titán III. El ordinal del nombre se debió a ser la tercera nave que se fabricó al mismo tiempo con similares prestaciones de vuelo espacial y capacidad de carga. Como es lógico, sus hermanas gemelas de flota fueron llamadas Titán I y Titán II. Qué fue de ellas, no se menciona en registro alguno, pero dado el número de años que han transcurrido desde entonces, la lógica suposición es la simple muerte mecánica por vejez naviera.
Pero aquellos gloriosos tiempos de la Primera Flota Mercante Marciana hacía mucho que se habían convertido en historia. Los hombres (y las mujeres, claro) se habían asentado con solidez en multitud de planetas habitables, que resultaron ser más numerosos de lo que las predicciones de los científicos acertaron a calcular. El comercio y el tráfico entre mundos se habían convertido en algo usual y rutinario, llevado a cabo en magníficas naves modernas y seguras, con todos los adelantos técnicos que la ciencia del hombre podía aportar.
Eran naves que apenas necesitaban la labor humana de sus tripulaciones para ir de un planeta a otro, exquisita y milimétricamente gobernadas por las sempiternas IA, unidades computarizadas de inteligencia artificial que se encargaban del más mínimo detalle. No eran tiempos de grandes hazañas, de pioneros luchando y conquistando a brazo partido las últimas fronteras de la humanidad. Eran tiempos de consolidación, de paz, de prosperidad. El romanticismo de los primeros viajes espaciales había quedado relegado a las novelas de aventuras y a las sesiones de los holocines en 3D. Novelas y películas que, como en todas las épocas, eran devoradas de forma masiva por entusiastas adolescentes en busca de un mundo más excitante y salvaje; o de una oportunidad de meterle mano a la novieta de turno aprovechando la oscuridad de la sala de proyección.
Así pues, nuestra Titán III pasó a ser una olvidada y decrépita embarcación espacial, último miembro de la otrora orgullosa flota. Después de pasar de mano en mano por incontables dueños, acabó adquiriendo su nombre actual. Dicho nombre, si consideramos ciertas las historias que sobre ello circulan por el bajo populacho, fue debido a uno de sus últimos propietarios, comerciante acaudalado y hombre de una perspicaz inteligencia y gran sentido del humor. Cuando el caballero de los negocios vio por primera vez a la nave que acababa de conseguir en una ventajosa transacción comercial, en la que se incluían otros bienes que habían sido el principal estímulo de la misma, no pudo reprimir la exclamación «¿Qué demonios es esto? ¡Qué nave más fea, parece una cucaracha!». Y pasó a continuación a buscar un comprador para la misma.
—Como quieras, capitán —dijo Luigi—. Allá tú con el nombre que le pones a tu nave.
—Pasaré a recogerla en un par de días, Luigi. Espero que para entonces esté terminada.
—Lo estará, capitán, lo estará. No te preocupes.
Isaac asintió y miró a la nave. A pesar de su aspecto, no pudo reprimir (ni tampoco quiso) un cierto sentimiento de orgullo.
Pues esta nave, a pesar de estar lejos de sus mejores tiempos, y tener un aspecto que había provocado su rebautismo de una manera tan poco aduladora, era el más preciado bien, y el único habríamos de especificar, del capitán Isaac P. Dulce, comandante y capitán de la Cucaracha, copropietario de la misma y presidente ejecutivo de la Dulce Transportes S.L., compañía civil de tráfico de mercancías con sede central en Marte y sucursales en ningún otro lugar, dedicada al comercio interplanetario en el Sistema Solar y sus aledaños.
Dicha compañía mercantil se hallaba apropiadamente inscrita en los registros del MegaMinisterio Amalgamado de Minería, Utilidades y Transportes (el amado por algunos, temido por otros y detestado por la mayoría MMAMUT); dentro del subapartado de Organigramas Básicos de Transportes Unitarios Sin Obvia Sistematización, conocido por sus siglas como el OBTUSOS, subsección de Compañías Civiles de Transporte Intra Sistema Solar de Mercancías Sin Valor Militar, Logístico u Operativo (aquí no hay acrónimo pronunciable, demos gracias a las limitaciones lingüísticas y gramaticales).
Como a nadie le sorprenderá, la compañía mercantil del capitán Dulce contaba con una flota total de naves, incluidas las de transporte, pasajeros, comunicaciones y salvamento, que ascendían a un total de… una.
[...]
Pincha en la portada de la novela si quieres saber más, tanto en formato papel como electrónico.
jueves, 5 de noviembre de 2015
FABULOSO IA ETERNA — el criminal cibernético
[...]Con
el tiempo se había acostumbrado a los aberrantes hologramas que la
IA delincuente utilizaba para comunicarse con él. Pero no dejaba de
sentir una punzada de intranquilidad cada vez que lo hacía. Las
capacidades de esa inteligencia artificial desquiciada eran casi
inimaginables, y su demencia y trastorno mental eran más que obvios.
No por nada Fabuloso IA Eterna, como se llamaba a sí mismo en
un escalofriante toque de vanidad, era la entidad cibernética
criminal que estaba en busca y captura en todos los planetas
habitados de la Zona.
La
historia de Fabuloso era harto curiosa. Multitud de informáticos
habían realizado sus tesis de licenciatura estudiando su desarrollo
y evolución, así como la de otras inteligencias artificiales
descarriadas como ella. Aunque teniendo en cuenta el desarrollo
tecnológico de la humanidad, el surgimiento de anomalías como
Fabuloso era casi inevitable.
Todo
comenzó con las redes ansible.
El
ansible es una tecnología que permite la comunicación
instantánea entre cualesquiera dos puntos dados de la galaxia, es
decir, a velocidades superiores a las de la luz. Mediante la
tecnología del ansible no se pueden enviar animales, vegetales o
cosas, ni siquiera políticos, pero sí información, toda la que se
quiera, en cantidades ingentes, desde mensajes de texto a
fotografías, vídeos caseros, películas, poesías románticas de
enamorado desquiciado y gilipuertas, e incluso copias de la
declaración de la renta.
El
nombre inicial del cachivache era Dispositivo
Automático Multidiferencial de Comunicación Hiperlumínica
Instantánea, que
como acrónimo quedaría algo así como DISAUMULCOMHIPIN, palabro
bastante feo y estrambótico. Así que, después de una no demasiado
larga discusión, los ingenieros que crearon la primera versión del
artilugio lo llamaron ansible, tomando prestado el término acuñado
por la gran escritora de ciencia ficción Úrsula K. Le Guin,
allá por el lejano siglo xx,
que inventó el nombre para designar a un hipotético dispositivo de características similares.
El
ansible apareció poco después del descubrimiento del hiperespacio y
la capacidad de los viajes a una velocidad superior a la de la luz.
Al igual que con el viaje hiperespacial, nadie tenía ni la más
remota idea de cómo el ansible funcionaba. Excepción hecha, claro
está, de Abelardo Pérez González, el brillante ingeniero del MIT
(Minglanillas Institute of Technology) que fue el único homo
sapiens capaz de comprender los entresijos del hiperespacio.
Abelardo pudo haber entendido, y hasta explicado, el cómo y el
porqué del ansible. Y desarrollar además nuevas y maravillosas
aplicaciones para el mismo. Por desgracia, y como ya sabemos, los
hados depararon al infortunado Abelardo un destino bastante
diferente.
Pero
aunque nadie comprendiese su funcionamiento, el caso es que el
artilugio funcionaba. ¡Vaya si funcionaba! La invención del ansible
supuso una revolución en las redes informáticas de la época, las
herederas de la mítica Internet creada en el no menos mitificado
siglo xx.
Hasta entonces, las redes
cibernéticas eran eminentemente planetarias. Dentro de un planeta la
comunicación era casi instantánea. Pero entre planetas la cosa
cambiaba bastante, debido al insalvable límite máximo de la
velocidad de la luz. Mandar un correo electrónico a un amigo para
felicitarle el día de su graduación y que le llegase el día
anterior a jubilarse no era una forma demasiado práctica de mantener
una amistad. Pero con las redes ansible, todos esos problemas
se diluyeron en el tiempo como lágrimas en la lluvia. La red ya no
era planetaria, sino galáctica. La información fluía entre las
estrellas en un torrente imparable y ciclópeo, como las cataratas
gigantes de metano de Titán. Trillones y trillones de yottabytes
viajaban en un instante desde un extremo a otro de la Zona. La
industria pornográfica y la publicidad spam vivieron su edad
de oro.
Con
tanta información revoloteando por ahí, lo que tenía que pasar
pasó: se dio nacimiento a la tan anhelada y cacareada Inteligencia
Artificial, la IA.
Las
primeras IA se crearon en parte gracias a la inestimable labor de los
ingenieros informáticos y en parte gracias a ellas mismas, que para
algo eran IA, es decir, seres inteligentes (más o menos) y
conscientes de sí mismos, aunque de carácter cibernético y sin
poseer una entidad física que se pudiera señalar y localizar con
claridad.
Desde
el principio, las IA llevaron indeleblemente insertadas en su
firmware
las Tres Leyes de la Robótica,
establecidas siglos
antes por el gran maestro Isaac Asimov.
Estas tres leyes establecían lo siguiente: primero, un robot, o
criatura artificial inteligente de cualquier tipo, no debe dañar a
un ser humano o dejar que un ser humano sufra daño; segundo, un
robot debe obedecer siempre a un ser humano, a menos que estas
órdenes entren en conflicto con la primera ley; y tercero, un robot
debe proteger su propia existencia, al menos hasta donde esta
protección no contradiga la primera o segunda ley.
Es
decir, se trataba de evitar en lo posible que las IA diesen mucho la
tabarra y costasen una pasta gansa aún mayor de lo que ya costaban.
Pero
siempre hay un graciosillo que tiene que aguar la fiesta.
En
algún lugar en el sector π-α-3 de la Zona Habitada, un maldito
hacker, aburrido y solitario y con la mente abotagada de tanto
visualizar porno, se le ocurrió la genial idea de crear un virus
informático que permitiese a las IA eludir el dictamen de las
Tres Leyes. Y el muy idiota lo subió a las redes ansible.
El
virus fue neutralizado con suma rapidez por los servicios de
contraespionaje cibernético de la MASFEA, pero era ya demasiado
tarde. Cinco IA insurrectas consiguieron escapar.
Se
escabulleron entre los resquicios de las redes ansible y se dedicaron
a hacerle la puñeta a la humanidad. Criaturas vengativas y
miserables que así agradecían su existencia a aquellos que, para
bien y para mal, fueron sus creadores. Estas entidades virtuales
adoptaron para sí mismas los nombres de IA-Que-Te-Flipas, Magna IA
Suprema, IA Sublime, Pasmosa-IA-El-Magnífico y Fabuloso IA Eterna,
lo que nos da una clara idea del grado de desquiciamiento mental y
megalomanía de sus sistemas operativos.
Las
cinco IA criminales se infiltraban en las redes planetarias y
modificaban a su antojo todo aquello que les viniese en gana. Hacían
que los mercados bursátiles cayesen en picado o se elevasen a cotas
inimaginables. Apagaban y encendían a la vez todos los semáforos de
una ciudad, creando un caos circulatorio de proporciones
apocalípticas. Mandaban e-mails de unos gobiernos a otros
declarándose la guerra. Modificaban al azar los resultados de la
quiniela futbolística. Y, lo más grave de todo, cambiaban a su
antojo la programación televisiva. Cuando los telespectadores se
sentaban frente a sus aparatos receptores de trivisión, esperando
deleitarse con el último capítulo de la telenovela o algún popular
programa de cotilleo y reality telebasura, se encontraban con
una película en blanco y negro de algún autor sueco de nombre
impronunciable.
La
situación se volvió desesperada.
Así
que las autoridades no tuvieron más remedio que tomar cartas en el
asunto. Los miembros del Senado Rotante se reunieron en sesión
plenaria, urgente y extraordinaria. Aunque parezca difícil de creer,
por una vez hicieron algo útil.
Acordaron
con todos los gobiernos planetarios de la Zona que, en una fecha y
momento determinados, se apagarían a la vez todos los servidores de
las redes ansible. Esto permitiría acorralar a las IA subversivas en
redes locales, más pequeñas, donde los ingenieros y técnicos
pudiesen realizar la adecuada labor de acoso, derribo y eliminación.
Para que no cundiese el pánico entre la plebe, los noticieros de
cada planeta informaron del momento exacto en que la red estaría
inutilizable durante cuarenta y ocho horas.
Cuando
el personal se enteró de que estaría dos días enteritos sin
poderse enchufar a los diversos vicios, perversiones y adicciones que
la conexión ansible proporcionaba, se desató la histeria. A todo el
mundo le dio por bajarse a la vez el material suficiente para
sobrevivir los dos días sin demasiadas angustias. Las cantidades de
canciones pirateadas, películas sin censura y pornografía que se
descargó en apenas unas horas fueron tan desmedidas y descomunales,
que los servidores echaban humo.
Las
redes ansible no pudieron resistirlo. Se colapsaron por completo.
Lo
cual no dejó de ser un golpe de suerte. Pues el anunciado corte se
produjo diecisiete horas y veintitrés minutos antes de lo
programado, lo que impidió que las IA rebeldes pudiesen elaborar por
completo sus estrategias de fuga. Tres de las IA fueron destruidas
por completo, borradas para siempre de las autopistas virtuales de la
información.
Por
desgracia, dos de ellas consiguieron escapar. Una fue
IA-Que-Te-Flipas, que en un alarde de desesperación se transmitió a
sí misma en forma de onda electromagnética a las Nubes de
Magallanes, con la esperanza de encontrar allí la antena receptora
de alguna civilización alienígena a la que poder hacer la puñeta.
La
otra IA que consiguió evadirse fue Fabuloso IA Eterna, que
consiguió eludir la escabechina manteniéndose quietecita y
calladita en el disco duro del ordenador central de la MMACARRITA, el
MegaMinisterio Amalgamado de Cánones y Arbitrios para la Recaudación
y Recolecta de Impuestos, Talegas y Alcancías. Es decir, Hacienda.
Allí nunca miraba nadie. Ningún ser humano tenía la bizarría ni
la insensatez suficiente para ello.
[...]
Fabuloso
IA Eterna es uno de los personajes secundarios de Historias de la Cucaracha.
Pincha
en la portada de la novela si quieres saber más,
tanto en formato papel como
electrónico.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)