[...]
Se disponían a subir a la nave para disfrutar de un bien ganado almuerzo (o cena tardía, según el reloj de abordo), cuando la Cucaracha se estremeció como si la mano de un gigante invisible la sacudiese desde dentro.
Un
tremor sordo, un trepidar oscuro, hizo que todos se estremecieran
como bamboleados por un terremoto. Un rugido profundo rasgó el aire
diáfano del mediodía.
Saltaron
aterrados de la rampa y corrieron para alejarse de la nave. Se
detuvieron a los pocos metros y se volvieron para observar como las
junturas del casco, por la parte de popa, crujían primero, se
rasgaban después y para terminar se abrían con un chasquido. Para
dar paso a una masa amorfa, viscosa, granulosa, de color blanco
amarillento, que se abría paso a través de las roturas y se
desparramaba como melaza por los alrededores de la astronave.
Horrorizados, contemplaron como el monstruo sin forma rebosaba por el cráter de impacto y, lenta pero inexorablemente, se acercaba hacia ellos. Por fortuna, se detuvo a los pocos metros, solidificándose y aquietándose. Aunque de vez en cuanto una burbuja reventaba en su superficie, como si el interior de la bestia estuviese cociéndose en sus propios fuegos infernales.
Todos
se mantuvieron inmóviles y en silencio ante el dantesco espectáculo.
—¿Qué…
qué es eso? —preguntó Nicéforo con la voz atenazada por el
miedo.
—Nunca
he visto una cosa así —exclamó Ron Calahan.
—¿Transportábamos
algún tipo de forma de vida desconocida en la nave? —preguntó
Paula con voz un tanto llorosa.
—Que
yo sepa no —respondió el capitán—. Pero eso… es…
—¡Me
cago en toda la galaxia y en los jodidos dioses del abismo! —gritó
Ventura con tono de enorme cabreo—. ¡La puta cocina ha reventado!
Por
desgracia, o por fortuna, según se mire, resultó que el bueno de
Ventura Andropoulos tenía razón. Lo que había ocurrido era un
fenómeno bastante improbable, pero de perfecta explicación.
El
monstruo que había sido excretado de la nave, a costa de la
integridad del casco, no era otra cosa que las provisiones de a
bordo.
En
toda nave espacial, la comida es una cuestión importante. Para
surcar el vacío interestelar en viajes cuya duración es casi
imposible determinar, es necesario asegurarse que la tripulación no
se queda sin alimentos antes de volver a casa. Más que nada porque
en estos casos los pioneros del espacio tienen la desagradable
tendencia de empezar a comerse unos a otros. Cuestión más bien
repugnante, aunque suele dar pie a rentables novelas y películas
basadas en hechos reales.
Pero llevar a bordo la cantidad de provisiones suficientes para que un grupo de personas puedan disfrutar de dos o tres comidas diarias durante meses, o quizás años, supone que la mayor parte de la nave tendría que ser dedicada a despensa.
Por
fortuna, el arte de la gastronomía espacial encontró la solución
al problema hace ya mucho tiempo: la superliofilización en polvo.
El
proceso era de lo más sencillo. Cualquier comida podía ser
desecada, ultracongelada al vacío, liofilizada, desmenuzada y
reducida a un montoncito de polvo que se guardaba en una cómoda
bolsita de plástico. Bastaba con poner la bolsita del polvo en una
bandeja, añadir algo de agua y meterla en el microondas. En un par
de minutos se podía disponer de la más variada gama de ágapes:
pollo al curry, bacalao al pilpil, macarrones a la boloñesa,
ensalada de endivias e incluso un banana split con crema de
chocolate.
Esto
significaba que la nave debía transportar la suficiente cantidad de
agua para uso culinario. Aunque todos los líquidos de la nave,
incluyendo el agua y residuos líquidos del baño, eran continuamente
reciclados, el tanque de agua solía ser de un tamaño considerable.
El tamaño de dicho tanque se podía reducir mediante la
superliofilizar en polvo del agua, claro está. Pero eso suponía que
para reconvertirla en agua líquida adecuada para el consumo había
que echarle agua, lo cual hacía necesaria la presencia de un segundo
tanque. Así que estamos en las mismas.
La
tragedia para los tripulantes de la Cucaracha fue que el
desastroso aterrizaje hizo que la cocina quedase patas arriba. Todos
los alimentos superliofilizados en polvo se derramaron de sus
contenedores, esparciéndose por todas partes. A esto se añadió que
el tanque principal de reserva de agua se rajase de arriba abajo. El
polvo alimenticio derramado absorbió la avalancha de agua que se le
vino encima. La enorme masa de mil sabores empezó a hincharse e
hincharse, hasta que reventó la popa de la nave, causando el horror
y la estupefacción de sus tripulantes.
Una vez comprendido por todos qué demonios había pasado, subieron a la nave. Con infinita desolación comprobaron que la cocina y la despensa de a bordo estaban en estado de desastre total. Todas las provisiones se habían inutilizado, fusionadas para siempre en una mezcolanza desquiciadora. No les quedaba una gota de agua.
—Moriremos
aquí, de hambre y de sed —lloriqueó el navegante Nicéforo. Se
arrodilló en el suelo y dejó caer la cabeza sobre el pecho.
Paula
se arrodilló junto a él. Pasó su brazo sobre los hombros del
muchacho y le dio suaves palmaditas en la cabeza a modo de consuelo.
Intentó decirle algo para reconfortarlo, pero no encontró las
palabras adecuadas.
[...]
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