jueves, 12 de noviembre de 2015

DULCE TRANSPORTES S.L. — repartidores interestelares

[…]
Por cierto, que deberías cambiarle el nombre —dijo Luigi, el mecánico de astronaves—. No es que me queje, a mí lo mismo me da, la nave es tuya, pero lo de Cucaracha no es que mueva al respeto, precisamente.

El capitán Isaac P. Dulce sacudió la cabeza y sonrió.

No. Me gusta así. Es el nombre con el que la compré. Además, creo que le sienta bien.
 El nombre original de la nave estelar no era Cucaracha, por descontado. Eso vino después, cuando remiendos sucesivos e intentos no demasiado delicados de modernización la convirtieron en la monstruosidad mecánica, llena de antenas y apéndices, que le daban un curioso —y según algunos repelente— aspecto insectoide, lo que de forma inevitable trajo el nombre por el que se la conoce en esta historia.

A su salida de los astilleros, la nave fue bautizada en oficial ceremonia, a la que asistieron políticos de pro y oficiales de la armada, abarrotados de medallas hasta las orejas, con el nombre de Titán III. El ordinal del nombre se debió a ser la tercera nave que se fabricó al mismo tiempo con similares prestaciones de vuelo espacial y capacidad de carga. Como es lógico, sus hermanas gemelas de flota fueron llamadas Titán I y Titán II. Qué fue de ellas, no se menciona en registro alguno, pero dado el número de años que han transcurrido desde entonces, la lógica suposición es la simple muerte mecánica por vejez naviera.

Pero aquellos gloriosos tiempos de la Primera Flota Mercante Marciana hacía mucho que se habían convertido en historia. Los hombres (y las mujeres, claro) se habían asentado con solidez en multitud de planetas habitables, que resultaron ser más numerosos de lo que las predicciones de los científicos acertaron a calcular. El comercio y el tráfico entre mundos se habían convertido en algo usual y rutinario, llevado a cabo en magníficas naves modernas y seguras, con todos los adelantos técnicos que la ciencia del hombre podía aportar.

Eran naves que apenas necesitaban la labor humana de sus tripulaciones para ir de un planeta a otro, exquisita y milimétricamente gobernadas por las sempiternas IA, unidades computarizadas de inteligencia artificial que se encargaban del más mínimo detalle. No eran tiempos de grandes hazañas, de pioneros luchando y conquistando a brazo partido las últimas fronteras de la humanidad. Eran tiempos de consolidación, de paz, de prosperidad. El romanticismo de los primeros viajes espaciales había quedado relegado a las novelas de aventuras y a las sesiones de los holocines en 3D. Novelas y películas que, como en todas las épocas, eran devoradas de forma masiva por entusiastas adolescentes en busca de un mundo más excitante y salvaje; o de una oportunidad de meterle mano a la novieta de turno aprovechando la oscuridad de la sala de proyección.

Así pues, nuestra Titán III pasó a ser una olvidada y decrépita embarcación espacial, último miembro de la otrora orgullosa flota. Después de pasar de mano en mano por incontables dueños, acabó adquiriendo su nombre actual. Dicho nombre, si consideramos ciertas las historias que sobre ello circulan por el bajo populacho, fue debido a uno de sus últimos propietarios, comerciante acaudalado y hombre de una perspicaz inteligencia y gran sentido del humor. Cuando el caballero de los negocios vio por primera vez a la nave que acababa de conseguir en una ventajosa transacción comercial, en la que se incluían otros bienes que habían sido el principal estímulo de la misma, no pudo reprimir la exclamación «¿Qué demonios es esto? ¡Qué nave más fea, parece una cucaracha!». Y pasó a continuación a buscar un comprador para la misma.

Como quieras, capitán —dijo Luigi—. Allá tú con el nombre que le pones a tu nave.

Pasaré a recogerla en un par de días, Luigi. Espero que para entonces esté terminada.

Lo estará, capitán, lo estará. No te preocupes.

Isaac asintió y miró a la nave. A pesar de su aspecto, no pudo reprimir (ni tampoco quiso) un cierto sentimiento de orgullo.

Pues esta nave, a pesar de estar lejos de sus mejores tiempos, y tener un aspecto que había provocado su rebautismo de una manera tan poco aduladora, era el más preciado bien, y el único habríamos de especificar, del capitán Isaac P. Dulce, comandante y capitán de la Cucaracha, copropietario de la misma y presidente ejecutivo de la Dulce Transportes S.L., compañía civil de tráfico de mercancías con sede central en Marte y sucursales en ningún otro lugar, dedicada al comercio interplanetario en el Sistema Solar y sus aledaños.

Dicha compañía mercantil se hallaba apropiadamente inscrita en los registros del MegaMinisterio Amalgamado de Minería, Utilidades y Transportes (el amado por algunos, temido por otros y detestado por la mayoría MMAMUT); dentro del subapartado de Organigramas Básicos de Transportes Unitarios Sin Obvia Sistematización, conocido por sus siglas como el OBTUSOS, subsección de Compañías Civiles de Transporte Intra Sistema Solar de Mercancías Sin Valor Militar, Logístico u Operativo (aquí no hay acrónimo pronunciable, demos gracias a las limitaciones lingüísticas y gramaticales).

Como a nadie le sorprenderá, la compañía mercantil del capitán Dulce contaba con una flota total de naves, incluidas las de transporte, pasajeros, comunicaciones y salvamento, que ascendían a un total de… una.
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Fragmento de la novela Historias de la Cucaracha.


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