La reunión
en Burgos tenía un nombre largo y ampuloso que incluía la expresión «para la
mejora de las relaciones internacionales». Pero todos los asistentes sabían que
la razón de la cumbre no era tanto la buena voluntad política como la búsqueda
del beneficio económico. Además de presentar la ponencia inaugural de la
cumbre, Ulises había llegado a Burgos a firmar una serie de suculentos
contratos con el Gobierno español.
—Acompáñeme
por favor, señor Tyrell —invitó con un gesto de la mano la presidenta Sofía de
Borbón—. Todo está listo para que presente usted su ponencia inaugural, arriba,
en el Salón del Trono.
Ulises
Tyrell asintió y se dispuso a seguir a la presidenta hacia la escalera
alfombrada que conducía a la primera planta del palacio.
Empezaba a girarse
cuando notó un movimiento extraño a su derecha.
Uno de los
supuestos periodistas guardaba en el bolsillo de su cazadora el móvil con el
que había estado sacando fotos a Ulises y a la señora presidenta. Pero sus
gestos resultaban raros, como faltos de coordinación. Una mano guardaba el
móvil en el bolsillo, mientras la otra buceaba bajo la axila.
Entonces
Ulises lo supo. El hombre estaba a punto de sacar un arma.
—¡Liberad a
los elegidos! —gritó el hombre con todas las fuerzas de su garganta. Extrajo
una pistola automática de la sobaquera y apuntó hacia la pareja formada por
Ulises y Sofía.
Los miembros de seguridad de la señora presidenta y los soldados apostados a la entrada del Palacio reaccionaron de inmediato. El zaguán se llenó del sonido de las armas al amartillarse.
Ninguno de
ellos, sin embargo, hubiese llegado a tiempo.
No hizo
falta.
Un único
disparo tronó bajo el techo artesonado del zaguán.
Una flor
roja se abrió en la frente del atacante. La nuca y buena parte del cráneo
salieron disparados hacia atrás, en una mezcla de fragmentos de hueso, materia
gris y grumos espesos de sangre.
El tipo se
desplomó sin llegar a culminar su ataque.
El horror y
el pasmo brillaban con luz propia en el rostro de la presidenta Sofía, que
había adquirido el tono del marfil viejo. Los soldados y los miembros de la
seguridad apuntaron a todos lados y recorrieron el zaguán. No había más
atacantes. Dos soldados se llevaron el cadáver del terrorista. Alguien se
apresuró a echar una manta sobre la gran mancha sangrienta que ensuciaba las
pulidas baldosas.
Con rostro
impasible, Ulises Tyrell se limitó a guardar el revólver recién disparado en su
funda, sujeta al cinturón y oculta por los faldones de la chaqueta. El cañón
aún humeaba.
—Buena
puntería, señor Tyrell. Y buenos reflejos —dijo el general de división que lo
recibió en la escalinata del Palacio de Capitanía.
—Gracias,
general. Suelo practicar con regularidad.
—¿Balas
explosivas?
—Tienen una
mayor efectividad.
La
presidenta Sofía de Borbón se recuperó en cuestión de segundos. El color había
vuelto a su rostro.
—Dígame,
señor Tyrell. ¿Suele usted ir armado? —preguntó.
—Vivimos
tiempos peligrosos, señora presidenta. Cualquier precaución es poca si queremos
sobrevivir al Ragnarök.
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Extracto de Ragnarök,
la novena transición, la nueva novela de Juan Nadie.