En
febrero de 2029 la Tyrell-Tagaca Corporation lanzó al mercado un
modelo móvil del lector tomográfico computarizado de variaciones
cuánticas neuronales (VCN), más popularmente conocido como el
lector de almas.
Del
tamaño de un teléfono celular, el lector de almas móvil estaba
acoplado mediante señales infrarrojas a una banda elástica que se
colocaba alrededor de la frente del sujeto a analizar. Su precio era
módico y al alcance de casi cualquier tipo de bolsillo. Fue el
primer producto de la historia comercial de la Tierra cuyo número de
ejemplares vendidos estuvo a punto de igualar a la población
mundial.
Ahora estaba al alcance de cualquiera el saber quién de sus
vecinos, de sus amistades o incluso de los miembros de su propia
familia era el portador de esas diminutas variaciones en la actividad
neuronal.
Como antes lo había sido el reloj de muñeca o el teléfono
móvil, todo el mundo caminaba con un lector de almas portátil en el
bolsillo. Cualquiera podía exigir a otro el ser sometido a la
prueba, en cualquier momento y lugar. En vez de un «buenos días,
¿qué tal?», el saludo se convirtió en un intercambio de bandas
magnéticas ajustadas a la frente y lecturas nerviosas en la pantalla
del lector. Sólo cuando el resultado negativo era confirmado, las
sonrisas aparecían en los semblantes. No se contrataba a un nuevo
empleado, no se entraba en un local público, no se entablaba amistad
con nadie y no se hacía el amor con nadie hasta que la lectura
hubiese sido confirmada.
Negarse a
ser sometido a la prueba equivalía a una sentencia de muerte. Porque
aquellos que dieron positivo en el test, los llamados portadores de
almas, fueron masacrados. Una humanidad paupérrima y hambrienta, que
de forma voluntaria había renunciado al placebo del consuelo
religioso, volcó su furia y su frustración sobre los que
consideraba culpables de su ruina y la causa de todas sus desdichas.
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Extracto de Ragnarök, la novena transición, la nueva novela de Juan Nadie.
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