La Reserva
se construyó en poco menos de un año, desde finales del 2035 hasta noviembre
del 2036. Los árboles fueron talados y los tocones arrancados. Las excavadoras
sacaron la tierra y dejaron las zanjas y huecos listos para los cimientos.
Todos los edificios de la Reserva se construyeron mediante impresión 3D. Las impresoras eran unas gigantescas grúas operadas por ordenador mediante programas informáticos. Con el método de impresión por inyección, elevaban paredes y muros capa tras capa de una mezcla de hormigón y fibra de cristal que se secaba en menos de cuarenta y ocho horas y ofrecía una resistencia y durabilidad extremas. Un material que permitía la fabricación de piezas enormes, de gran ligereza y a la vez de gran resistencia mecánica. Los edificios construidos con esta tecnología presentaban unas características de aislamiento acústico, hídrico y térmico superiores a cualquier técnica anterior. En el mismo proceso de impresión se instalaban las tuberías, el cableado eléctrico y los conductos para el aire acondicionado. Sólo puertas, ventanas y pequeños apliques eran colocados de forma manual.
Todos los edificios de la Reserva se construyeron mediante impresión 3D. Las impresoras eran unas gigantescas grúas operadas por ordenador mediante programas informáticos. Con el método de impresión por inyección, elevaban paredes y muros capa tras capa de una mezcla de hormigón y fibra de cristal que se secaba en menos de cuarenta y ocho horas y ofrecía una resistencia y durabilidad extremas. Un material que permitía la fabricación de piezas enormes, de gran ligereza y a la vez de gran resistencia mecánica. Los edificios construidos con esta tecnología presentaban unas características de aislamiento acústico, hídrico y térmico superiores a cualquier técnica anterior. En el mismo proceso de impresión se instalaban las tuberías, el cableado eléctrico y los conductos para el aire acondicionado. Sólo puertas, ventanas y pequeños apliques eran colocados de forma manual.
No hubo
cuadrillas de albañiles encaramados en andamios. Un dedo pulsaba «enter» en el
ordenador y en menos de un día las impresoras construían una casa de varias
plantas.
Un huerto
solar, con paneles fotovoltaicos de última generación, de alta eficiencia a
base de láminas de grafeno, y varios aerogeneradores, surtían a la Reserva de
casi toda la energía que necesitaba. El exceso de energía solar se utilizaba
para elevar, mediante bombas eléctricas, el agua hasta un enorme depósito
encaramado a quince metros del suelo sobre gigantescos pilotes de hormigón. En
las horas de oscuridad, o cuando no soplaba el viento suficiente, se habría la
compuerta del depósito. El agua al caer activaba varias pequeñas hidroturbinas
que proporcionaban el fluido eléctrico necesario.
Uno de los
edificios pequeños no tenía ventanas ni claraboyas, ni adornos en la fachada,
ni tejados colgantes ni arriates a su alrededor. Estaba pintado de gris con una
gruesa franja roja que lo rodeaba en su totalidad. Sólo dos puertas, en lados
opuestos de la construcción, permitían el acceso. Todos lo llamaban «la pila». No
era una broma. Eso es exactamente lo que era. Casi todo el volumen de su
interior estaba ocupado por enormes biobaterías de alta densidad, apiladas en
estantes y anaqueles, y rellenas de maltodextrina, un polímero de la glucosa.
Las biobaterías tenían una capacidad de almacenamiento en amperios-hora varios
órdenes de magnitud superior a cualquier batería de plomo, níquel o litio.
La
producción en la granja y en los huertos proporcionaba buena parte de los
alimentos que se consumían. A pesar de ello, recibían suministros. Cada semana
llegaban los enormes helicópteros de transporte desde Ciudad Cúpula. Se
utilizaban para el transporte de alimentos, ropa, material, gasoil para los
vehículos híbridos, personal y, por supuesto, las preciosas muestras de sangre
y tejidos. Aunque la Reserva podía mantenerse aislada y vivir de sus propios
recursos durante muchos meses.
Todos esos
ejemplos de tecnología sostenible, y un reciclaje casi del cien por cien de los
residuos, hacían de la Reserva un magnífico ejemplo de pequeña ciudad ecológica
y autosuficiente.
No dejaba de
ser irónico que el prodigio tecnológico soñado por muchos durante décadas se
había hecho por fin realidad en lo que, por mucho que se adornase, no dejaba de
ser una cárcel.
El último
campo de concentración de la Historia.
Si
sobrevivían a la caza, al cautiverio y al transporte, los portadores de almas
acababan allí. El único lugar del mundo, en las desiertas tierras del sur de la
Península Ibérica, donde se les permitía vivir. Aunque fuese a costa de su
libertad.
A pesar del
odio que el resto de la humanidad había mostrado hacia ellos, los portadores de
almas parecían ser el tesoro más preciado de la Tyrell-Tagaca Corporation.
Nadie parecía saber por qué.
Los portadores eran sólo un incómodo estorbo del
que todos los países estaban deseando librarse. Una anomalía que casi le costó
al mundo su propia existencia. Cuando la Tyrell ofreció construir la Reserva y
convertirse en el custodio de los pocos portadores supervivientes al
holocausto, el resto del mundo accedió encantado.
Por qué
Ulises Tyrell había gastado en el proceso una ingente cantidad de dinero,
esfuerzo y recursos era algo que muchos se preguntaban, pero que sólo él y sus
allegados sabían.
Cuando los
medios de comunicación le preguntaban sus razones, Ulises se limitaba a esbozar
una sonrisa de dientes de marfil y a fijar su penetrante mirada en los ojos del
encuestador. Su respuesta era invariablemente la misma: «Mi pasión es la
genética».
Los rumores
y teorías sobre qué hacía la T&T con los portadores de almas eran legión.
_____________________________________________
Extracto de Ragnarök,
la novena transición, la nueva novela de Juan Nadie.
No hay comentarios:
Publicar un comentario