lunes, 24 de octubre de 2016

La Reserva

La Reserva se construyó en poco menos de un año, desde finales del 2035 hasta noviembre del 2036. Los árboles fueron talados y los tocones arrancados. Las excavadoras sacaron la tierra y dejaron las zanjas y huecos listos para los cimientos. 

Todos los edificios de la Reserva se construyeron mediante impresión 3D. Las impresoras eran unas gigantescas grúas operadas por ordenador mediante programas informáticos. Con el método de impresión por inyección, elevaban paredes y muros capa tras capa de una mezcla de hormigón y fibra de cristal que se secaba en menos de cuarenta y ocho horas y ofrecía una resistencia y durabilidad extremas. Un material que permitía la fabricación de piezas enormes, de gran ligereza y a la vez de gran resistencia mecánica. Los edificios construidos con esta tecnología presentaban unas características de aislamiento acústico, hídrico y térmico superiores a cualquier técnica anterior. En el mismo proceso de impresión se instalaban las tuberías, el cableado eléctrico y los conductos para el aire acondicionado. Sólo puertas, ventanas y pequeños apliques eran colocados de forma manual. 

No hubo cuadrillas de albañiles encaramados en andamios. Un dedo pulsaba «enter» en el ordenador y en menos de un día las impresoras construían una casa de varias plantas.
Un huerto solar, con paneles fotovoltaicos de última generación, de alta eficiencia a base de láminas de grafeno, y varios aerogeneradores, surtían a la Reserva de casi toda la energía que necesitaba. El exceso de energía solar se utilizaba para elevar, mediante bombas eléctricas, el agua hasta un enorme depósito encaramado a quince metros del suelo sobre gigantescos pilotes de hormigón. En las horas de oscuridad, o cuando no soplaba el viento suficiente, se habría la compuerta del depósito. El agua al caer activaba varias pequeñas hidroturbinas que proporcionaban el fluido eléctrico necesario.

Uno de los edificios pequeños no tenía ventanas ni claraboyas, ni adornos en la fachada, ni tejados colgantes ni arriates a su alrededor. Estaba pintado de gris con una gruesa franja roja que lo rodeaba en su totalidad. Sólo dos puertas, en lados opuestos de la construcción, permitían el acceso. Todos lo llamaban «la pila». No era una broma. Eso es exactamente lo que era. Casi todo el volumen de su interior estaba ocupado por enormes biobaterías de alta densidad, apiladas en estantes y anaqueles, y rellenas de maltodextrina, un polímero de la glucosa. Las biobaterías tenían una capacidad de almacenamiento en amperios-hora varios órdenes de magnitud superior a cualquier batería de plomo, níquel o litio.
La producción en la granja y en los huertos proporcionaba buena parte de los alimentos que se consumían. A pesar de ello, recibían suministros. Cada semana llegaban los enormes helicópteros de transporte desde Ciudad Cúpula. Se utilizaban para el transporte de alimentos, ropa, material, gasoil para los vehículos híbridos, personal y, por supuesto, las preciosas muestras de sangre y tejidos. Aunque la Reserva podía mantenerse aislada y vivir de sus propios recursos durante muchos meses.
Todos esos ejemplos de tecnología sostenible, y un reciclaje casi del cien por cien de los residuos, hacían de la Reserva un magnífico ejemplo de pequeña ciudad ecológica y autosuficiente.
No dejaba de ser irónico que el prodigio tecnológico soñado por muchos durante décadas se había hecho por fin realidad en lo que, por mucho que se adornase, no dejaba de ser una cárcel.
El último campo de concentración de la Historia. 

Si sobrevivían a la caza, al cautiverio y al transporte, los portadores de almas acababan allí. El único lugar del mundo, en las desiertas tierras del sur de la Península Ibérica, donde se les permitía vivir. Aunque fuese a costa de su libertad.
A pesar del odio que el resto de la humanidad había mostrado hacia ellos, los portadores de almas parecían ser el tesoro más preciado de la Tyrell-Tagaca Corporation. Nadie parecía saber por qué. 
Los portadores eran sólo un incómodo estorbo del que todos los países estaban deseando librarse. Una anomalía que casi le costó al mundo su propia existencia. Cuando la Tyrell ofreció construir la Reserva y convertirse en el custodio de los pocos portadores supervivientes al holocausto, el resto del mundo accedió encantado.
Por qué Ulises Tyrell había gastado en el proceso una ingente cantidad de dinero, esfuerzo y recursos era algo que muchos se preguntaban, pero que sólo él y sus allegados sabían.
Cuando los medios de comunicación le preguntaban sus razones, Ulises se limitaba a esbozar una sonrisa de dientes de marfil y a fijar su penetrante mirada en los ojos del encuestador. Su respuesta era invariablemente la misma: «Mi pasión es la genética».
Los rumores y teorías sobre qué hacía la T&T con los portadores de almas eran legión.


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Extracto de Ragnarök, la novena transición, la nueva novela de Juan Nadie.

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