jueves, 13 de octubre de 2016

Portadores de almas

Para mediados del 2027 la evidencia resultó irrefutable: todo el dinero gastado y todo el enorme sacrificio realizado tan sólo sirvieron para confirmar los estudios iniciales realizados por los científicos del MIT. Tan sólo el uno por ciento de la población mundial tenía aquello que parecía ser el alma del hombre. Apenas setenta millones de personas repartidos en cinco continentes. No había diferencias entre naciones, culturas o razas. Todos los pueblos, independientemente del color de su piel, sus ojos o su cabello, su sexo, su religión, sus tradiciones o su historia presentaban un porcentaje semejante.

Se desató la crisis que dio lugar al Desastre. 
 

Turbas enloquecidas desahogaron su desengaño y su rabia en ejecuciones públicas de los desdichados que empezaron a ser llamados con el eufemismo de portadores de almas. Miles fueron apaleados, quemados, linchados, despellejados, destripados y aplastados en frenéticas demostraciones callejeras. Los casos de abuso, discriminación y violencia gratuita contra los portadores de almas se extendieron como las telarañas en un sótano abandonado. Bebés recién nacidos fueron reventados contra el suelo ante la impotencia de sus llorosas madres. Familias enteras fueron quemadas vivas cuando se descubría que escondían en casa a uno de ellos. Macabros actos de odio y violencia se propagaron por todo el planeta como la pólvora. Los noticieros informaban a diario sobre asesinatos y linchamientos públicos. Nadie fue arrestado, llevado a juicio o encarcelado por esas muertes. Hubo épicas escenas de portadores vendiendo cara su vida frente a sus atacantes, aunque no les sirvió de mucho. Lo poco que quedaba de las instituciones religiosas de antaño les cerró las puertas. No hubo ninguna organización benéfica que se hiciese cargo de ellos. Unos pocos alzaron la voz en su defensa, denunciando el sinsentido del genocidio, la insensatez de la matanza. El mundo no les escuchó. Buscaba un culpable de su frustración y su dolor, y lo encontró.

A pesar de todo lo ocurrido, unos cuantos portadores de almas sobrevivieron al genocidio. Eran apenas unos miles, acorralados y asustados. Los preclaros gobernantes de las naciones del mundo, o lo que quedaba de ellas, comprendieron que eran un problema. La presencia de portadores entre la gente constituía una inestable bomba de relojería que podía hacer estallar de nuevo la violencia en cualquier momento. Se realizaron urgentes y secretas reuniones de nuevos comités de acción nacional, tratando de hallar una respuesta a la pregunta de cómo solucionar la incómoda presencia de los portadores. Por una vez, la respuesta de nuestros gobernantes fue eficiente y eficaz: quitarlos de en medio.

Los portadores supervivientes de todo el mundo, apenas treinta mil personas en total de las más variadas procedencias étnicas, fueron trasladadas en un prodigio de cooperación internacional hasta un campo de confinamiento acondicionado en especial para ellos. Un pueblo abandonado, situado en el centro de una despoblada región del sur de la Península Ibérica, fue construido con toda la rapidez que la tecnología ofrecía para recibir a sus nuevos moradores. Casi diez kilómetros cuadrados alrededor del pueblo fueron rodeados de un inmenso muro de hormigón plagado de alambradas, torres de vigilancia y dispositivos de seguridad. Un círculo casi perfecto de tres kilómetros y medio de diámetro en medio de la llanura se convirtió en el destino último y permanente de aquellos que se habían convertido en el símbolo de la vergüenza de la humanidad.

Al lugar no tardó en conocérselo con el nombre de la Reserva, con mayúsculas y sin otra especificación, aunque todos comprendían su significado. Todo el mundo sabe de su existencia, pero nadie habla de ello. No aparece en las noticias de la televisión, en los artículos de los periódicos, en los portales de la red ni en los discursos de los políticos. No se menciona en los libros de texto. Los habitantes de la Reserva se han convertido en los estigmatizados por el nuevo pecado original, que pagan con el encierro por la culpa y el desprecio de sus semejantes.

Cada recién nacido en el mundo exterior es inmediatamente analizado con un lector de almas. Si da positivo, su destino está marcado. O es ejecutado en el acto o en menos de cuarenta y ocho horas es enviado a la Reserva, de la que nunca saldrá. La presencia de un portador fuera de la Reserva se castiga, gracias a una ley no escrita pero aceptada por todos de forma implícita, con la pena de muerte inmediata, a manos del primer ciudadano que tenga la iniciativa y los medios necesarios para ello. En la actualidad, la Reserva es el único lugar, al menos de forma oficial, al que se envían los portadores de almas supervivientes, y aquellos que son atrapados por los cazarrecompensas.

La Tyrell-Tagaca Corporation fue la encargada, por voluntad propia, de llevar a cabo el proyecto y correr con la mayoría de los gastos, con el entusiasta beneplácito de todos los gobiernos del mundo y el recelo mal disimulado de las otras grandes transnacionales. De hecho, todos los aspectos relacionados con la Reserva están controlados de forma unilateral por la T&T. La transnacional nunca ha explicado con claridad su enorme interés en los portadores de almas, con la excepción de vagas alusiones al estudio genético de su anomalía neuronal.

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Extracto de Ragnarök, la novena transición, la nueva novela de Juan Nadie.


 

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