El año se acaba y de súbito nos
invade la angustia por todo aquello que no terminamos, que no cumplimos, o que
ni siquiera iniciamos.
El lamento por esas musas que no llegamos a encontrar, o que quizá no nos molestamos en buscar.
Pero hablar de las musas no es más que
otro eufemismo para nombrar aquello que desconocemos: los intrincados procesos
neuroeléctricos que ocurren en el cerebro de un escritor en el transcurso de la
creación de su obra.
Un infinito de conexiones que a
poco que nos descuidemos nos llevarán hasta el abismo del absurdo y la imposibilidad.
Aquí puedes disfrutar de nuevo de
este relato corto de Juan Nadie,
que se adentra en los universos oníricos más allá de la conciencia.
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AVISO: la lectura de este relato
puede dar lugar a conexiones neuronales inesperadas de efectos imprevisibles e
inciertos.
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La onírica búsqueda
de la musa perdida
Todos esos días que pasé sentado en la falda del
mundo no sirvieron para nada. Intenté hacer de vigía, de oteador y de trampero,
sin darme cuenta de que mi propia ceguera me impedía ver aquello que tanto
deseaba encontrar. Esperé en vano y durante largo tiempo. Nunca pasó por allí y
nunca habría de pasar. Debería haberlo sabido hacía ya mucho tiempo.
De nada sirven disculpas ahora, ni pretender que
la negligencia no fue mía. Si bien es cierto que yo no elegí el estragado
camino que me condujo a este lugar, también es cierto que las melindrosas
circunstancias me empujaron sin piedad hasta el abismo del desacierto. Pero el
último paso, ese salto en el vacío desde el borde del piélago, es total y
exclusivamente responsabilidad mía.
Yo soy el dueño y señor de mis decisiones y el
único condenado por ellas.
Ahora es demasiado tarde, no se puede volver atrás.
Ni agua pasada mueve molino, ni beso perdido retorna a los labios. La ocasión
está desperdiciada. La recompensa para los que fallan es ineludible: seguir
buscando.
Hay muchos que se preguntan por qué la buscamos,
por qué insistimos en esta exploración sin fin, en esta búsqueda sin pausa, en
este empeño sin satisfacción. El porqué, aunque muchos no lo crean, es el
anhelo de la sabiduría, no su hija bastarda: la vanidad.
La sabiduría que nos dice qué son las diferencias
y nos muestra cómo establecer castas y tomar decisiones. La sabiduría que nos
ha enseñado a pensar. Porque dime, pequeño mortal, ¿no estás de acuerdo conmigo
en qué si fuéramos todos tontos, todos seríamos felices?
Tal vez en tu mente hayan surgido también las
preguntas, las ansias y los desvelos. Ese husmeador sombrío que se retuerce en
las oquedades del fondo, enzarzado en el perenne afán de sosegar una sed que
nunca se apaga. Piénsalo con firmeza y, si hallas las respuestas, tal vez te
encuentres a un paso de alcanzar la inmortalidad. Y quizá, sólo quizá, puede
que no naufragues en la misma empresa en la que yo fracasé.
Sí, ¡yo he fallado en mi búsqueda! Esta vez no
conseguí llegar a buen puerto. Pero ya da igual. Ya no tienen importancia ni el
dónde ni el cuándo, ni el paso inexorable de los segundos sobre la esfera del
reloj. Pues por muchas veces que caiga, el fénix siempre vuelve a remontar el
vuelo. No se puede aniquilar aquello que es imperecedero. Aunque todo esto no
deja de ser vana ilusión. Como siempre, el disimulo de la indiferencia es un
buen aliado para compartir el peso del desengaño, aunque nunca elimina la losa
del todo.
Ahora estoy en esa tierra de nadie, ese campo
yermo y baldío que hay que atravesar sin remedio para llegar a la antesala de
los frondosos huertos cargados de frutos. Es el no-tiempo entre el último
segundo de vida de aquello que nunca vendrá y el primer instante de la no-muerte
de lo que está a punto de surgir. Un tiempo atemporal, un espacio sin lugar,
una enormidad minúscula que se hace insoportable como una página en blanco.
En este reino difuminado de las glorias caídas
bajo el intolerable yugo de los gusanos devoradores de despojos retóricos, con
el fin de la esperanza a mis espaldas, trataré de hurtarme al advenimiento de
la apatía que intenta apuñalarme en el pecho. Entonces, mi brumosa sangre hecha
de palabras se derramará a borbotones por las babeantes fauces del monstruo del
sueño eterno, que camina sobre el crepúsculo y atraviesa mi cerebro con los
miles de agujas punzantes de relatos de placer y de dolor. Cuando el orgasmo
cósmico llegue a su cenit y la cópula entre el bien y el mal se conviertan en
un fuego plasmático que devora las entrañas, se producirá la germinación planetaria
de la sustancia nunca antes vista, nunca antes escrita. Y la fama y la gloria,
que marchan cogidas de los cabellos, serán empaladas entre la basta superficie
de la miseria y la iniquidad. Cuando la trascendencia pase a ser intrascendente
y la primigenia luz blanca limpie los profundos poros de las circunvoluciones
del espíritu, la preeminencia de la imaginación destacará como un faro
encendido sobre el putrefacto y pestilente mar de los sargazos, hecho con los
millares de cadáveres de todas las historias que nunca fueron.
Entonces las cenizas del pájaro de fuego volverán
a brillar de nuevo.
Abriéndose paso entre los escombros aparecerá la inspiración,
subida a horcajadas entre la obscenidad y el refinamiento, lo que proporcionará
un renovado aroma de estrellas y pintará de color engaño las mentes vacías de
los idiotas que se arrastran en el fango.
En ese momento, cuando la prostitución de la creatividad
haya alcanzado el grado de máxima incoherencia, se producirá el estallido
inconformista de las voces de los viejos árboles sabios, que hunden sus raíces
en las longevas líneas de la experiencia, intentando una vez más mover el
atascado engranaje de la mente, sortear el malfuncionamiento crónico de las
articulaciones efímeras que mueven los instintos.
Cuando por fin la brutalidad abra su vientre para
ser fecundada por la racionalidad y de a luz la inconmensurable grandeza de la
inteligencia, cuando la verdad aparezca clara y distinta, cuando el absurdo y
la cordura se hagan entendibles, cuando la última gota del lago esté a punto de
secarse, entonces, y sólo entonces, una nueva aurora acariciará mis cabellos
con sus rosados dedos. Y una vez más, de puntillas y con sigilo, la espora del
conocimiento será lanzada a la inmensidad oceánica del transcurso de los
tiempos.
Sentado en la falda del mundo, miro a lo lejos.
Sólo los que buscamos lo sabemos, pero en la más
alta cumbre de la montaña de los olvidados se encuentra el diccionario de las
palabras ciertas, muchas veces erradas por las zancadillas de los microbios de
la farándula. Pero rodeando el monte se encuentra el bosque de las liturgias y
las palabras santas, que enredan a todo aquel que intenta pasar, ahogándolo y
arrojándolo al pozo de la fe incuestionable. Los muy pocos que han logrado
salvar las barreras y llegar al libro, han encontrado que no hay una sola
palabra irrefutable en sus cientos de páginas. Nada es cierto ni absoluto. El
bien y el mal no existen; el blanco y el negro son colores imposibles. Sólo la
mutable opinión permanece.
Por eso las hojas del libro están vacías, impolutas
y desiertas, salvo la primera. En ella, con menuda y curvada letra, en una
esquina, y apenas resaltando sobre la amarillenta blancura del pergamino,
alguien escribió: «...es, no es...».
Cierro el libro y me limpio las babas de los
gusanos que se han quedado adheridas a mis ropas. Regresaré al origen, me digo
a mi mismo. Al principio y al fin de todo. Al camino mil veces transitado y
nunca recorrido por segunda vez. Hay un mundo entero de páginas que llenar y una
multitud de personajes que engendrar. Y para ello necesitaré la ayuda de todos los
manantiales de ingenio que las etéreas deidades tengan a bien poner a mi
alcance.
Es hora de empezar a buscar de nuevo.
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© Juan
Nadie, Planeta Tierra, 2016.
Obra
inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative
(www.safecreative.org) con el número 1608248997695,
con fecha de 24 de agosto de 2016.
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Ilustración
de la portada: fotomontaje del autor.