jueves, 1 de diciembre de 2016

¡COMIDA!

La paremiología popular incluye en su haber numerosos refranes y proverbios que hacen referencia a la necesidad de alimentarse.
«A buen hambre, no hay pan duro». «El hambre es el mejor cocinero». «No hay mejor condimento que el hambre». «El hambre es muy mala consejera».
Pero no hay nada tan horrible como cuando la tortura del hambre se convierte en algo real.

Aquí tienes un nuevo relato de Juan Nadie, que se adentra por los recovecos del terror más básico y primigenio.
Pincha en la portado o sigue hacia abajo y lo podrás leer. 
Puedes descargártelo gratis en PDF aquí

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¡COMIDA!
 Después de cuarenta y siete días atravesando la llanura pelada, el hombre se había comido todas sus provisiones, al perro y al caballo. No dejaba de pensar en comerse el legajo de cartas que constituían el objetivo de su misión. Los pequeños arroyuelos que encontró en su camino sólo contenían agua pura y limpia, cristalina. Ni un pececillo, ni un simple renacuajo que llevarse a la boca. Ni siquiera los insectos se adentraban en la interminable llanura. Era un páramo estéril y desierto, vacío de vida.
En la última semana se había visto obligado a chupar el cuero de su viejo cinturón para acallar los gritos hambrientos de su estómago. Estaba flaco y grisáceo, y sus botas aparecían completamente carcomidas de patear los interminables guijarros.
Hacía tres días que no dormía, pero no podía dejar de caminar. Las mandrágoras estaban cada vez más cerca. Las había visto por última vez la pasada madrugada desde lo alto de una pequeña colina. Y aunque él no suponía una pieza muy jugosa para ningún depredador, pues apenas si tenía un poco de pellejo sobre sus doloridos huesos, en aquel desierto un gramo de carne valía más que un gramo de oro.
Entonces lo vio, sentado sobre una piedra redondeada, en forma de cojín. Parecía un niño, aunque desproporcionado de forma extraña. Vestía de un llamativo chaleco de color rojo y adornaba su redondeada cabeza con un puntiagudo sombrero del color del musgo.
Al acercarse unos metros, el hombre se dio cuenta de que la extraña criatura no era un niño. Tenía una larga barba de color gris, aunque un tanto deshilachada, y sus orejas eran de un tamaño inusitado, puntiagudas y de largos lóbulos. Parecía estar olfateando el aire, a juzgar por la increíble movilidad de su bulbosa nariz, más parecida al hocico de un animal que a un apéndice humano normal. No parecía asustarle la llegada del hombre, al que se quedó mirando con una chispa de curiosidad y risa en unos ojillos pequeños de un raro color azul.
—¿Quién eres tú o, mejor dicho, qué eres tú? —preguntó el hombre, deteniéndose frente al hombrecillo.
—Soy un gnomo, por supuesto —respondió el hombrecillo—. ¿Y tú qué eres?
—Yo soy un hombre, desde luego —replicó el hombre—. Y tú no puedes ser un gnomo. Los gnomos no existen, son sólo leyendas y cuentos para entretener a los niños. Tú debes ser sólo una alucinación del hambre. La debilidad debe estar afectándome más de lo que yo creía. Tengo que salir pronto de esta maldita llanura.
—Tampoco los hombres existen, son sólo fábulas de viejas. Así que tú tampoco puedes ser lo que dices ser —dijo el enano, con un cierto aire de burla en sus ojillos azules.
—Esto es absurdo. Estoy hablando con un gnomo imposible que me dice que yo no existo. Son los delirios del hambre y del cansancio. Esta criatura sólo puede ser una estúpida alucinación.
—¿Tienes hambre? —preguntó el gnomo.
El hombre miró al extraño ser con una cierta consternación en la mirada. Para ser una alucinación era bastante real, y no parecía estar dispuesto a marcharse.
—Llevo más de una semana sin comer y varios días sin dormir —contestó al fin el hombre con reluctancia—. Me persiguen las mandrágoras para devorarme y yo me entretengo hablando con espejismos de gnomos y duendes.
—¿Por qué no te comes tú a las mandrágoras?
—No puedo —contestó el hombre.
—¿Por qué? —replicó el hombrecillo.
—Porque las mandrágoras son dos y estoy demasiado débil para luchar contra ellas. Mi única esperanza es salir de la llanura pelada antes de que me alcancen.
—No creo que lo consigas —dijo el gnomo.
—¿Y por qué no, si puede saberse? —preguntó el hombre, con un asomo de cólera en la voz. Aquella estúpida situación estaba empezando a enfadarle. Tenía que ponerse en camino de nuevo; podía pagar caro perder el tiempo de esa manera.
—Apenas has recorrido la mitad de la extensión de la llanura pelada, y ya estás exhausto y agotado. Aquí no hay nada que comer, ni siquiera hormigas. La única comida sois tú y las mandrágoras —dijo el duende, su mirada se clavó con intensidad en el rostro del hombre.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó el hombre con la voz helada, el miedo atenazándole la garganta. Un escalofrío de terror le recorrió la espina dorsal.
—¡Oh! Tú sabes lo que quiero decir —respondió el gnomo con una cínica sonrisa, revelando unos dientecillos puntiagudos y afilados como cuchillos. Un hilillo de saliva le goteó por la comisura de la boca.
De su zurrón sacó dos cabelleras verdes de mandrágora, manchadas de sangre reseca. 

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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2016.
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1102228556518, con fecha de 22 de febrero de 2011.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.
NOTA: Este relato quedó semifinalista en el IV Certamen de Poesía y Relato GrupoBuho.es, en noviembre de 2007, y fue publicado en el libro antológico de dicho certamen.



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