La paremiología popular incluye en su haber
numerosos refranes y proverbios que hacen referencia a la necesidad de
alimentarse.
«A buen hambre,
no hay pan duro». «El hambre es el mejor cocinero». «No hay mejor condimento
que el hambre». «El hambre es muy mala consejera».
Pero no hay nada
tan horrible como cuando la tortura del hambre se convierte en algo real.
Aquí tienes un nuevo relato de Juan Nadie, que se adentra por los
recovecos del terror
más básico y primigenio.
¡COMIDA!
Después de cuarenta
y siete días atravesando la llanura pelada, el hombre se había comido todas sus
provisiones, al perro y al caballo. No dejaba de pensar en comerse el legajo de
cartas que constituían el objetivo de su misión. Los pequeños arroyuelos que
encontró en su camino sólo contenían agua pura y limpia, cristalina. Ni un
pececillo, ni un simple renacuajo que llevarse a la boca. Ni siquiera los
insectos se adentraban en la interminable llanura. Era un páramo estéril y
desierto, vacío de vida.
En la última semana
se había visto obligado a chupar el cuero de su viejo cinturón para acallar los
gritos hambrientos de su estómago. Estaba flaco y grisáceo, y sus botas aparecían
completamente carcomidas de patear los interminables guijarros.
Hacía tres días que
no dormía, pero no podía dejar de caminar. Las mandrágoras estaban cada vez más
cerca. Las había visto por última vez la pasada madrugada desde lo alto de una
pequeña colina. Y aunque él no suponía una pieza muy jugosa para ningún
depredador, pues apenas si tenía un poco de pellejo sobre sus doloridos huesos,
en aquel desierto un gramo de carne valía más que un gramo de oro.
Entonces lo vio,
sentado sobre una piedra redondeada, en forma de cojín. Parecía un niño, aunque
desproporcionado de forma extraña. Vestía de un llamativo chaleco de color rojo
y adornaba su redondeada cabeza con un puntiagudo sombrero del color del musgo.
Al acercarse unos
metros, el hombre se dio cuenta de que la extraña criatura no era un niño.
Tenía una larga barba de color gris, aunque un tanto deshilachada, y sus orejas
eran de un tamaño inusitado, puntiagudas y de largos lóbulos. Parecía estar
olfateando el aire, a juzgar por la increíble movilidad de su bulbosa nariz, más
parecida al hocico de un animal que a un apéndice humano normal. No parecía
asustarle la llegada del hombre, al que se quedó mirando con una chispa de
curiosidad y risa en unos ojillos pequeños de un raro color azul.
—¿Quién eres tú o,
mejor dicho, qué eres tú? —preguntó el hombre, deteniéndose frente al
hombrecillo.
—Soy un gnomo, por
supuesto —respondió el hombrecillo—. ¿Y tú qué eres?
—Yo soy un hombre, desde
luego —replicó el hombre—. Y tú no puedes ser un gnomo. Los gnomos no existen,
son sólo leyendas y cuentos para entretener a los niños. Tú debes ser sólo una alucinación
del hambre. La debilidad debe estar afectándome más de lo que yo creía. Tengo
que salir pronto de esta maldita llanura.
—Tampoco los
hombres existen, son sólo fábulas de viejas. Así que tú tampoco puedes ser lo
que dices ser —dijo el enano, con un cierto aire de burla en sus ojillos
azules.
—Esto es absurdo. Estoy
hablando con un gnomo imposible que me dice que yo no existo. Son los delirios
del hambre y del cansancio. Esta criatura sólo puede ser una estúpida
alucinación.
—¿Tienes hambre? —preguntó
el gnomo.
El hombre miró al
extraño ser con una cierta consternación en la mirada. Para ser una alucinación
era bastante real, y no parecía estar dispuesto a marcharse.
—Llevo más de una
semana sin comer y varios días sin dormir —contestó al fin el hombre con
reluctancia—. Me persiguen las mandrágoras para devorarme y yo me entretengo
hablando con espejismos de gnomos y duendes.
—¿Por qué no te
comes tú a las mandrágoras?
—No puedo —contestó
el hombre.
—¿Por qué? —replicó
el hombrecillo.
—Porque las
mandrágoras son dos y estoy demasiado débil para luchar contra ellas. Mi única
esperanza es salir de la llanura pelada antes de que me alcancen.
—No creo que lo
consigas —dijo el gnomo.
—¿Y por qué no, si
puede saberse? —preguntó el hombre, con un asomo de cólera en la voz. Aquella
estúpida situación estaba empezando a enfadarle. Tenía que ponerse en camino de
nuevo; podía pagar caro perder el tiempo de esa manera.
—Apenas has
recorrido la mitad de la extensión de la llanura pelada, y ya estás exhausto y
agotado. Aquí no hay nada que comer, ni siquiera hormigas. La única comida sois
tú y las mandrágoras —dijo el duende, su mirada se clavó con intensidad en el
rostro del hombre.
—¿Qué quieres decir
con eso? —preguntó el hombre con la voz helada, el miedo atenazándole la
garganta. Un escalofrío de terror le recorrió la espina dorsal.
—¡Oh! Tú sabes lo
que quiero decir —respondió el gnomo con una cínica sonrisa, revelando unos
dientecillos puntiagudos y afilados como cuchillos. Un hilillo de saliva le
goteó por la comisura de la boca.
De su zurrón sacó
dos cabelleras verdes de mandrágora, manchadas de sangre reseca.
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2016.
Obra inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Safe
Creative (www.safecreative.org) con el número 1102228556518, con fecha de
22 de febrero de 2011.
Todos los derechos reservados. All rights reserved.
Ilustración de la portada: fotomontaje del autor.
NOTA: Este relato quedó
semifinalista en el IV Certamen de Poesía y Relato GrupoBuho.es, en noviembre
de 2007, y fue publicado en el libro antológico de dicho certamen.
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