Un medio hostil.
Un anhelo motivado por amor.
Un animal totémico.
Una aventura en solitario.
Un joven guerrero que se enfrenta al destino
en la cegadora llanura blanca del desierto helado.
Una combinación de circunstancias que
sólo puede tener dos desenlaces posibles: el triunfo o la muerte.
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MAMUT
El paisaje se extendía ondulado y blanquísimo, con ocasionales manchas
oscuras de rocas que asomaban como dientes podridos entre la nieve. El solitario
cazador avanzaba con cuidado, envuelto en sus ropajes de piel de reno que lo
mantenían a salvo de los mordiscos del frío. Miró hacia arriba. Era un día
claro y despejado, con un cielo de un azul cristalino y sin nubes que
contrastaba con el blanco fulgor del suelo. Esperaba que no se desatase ninguna
tormenta. En esa época del año el tiempo siempre se tornaba más inestable.
A principios de verano, las provisiones de la caverna comunal,
celosamente guardadas y acumuladas con esfuerzo durante los cortos meses estivales
del año anterior, estaban a punto de agotarse. El comienzo de la estación
cálida era siempre la época más dura. La nieve aún no se había retirado del
todo y la verde hierba que alimentaba a los rebaños de renos y yaks todavía no
había crecido lo suficiente. Los animales estaban famélicos y demacrados y
proporcionaban un escaso alimento. Pocos de los miembros débiles y enfermos de
la tribu sobrevivían a la hambruna de finales de invierno. La edad de las
personas se contaba en veranos. Quien llegaba al verano, había sobrevivido un
año más.
Aun a sabiendas del riesgo que entrañaba, Mamut decidió ese día salir a
cazar en solitario, aunque lo habitual era que los cazadores dieran las batidas
en grupo. Era la única manera de asegurar que cobrarían alguna pieza, pues de
su éxito en la caza dependía la supervivencia de toda la tribu. Pero el joven llevaba
un propósito en su corazón y estaba dispuesto a conseguir su objetivo. Tenía mucho
que ganar en la empresa.
Su nombre de nacimiento no era Mamut, desde luego. De niño, sus padres lo
habían bautizado como Pelo Tieso, en clara referencia al encrespado pelo negro
que se mantenía rebelde incluso después de mojarse la cabeza. Él odiaba ese
nombre, le parecía infantil y ridículo. Cuando cumplió los quince y celebró su
ceremonia de iniciación como miembro adulto del clan, se adelantó con decisión
delante del consejo de ancianos y solicitó que a partir de ese momento se le
conociese con el nombre de Mamut. El mamut era su criatura totémica, que le
había sido revelada en un sueño inducido por los brebajes del chamán, como les
ocurría a todos los miembros de la tribu en los complicados y oscuros ritos
preparatorios. La solicitud no era excepcional, pero sí muy infrecuente. Sin
embargo, impresionados por la seriedad y el aplomo del futuro guerrero, los
ancianos dieron su consentimiento. Como miembro adulto de la tribu, sería
llamado Mamut a partir de aquel día. Su madre, pese a todo y para desesperación
del muchacho, insistía en llamarlo por su nombre de niño.
Mamut se echó hacia atrás la capucha de piel y se sacó las gafas
fabricadas a partir de un hueso de reno que protegían sus ojos del albedo de la
nieve. Miró alrededor. El mundo era un interminable sudario blanco. No vio
signo alguno de criatura viviente, pero no desesperó. Si conseguía llevar
alguna presa de vuelta a la cueva, los ancianos le alabarían y honrarían, y él demostraría
que era un guerrero digno para la tribu. Quizás incluso Zarpa de Oso diría
algunas palabras en su honor cuando todos estuviesen sentado alrededor de las
hogueras y el anciano chamán empezase a relatar una vez más las viejas
historias.
Caminó con dificultad a través de la blanca llanura. En algunos tramos se
hundía en la nieve hasta las rodillas y tenía que esforzarse para seguir
avanzando. Descendió con precaución por las escarpadas colinas y se adentró en
un pequeño valle. Confiaba en cazar un reno o quizás la cría de un yak, si
lograba acercarse lo suficiente sin ser visto. Quizás tuviese suerte y se
topase con un puma de las nieves. La piel del magnífico animal sería un
fastuoso añadido a la indumentaria de cualquier guerrero. Se la podría regalar
al padre de Edelweiss, la muchacha más bella y agraciada de la tribu y con la
que Mamut tenía el firme propósito de unirse en pareja. Una piel de puma
ablandaría hasta el áspero corazón del padre de la chica, y podría pedirla en
matrimonio en el próximo festival de verano.
Como hizo en su día Mamut, Edelweiss había elegido como propio el nombre
de su criatura totémica, la pequeña flor carnosa, de hojas cubiertas de suave
pelusa blanca y floraciones de un amarillo pálido. Edelweiss había realizado su
petición en la ceremonia iniciática que todas las mujeres han de realizar
cuando les llega la primera sangre de la luna. El resto de mujeres se mostraron
reticentes al principio, pero acabaron por ceder ante la obstinación de la
joven. Mamut siempre sonreía con un calor que le llenaba el pecho cuando
pensaba en ello. Ambos habían elegido sus propios nombres, a pesar de la
oposición de los demás. Era una prueba más de que estaban hechos el uno para el
otro. El nombre de niña de su amada era Ojos de Agua, en referencia al azul
profundo de sus radiantes ojos, que recordaba al mar abierto en verano. Mamut
nunca había visto el mar, pero había hablado con miembros de las tribus que
vivían en la costa y que le habían descrito las bellezas de la inconcebible llanura
líquida y las fantásticas criaturas que la habitaban.
Una ráfaga de viento le trajo el
sonido. Era el inconfundible barritar de un mamut. El joven se dirigió con
cautela en su dirección.
El pulso se le aceleró en las venas cuando asomó la cabeza por detrás de
unas rocas. Allí estaba. Era un mamut; su animal totémico. Un ejemplar no
demasiado grande, de unos cinco pasos hasta la cruz, los colmillos no muy
crecidos, el largo pelaje color marrón oscuro. Lo más probable es que se
tratase de una hembra joven que se había extraviado de la manada.
El paquidermo barritaba enloquecido. Había caído en una pequeña hondonada
de la que trataba de escapar sin resultado alguno, pues los bordes estaban
demasiado sueltos para ofrecer un asidero sólido a sus enormes y macizas patas.
Una trampa nieve, depresiones en el terreno que se llenaban de nieve en polvo
arrastrada por el viento; las arenas movedizas del desierto blanco. Era
sumamente peligroso caer en una de esas trampas, pues sin ayuda era casi
imposible salir.
El joven se acercó al indefenso animal con la lanza preparada. Sintió un
poco de lástima. A fin de cuentas, era su animal tótem. Ambos compartían el
mismo nombre. Pero la supervivencia de la tribu era lo más importante y pensó
que aquel animal bien podía ser un signo favorable de los dioses.
Mamut levantó la mirada y vio a otro cazador que descendía la pequeña
loma al otro lado de la trampa de nieve. Era un cazador de cuatro patas.
Se quedó parado en seco. Maldijo a los dioses para sus adentros. Se
trataba de un lobo.
El paquidermo redobló la intensidad de sus barridos al olor del nuevo
predador. Sus inútiles esfuerzos por escapar de la trampa de nieve se volvieron
frenéticos.
Durante unos segundos, Mamut recapacitó sobre su situación. Los lobos
eran peligrosos, pero cazaban en grupo y aquél iba solo. Debía tratarse de un adulto
viejo, un macho alfa líder del grupo que había sido expulsado tras una dura
pelea con un rival más joven. Acaso estuviese débil y hambriento, con un poco
de suerte quizás también herido. Si lograba acabar con el lobo y con el mamut,
su jornada de caza se narraría a la luz de las hogueras durante mucho tiempo,
pensó el intrépido guerrero.
Los dos cazadores se acercaron al aterrado paquidermo con cautela,
midiéndose las distancias. El lobo gruñó con fiereza, levantó los belfos y
enseñó sus enormes colmillos en desafió. Mamut levantó la lanza con una mano y
extrajo su hacha de sílex del cinturón con la otra.
Una intensa sensación de intranquilidad lo invadió con fuerza. Algo no
marchaba del todo bien.
Aquél no era un macho viejo y desahuciado. Parecía un ejemplar joven y saludable.
El lustroso pelo se ondulaba con gracia bajo la helada brisa.
Oyó un nuevo gruñido, a su espalda. Se volvió despacio y vio como detrás
de él aparecían cinco nuevos lobos.
El terror le recorrió la espina dorsal y el bombear de su corazón le
retumbó en las sienes. A pesar del frío, notó como empezaba a sudar bajo su
grueso traje de pieles. Comprendió que estaba tan atrapado como el mamut, y que
compartiría el destino de su animal totémico. Un cazador solitario no tenía
ninguna oportunidad frente a una manada de lobos hambrientos.
Nunca volvería a ver a su adorada Edelweiss.
Entonces ocurrió lo imposible.
En un paroxismo de angustia, el mamut consiguió salir de la trampa de
nieve. Sus pesadas patas trastabillaron por un momento, pero consiguieron
asirse lo suficiente para impulsar al animal hacia arriba. Enloquecido de
terror, el paquidermo se lanzó como una tromba justo en la dirección del
cazador humano.
Mamut se desplazó con rapidez hacia un lado, tiró la lanza y el hacha y
se lanzó encima del enorme animal, agarrándose con desesperación al lanudo
pelaje del costado.
Uno de los lobos intentó interponerse en la enajenada carrera del mamut.
Quedó aplastado sobre la nieve con un crujido de huesos rotos.
Mamut trepó como pudo y se quedó tendido sobre el lomo del animal; las
manos agarraban con la fuerza de la última oportunidad, las piernas trataban de
encontrar un asidero. Con esfuerzo consiguió mantener un precario equilibrio.
Los lobos iniciaron la persecución de su presa entre gruñidos y aullidos,
lo que hizo que el mamut incrementara la velocidad de su frenética huida. Uno
de ellos saltó al lomo de la bestia, pero Mamut consiguió rechazarlo de una
patada en el hocico.
La demencial cabalgada duró lo que a Mamut le pareció una eternidad. El
pavor ancestral impelía al paquidermo a una sorprendente velocidad a través de
la nívea llanura. Los lobos empezaron a quedarse atrás, pero el animal no cejó
en su endiablada fuga.
Con asombro, Mamut comprendió que había escapado a una muerte cierta,
aunque se preguntó cómo se las arreglaría para bajarse de la peluda bestia sin
acabar aplastado bajo sus patas. Se escurrió por un instante y estuvo a punto
de caer. Agarró con fuerza la oreja derecha del animal y clavó con desespero
los talones en el ancho lomo.
El animal cambió la dirección de su carrera, desplazándose hacia la
derecha.
Una idea iluminó la mente del joven cazador. Con denuedo, consiguió una
mejor posición a lomos del mamut. Tendido sobre la cruz, agarró cada una de las
enormes orejas del paquidermo con sendas manos. Tiró de la oreja izquierda. El
mamut torció hacia la izquierda. Repitió la operación hacia la derecha.
Incrédulo, Mamut alcanzó a comprender que la bestia podía ser dirigida.
Al menos hasta cierto punto.
Levantó la cabeza y comprobó que el mamut había estado corriendo hacia el
terreno de quebradas colinas donde estaba la caverna de su tribu. Mamut
agradeció su suerte a los dioses con una corta plegaria. Tirándole de las
orejas, el joven consiguió que el paquidermo enfilase la poco profunda garganta
que conducía a la entrada de la cueva.
Se esforzó como nunca lo había hecho en su vida para mantener el precario
equilibrio a lomos del animal. Afiladas agujas de dolor se clavaban en sus
brazos y en sus piernas. Los sentía agarrotados y tensos. Comprendió que no
podría resistir sobre el mamut durante mucho más tiempo.
Sintió un enorme alivio cuando vio a lo lejos la pequeña explanada que se abría a las puertas de la caverna. Con un último y agotador impulso, consiguió
dirigir a la bestia hacia ella.
El inesperado ruido del barrido de un mamut en estampida acercándose a su
morada llamó la atención de varios hombres que en ese momento estaban en el
exterior de la cueva comunal. Alertaron al resto de miembros de la tribu que
salieron con rapidez a observar el inusual fenómeno.
Atónitos, los cavernícolas pudieron contemplar como un mugiente mamut
parecía ser dirigido hacia ellos por un hombre situado sobre su lomo.
A unos centenares de pasos del grupo, exhausto por la infernal carrera,
el animal trastabilló y se tambaleó durante unos metros. Acabó por caer con
estrépito sobre la sucia nieve, lo que hizo que su jinete saliese rodando por
encima de la enorme cabezota.
Con agilidad, Mamut se puso en pie. Se sacudió la nieve adherida a sus
ropas y se cercioró con alegría y sorpresa de no tener ningún hueso roto. El
mamut estaba a unos metros detrás de él, caído en el suelo. Agotada y sin
fuerzas, la peluda bestia respiraba con esfuerzo. Mamut miró hacia los miembros
de su tribu.
Los hombres y mujeres se acercaron con temor, el pasmo y el asombro
dibujados en sus rostros. Muchos de ellos se llevaban la mano a la frente, en
el cotidiano gesto de invocación a los dioses. Se pararon a unos pasos de
Mamut. Un incómodo silencio se abatió sobre el grupo.
Entre la gente se abrió paso una chica que se lanzó en brazos del joven
cazador; una amplia sonrisa iluminaba su bello rostro de ojos azules como el
mar. A pesar de que todavía no estaban prometidos de forma oficial, Edelweiss
estampó un sonoro beso sobre los labios de Mamut en presencia de toda la tribu.
El joven le devolvió el abrazo y se sintió a la vez agradecido y turbado.
―No me puedo creer que hayas traído un mamut tú solo, y además subido en
su lomo. ¡Es increíble! ―dijo la muchacha con alegría.
Los restantes miembros de la tribu estallaron en un coro de palmas y
vítores. Incluso el viejo Zarpa de Oso se acercó con parsimonia. Miró al joven
con una desdentada sonrisa en su semblante plagado de arrugas.
Mamut el cazador suspiró con alivio. Comprendió que su aventura se
convertiría en la materia de la que están hechas las leyendas.
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© Juan Nadie, Planeta Tierra, 2016.
Obra inscrita en el Registro de la
Propiedad Intelectual de Safe Creative (www.safecreative.org) con el número 1008066987883, con fecha de 6 de agosto de 2010.
Todos los derechos reservados. All
rights reserved.
Ilustración de la portada:
fotomontaje del autor.
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